De amor y de historia

Rafael de Águila
14/6/2020

Nihili est qui nihil amat. Plauto, El Persa.

 

Por estos tiempos de virus que en el planeta matan y policías que al norte asfixian permítaseme, por favor, respirar y… hablar de amor. De amor y de historia. Poco se ha debatido acerca de la relación entre el amor y la historia. El amor, esa pasión de corpore et anima, quizá no ha logrado transfigurar el curso de la historia, redefinirla o transmutarla. La historia ―esa dama hierática e impertérrita― se ha repetido hasta el hartazgo, responde a los duales dictados de objetivas o subjetivas causas y a las debidas y no menos importantes condiciones. Mas la historia, urge decirlo, resulta trama cuyos artificios embrollan y desembrollan los humanos. Los humanos la hacen, la viven, la sufren. Y, no pocas veces, haciendo la historia mueren. Pero los humanos, al menos la mayoría de ellos, ya sean benévolos o malvados, bien valorados o enlodados por la historia ―por más hieráticos e impertérritos que resulten― aman. Sí. Al tiempo que hacen la historia aman. De tal manera puede suponerse que la historia, si bien no ha sido transfigurada, redefinida o transmutada por los sempiternos vientos del amor, ha sufrido, eso sí, los embates ―nada hieráticos, y menos aún impertérritos―, de esa incontrolable ―y a menudo enigmática― pasión.

 

Dos amantes versus Roma

 

Quizá el evento en el cual el amor estuvo a un tris de cambiar ―brevemente― la historia involucre a Cleopatra Filopátor Nea Thea, llamada Cleopatra VII o simplemente Cleopatra, la última reina de Egipto, y al romano Marco Antonio. Marco conoció a la egipcia en el año 55 a.n.e., actuaba entonces él como comandante de caballería bajo las órdenes de Aulo Gabinio, procónsul de Siria, en la misión de restaurar en el poder a Tolomeo Auletes, padre de la futura reina. Cleopatra, que por aquel entonces ni era reina ni había conocido a Julio César, exhibía unos seguramente inquietos 14 años. La historia no recoge qué demonios pensó entonces la niña del romano o el romano de la niña. Transcurrirán trece años para que en el año 42 a.n.e., Marco ―alrededor de la fecha en que tiene lugar la I y II batalla de Filipos en las que derrota a los asesinos de Julio César― pida ayuda a la reina Cleopatra. Solicita encontrarse con ella en Tarso, sitio hoy ubicado en la actual Turquía. Cleopatra desconfía. Transcurre cierto tiempo, finalmente accede. El militar romano tiene por aquel entonces 42 años; la reina egipcia 27. Ella exige que la entrevista tenga lugar en su propia nave: recela del romano. Lo acoge, no obstante, con gran pompa: la nave exhibe remos de plata y al subir a bordo Marco es recibido por una Cleopatra ataviada como Afrodita. Cuatro días estará el romano a bordo de la nave real. Bastarán. Se enamoran. Al menos… por el momento se enamora Marco. Ella le pide permanezca en Egipto. Marco accede. En el año 40 a.n.e. debe regresar, sin embargo, a Roma. Cuatro años tardarán en volver a encontrarse, entretanto Cleopatra dará a luz a los gemelos Cleopatra Selene y Alejandro Helios, hijos de Marco. En el 37 a.n.e. regresa el romano a Egipto. Arrebatado de amor se casa con la reina, no le basta: le regala Chipre, Fenicia y Creta. Conciben un tercer hijo, Ptolomeo Filadelfo. La otrora amante del gran Julio César está feliz. En el año 33 a.n.e. Octavio y Marco se enemistan. En Roma Octavio lee al Senado el testamento secreto de Marco: se descubre ha regalado posesiones romanas a la egipcia, el plan de traslado de la capital a Alejandría y el anhelo de fundar, junto a Cleopatra, una nueva dinastía. En el 32 a.n.e. Marco es destituido como triunviro por el Senado y Roma declara la guerra a Egipto. El 2 de septiembre del año 31 a.n.e. las fuerzas de unos y otros se enfrentan en la batalla naval de Accio. Antes de la batalla los amantes se abrazan. Desde el encuentro en Tarso han transcurrido once años: ahora el romano tiene 53, ella 38. Marco, que comanda a los romanos que le secundan, pelea a bordo de su nave; la reina egipcia comanda sus huestes desde la suya. En plena barahúnda bélica Marco alcanza a ver que la nave de la egipcia escapa velozmente de la batalla. Teme lo peor: teme que la amada haya resultado herida, y ¡he ahí que ocurre lo impensable!, aquel militar, aquel hombre curtido por mil batallas, el guerrero al que César había confiado las Galias, ¡abandona el combate para ir al encuentro de la amada! Cleopatra, dicho sea de paso, está sana y salva: solo ha tenido miedo. Ha huido por miedo. Ambos se echan en brazos del otro, amantísimos, pero la batalla la han perdido. La han perdido por amor. Quizá la única batalla perdida por amor en la historia de la humanidad. Por amor y por miedo. En julio del año 30 a.n.e. Octavio invade Egipto. Los días están contados para los amantes: Marco se suicida arrojándose sobre su espada, moribundo pide despedirse de la egipcia. Días después se suicida Cleopatra. Quizá Marco y Cleopatra, que contaban con fuerzas superiores, hubieran logrado vencer en Accio, resultar vencedores en una batalla, puede que en dos, mas jamás habrían logrado vencer a Roma. El amor, todo el amor, no bastaba entonces para eso. No lo había logrado el glorioso cartaginés Aníbal. No lo había logrado el tracio y audaz Espartaco. El amor, sin embargo, logró, eso sí, hacerles perder aquella batalla. Y, pobres de ellos, la vida.

Una ragazza enamorada de un fascista

 

Cuando uno de los amantes está implicado en la historia como ser negativo, el amor, de la mano del escarnio y del rechazo, pierde sus escribientes. La aureola deja de ser aureola. El silencio la cubre, la anega, la demerita, la enloda. No voy a incurrir, al menos por hoy, en ese pecado. Los seres negativos, también ellos, convengamos, son amados. Clara Petacci, Claretta, Ricitos, como se le llamaba por su cabello corto y encrespado, conoció a Benito Mussolini en una playa de Ostia el 8 de septiembre en 1932. El fascista fungía como dictador de Italia, il Duce, desde 1922. Esa es una versión. La otra sostiene que el 24 de abril de 1932 la muchacha viajaba en auto con sus padres, al ver a il Duce prorrumpe en gritos de admiración, el auto se detiene y un halagado Mussolini saluda a la chica. Once años antes, el 16 de noviembre de 1922 Mussolini había sido revestido en el cargo de Primer Ministro. Poco había bregado para eso: en 1919 creó los Fasci Italiani di Combattimento, las milicias fascistas, los squadristi, las célebres Camisas Negras; en 1921 funda el Partido Nacional Fascista y es elegido diputado. Adolescente aún, la muy bella Clara adoraba a Mussolini: desde entonces había colgado en su cuarto fotos de il Duce. Se dice que incluso le había enviado cartas y poemas de amor. Cuando se conocen sobre las arenas de Ostia ―por aquel entonces devenida playa a la que acudían los romanos―, o a partir de los gritos de la chica en aquel auto, tiene la muchacha 20 años; a él lo separan pocos meses para cumplir 50. Ella es una chica muy bella, de clase alta, culta; él un dictador temido, sanguinario y todopoderoso. El fascista está casado desde 1915 con Rachele Guidi, mas desde siempre le ha sido soberanamente infiel. Como muchos dictadores es en extremo libidinoso, un verdadero seductor devorador de muchachas, la mayoría muy jóvenes. El cincuentón y la chica devienen amantes. En 1934 Clara se casa con un teniente de la Fuerza Aérea Italiana, Riccardo Federicci; dos años después lo abandona para acudir cada domingo, consuetudinariamente, a la oficina del dictador, la famosa Sala del Mappamondo, a… tener sexo, más tarde se le asignará una habitación en el propio Palazzo Venezia, sede del Gobierno, también se le proporciona una residencia en un barrio de lujo. Mas Claretta, digámoslo, seamos justos, no lo hace por darse la buena vida. No. No ambiciona lujos, casas o dinero. No es una prostituta. Ama devotamente al dictador. Le cela. Se gana su confianza. Le pelea. Le exige. Le influye. La muchacha documentó, entre 1932 y 1938, en un diario, cada hecho de la relación con el fascista: cada noche escribía cuanto compartía con Benito, su Ben, como en esas páginas le llama, escribe casi dos mil pliegos, texto que cuando sobreviene la desgracia entregará a una amiga, la condesa Rina Cervis, quien los enterrará en el jardín de su villa. El manuscrito, descubierto en la década del 50 del siglo pasado, fue desclasificado y publicado apenas en el 2009. Fue prolífica Claretta: ¡solo en el año 1938 escribe 1 810 páginas! La noche del 11 de marzo de 1938, por ejemplo, mientras Hitler se aprestaba a anexarse ―Anschluss mediante― Austria, de acuerdo a Claretta, Ben, lejos del evento trascendental que se desarrollaba, la dedica a convencer a la muchacha de serle absolutamente fiel: Amore, le dice, ¿por qué te niegas a creerme? Después, en el diario, escribe la chica: Hacemos el amor como nunca antes lo habíamos hecho, hasta que a él le duele el pecho, y luego lo hacemos de nuevo. Luego se queda dormido, exhausto y feliz. Sin embargo, la fastuosa vida de la enamorada será quebrada por la guerra. El 9 de julio de 1943 los aliados, en el marco de la Operación Husky, desembarcan en Sicilia, el 3 de septiembre comienzan la invasión de Italia. Ante el descalabro, el 25 de julio de 1943, el rey Víctor Manuel III comunica a il Duce la destitución. Se le traslada en detención a un Hotel de los Montes Apeninos, sitio del que será rescatado el 12 de septiembre por un comando nazi. Dos semanas después Mussolini instala nuevo Gobierno en Saló, localidad de Brescia, en la norteña Lombardía, y se inicia lo que se ha dado en llamar la República Social Italiana. A Saló traslada a la esposa, a Rachelle. Pero también traslada allí a Clara. Han estado separados por dos meses. Soy esclavo de tu carne, le confiesa. El 11 de mayo de 1944 los aliados quiebran las últimas defensas alemanas en la línea Gustav, y cae Roma. Comienza el avance anglobritánico hacia el norte. El movimiento partisano lucha en toda la península con denuedo. Mussolini desea enviar a Claretta y a los padres de la muchacha a España. Presiente el fin y desea ponerla a salvo. Claretta se niega. El 18 de abril de 1944 Mussolini, acorralado, se traslada a Milán. Busca la mediación del arzobispo de esa ciudad, desea negociar con los partisanos. Buscar una salida. Fracasada la negociación, il Duce viaja a Como, también en Lombardía, decide huir al norte, a Suiza, lo hace al abrigo de un convoy militar alemán, disfrazado de soldado nazi. Rachelle, la esposa, quedará en Como. Así lo ha querido él, Rachelle lo ha aceptado. Pero Clara se niega: voy donde vayas tú, le dice, determinada, mi suerte será la tuya. El 27 de abril, muy temprano en la mañana, el convoy en el que ambos amantes viajan es atacado por partisanos. Los alemanes negocian entregar a los italianos que alcancen a ser reconocidos por los partisanos a cambio de que se permita a todos los germanos continuar camino. Poco antes de caer la noche los partisanos identifican a Mussolini. Clara reclama quedar junto a Benito. El 28 de abril Mussolini y Clara amanecen en una casa rural en la villa de Dongo. Clara comunica a Luigi Bellini, jefe de los partisanos, que está dispuesta a correr la suerte de su amado. A su hermana había antes escrito: Yo sigo mi destino, que es el suyo. No lo abandonaré nunca, pase lo que pase. A la tarde se decide fusilar a Mussolini. Una de las versiones sostiene que al dispararse sobre Mussolini Clara se interpone para protegerlo y cae muerta. Inmediatamente después es ametrallado el fascista. Ambos cadáveres serán colgados de los pies en una gasolinera ESSO en la Piazza Loreto de Milán. Más tarde, en la morgue, se les coloca uno junto al otro: alguien ha ladeado la cabeza de Clara de manera que descanse junto a la de Benito, puede que la misma persona haya trenzado la mano derecha de la muchacha al brazo izquierdo del fascista. Se dice que quien lo hizo era animado por la intención macabra de burlarse. Para Claretta, sin embargo, cumplió ―incluso post mortem― el último de sus deseos: no abandonarlo nunca. Existe una foto, terrible de contemplar. Al escribir estas líneas miro esa foto y siento lástima por Clara. Claretta. Ricitos. Días después Eva Braun se suicidaría junto a Hitler en el Führerbunker. Por trece años se extendió la relación entre Ricitos y Mussolini. Los seres negativos y repudiados por la historia son también amados. Hasta los asesinos aman, me dijo una vez mi padre. Benito contaba al morir 61 años; ella unos míticos 33.

Una española enemiga de la guillotina

 

Ella fue española, madrileña, su nombre, sonoro y cuádruple, fue Juana María Ignacia Teresa Cabarrús, nacida en julio de 1773, en noble cuna: hija del conde Francisco Cabarrús, ministro de Finanzas del celebérrimo Carlos III. Él, que pasaría a la historia con el nombre de Jean Lambert Tallien, hijo de un simple mayordomo, había nacido en París, cinco años antes. Quizá resulte una pareja poco conocida. No fueron reyes, ni reinas, ni jefes militares, ni dictadores. Fueron gente algo más simple, pero al menos uno de ellos amó ―locamente― al otro. Veamos cómo se imbrican sus vidas. En ocasiones dos vidas coinciden, transitan juntas un trecho, de semejante evento las consecuencias pueden ser baladíes o profundas. En este caso, como en los anteriores, fueron profundas, para bien de muchas cabezas. Para mal de alguna otra. Todo lo que resulta mal de unos puede devenir bien de otros, es la tragedia de la vida. Su sino. En 1791, en plena Revolución Francesa, Tallien es supervisor de imprenta en Provenza. En junio Luis XVI, tras huir a Varennes, es apresado. El muchacho, que exhibe entonces 23 años y está lleno de fervor revolucionario, tiene la idea de publicar pancartas que hace leer en las murallas de París. Ami des Cioyens, journal fraternel, ese es el nombre de lo que por la época se denomina periódico. Los gastos los paga el célebre Club de los Jacobinos. Aquello acerca al joven a sus líderes. En abril de 1792 es ya amigo de Collot dʼHerbois. En agosto es uno de los líderes de la Toma del Palacio de las Tullerías. Al concluir este episodio se le elige secretario de la Comuna. En septiembre de 1792 la guillotina comienza a funcionar a más y mejor: Tallien es uno de los que sin remilgos la alimenta. Por ese entonces envía una circular a provincias animando a cortar cabezas. Establece amistad con Danton. Se le elige miembro de la Convención Nacional. Es un jacobino furioso. Vota en favor de la muerte del rey. En junio de 1793 es elevado al muy poderoso Comité de Seguridad General. Tres meses después, en pleno Terror, dado que en Burdeos son algo reacios al arte de rebanar cabezas, es enviado allí con ese cometido. En los primeros instantes cumple la misión que le ha sido asignada por su amigo Robespierre a plena cabalidad: la guillotina, sostiene, es santa y urge alimentarla. Pero vayamos ya a Teresa, la madrileña: los caminos están listos para que las vidas de ambos converjan en un mismo punto. En 1785, con apenas 12 años, había sido enviada por su padre a estudiar a París. A esa edad es ya muy bella y alguien la ha pedido en matrimonio. Enviarla lejos, piensa el padre, es alejarla de los deseosos. Tres años después, sin embargo, Teresa es aún más bella y no menguan los deseosos: contrae matrimonio con el marqués Jean Jacques Devin de Fontenay. No lo ama. Ama, eso sí, el marquesado. Transcurre apenas un año y estalla la Revolución Francesa. La madrileña, impetuosa, simpatiza con aquellos aires. En 1792 el marqués la abandona para huir de la guillotina. Teresa viaja a Burdeos. Allí precisamente se cruzan los caminos: en esa ciudad, Tallien es el responsable de cortar cabezas. Tallien y la madrileña se encuentran, brevemente, cierto día: él queda sin palabras; ella le desdeña. Poco tiempo después Teresa es arrestada. Se le acusa de haberse casado con un emigrado. Un contrarrevolucionario. Un marqués. Un noble. Aquello bastaba para alimentar a la muy santa, es decir, a la guillotina. Teresa recuerda a Tallien, ese joven que al verme quedó de una pieza, piensa, sabe de su misión en Burdeos, y esperanzada, le escribe. Tallien, que ha sido llamado brevemente a París por Robespierre, corre a liberarla. Lo que sigue se hace muy presumible: devienen amantes. Ella tiene unos indiscutiblemente maravillosos 19 años; él unos muy revolucionarios 24. Si bien resulta predecible que Teresa ―agradecida o interesada en lograr protección― fuera a los brazos de Tallien, no resulta para nada imaginable lo que a continuación sucede: ¡la muchacha comienza a interceder por todos aquellos que son destinados a alimentar la santa cuchilla! ¡Quiere salvarlos a todos!, al menos a los que pueda. Acude a Tallien, lo besa, se deshace mimosa ¡y logra que la cuchilla tenga cada vez menos alimentación! En el Cuartel General de su amante ―para nada y nunca será su amado― instala lo que parece ser una Oficina de Amparo o un gabinete antiguillotina. La gente, agradecida, comienza a llamarla Ángel de Burdeos o Nuestra Señora del Buen Socorro. Otros le llaman a secas Madame Tallien. Entre diciembre de 1793 y marzo de 1794 la guillotina solo logra ser alimentada al 50 %. Se le atribuye entonces a la muchacha la siguiente frase: En estos meses no me he ido a la cama sin haber salvado alguna vida. Aquello, desde luego, no agrada a Robespierre. La Convención comienza a considerar a Tallien un hombre débil, marioneta de una mocosa española. Se envía a un emisario para lograr restablecer la alimentación de la muy santa, pero Teresa lo convence de que puede confiarse en ella y en Tallien. Robespierre no se deja convencer, no obstante, y Tallien debe viajar a París a defenderse. Sin Tallien a la vera y ganado ya el peligroso odio de Robespierre, Teresa se sabe en peligro. Huye. No tarda en ser detenida en Versalles el 22 de mayo de 1794 y recluida en la prisión de La Force, tristemente célebre al haber acaecido allí parte de las matanzas de septiembre de 1792. Allí, hecho curioso, se hace amiga de Josefina de Beauharnais, futura esposa de Napoleón Bonaparte, arrestada el 19 de abril de 1794, dado haber sido ¡nueve años antes! esposa del vizconde Alejandro de Beauharnais, quien sería guillotinado el 23 de julio de 1794. Por esa fecha, hecho no menos curioso, está también arrestado allí Pierre Ambroise Choderlos de Laclos, autor de la muy leída Las amistades peligrosas. Robespierre, ladino y sagaz, ha actuado con alevosía: aguarda que Tallien corra a liberarla para alimentar la guillotina con el cuello de ambos. Tallien no cae en la trampa. A dos semanas de la detención de la muchacha se suprime para los presos el derecho a un abogado, es la Ley del 22 pradial (10 de junio). La guillotina es alimentada con un promedio de 60 cabezas por día. Entre el 19 de junio y el 18 de julio se dictan 796 condenas a muerte. Tallien sabe que de mover los hilos para salvarla nadie osaría mover los hilos por él y caerían irremisiblemente ambos. Comienza, con toda dedicación, a conspirar contra Robespierre. Hay que detener a este hombre o nos degüella a todos, dice a quien le inspire confianza. Después de la suerte corrida por girondinos, hebertistas y dantonistas ese es precisamente el temor de todos. Tallien llega a considerar, incluso, asesinar a Robespierre. Así lo hace saber a los allegados que conspiran. El 21 de julio los amigos de Robespierre anuncian que pronto caerán 4 o 5 pigmeos o canallas. Los conspiradores saben que se refieren a ellos y se apresuran. El 7 Termidor, es decir, el 25 de julio, según se dice, Tallien recibe una carta. La firma Teresa. Hasta hoy se desconoce cómo la muchacha ha logrado enviarla desde la celda en la que aguarda la muerte: El administrador de la policía acaba de verme. Me ha comunicado que compareceré ante el tribunal, es decir, que subiré al cadalso. Ello se parece muy poco al sueño que he tenido la pasada noche: Robespierre ya no existía y las cárceles se abrían de par en par. Gracias a tu insigne cobardía, pronto no habrá en toda Francia quien realice ese sueño. Tallien lee aquello y se arrebata. O todos hacen caer a Robespierre o el propio Tallien lo mata. Son muchos los que temen que Maximillien alimente con sus pobres cuellos a la muy santa y los acontecimientos del 9 Termidor se precipitan: Fréron, Barras, Tallien, Fouché, Dubois-Crancé se aprestan. Fouché dice a todo el mundo: ayer me enteré que Robespierre te quiere cortar la cabeza. Tallien se encarga de repetir lo mismo. A las 11 de la mañana del 9 Termidor, 27 de julio, las dos facciones se enfrentan en la Convención. Tallien habla y es aplaudido. Robespierre desea subir a la tribuna y se escuchan gritos de: ¡abajo el tirano! Tallien grita, pide que la espada de la ley asegure la Revolución. Exige la detención del jefe de la Guardia Nacional, tropa que apoya a Robespierre. En ese momento, allí en la tribuna, a la vista de todos, empuña una daga, dice estar dispuesto con ella a matar a la sabandija. Se refiere, desde luego, a Robespierre. Los conjurados todos atacan con fuerza inusitada. O logran cortar la cabeza a Robespierre o este se las corta a ellos. A las dos y media de la tarde se propone y aprueba la detención de Maximillien, poco después de las seis de la tarde del siguiente día, junto a sus partidarios, es guillotinado. Tallien corre jubiloso a liberar a su amada Teresa, también libera a Josefina de Beauharnais, con la que se rumora alguna vez ha tenido sexo. Todos comienzan a llamar a Teresa Nuestra Señora de Termidor. Se casarían el 26 de diciembre de 1794, tendrán una hija, bautizada por Josefina, que dos años después contraería nupcias con Napoleón. En 1802 Teresa y Tallien se divorcian. Nunca lo amó Teresa: en el ínterin no dudó en tener sucesivos y poderosos amantes. Él, urge decirlo, la adoró con todas sus células. La estrella del pobre hombre se eclipsó muy pronto, olvidado por todos murió muy pobre, de lepra, en 1820. Ella, exhibiendo el pomposo título de Princesa de Chimay, moriría en Bélgica, a los 73 años, famosa y adorada. Se dice que sus últimas palabras fueron: ¡Qué vida la mía!, eh, ¿no es cierto que semeja un sueño?

Epílogo

Tres parejas aherrojadas por la historia. Eso hemos mostrado. Aherrojadas también por el amor. Por el drama. Por la muerte. Certezas de amor total se tiene de la primera: Marco y Cleopatra se amaron. Ello resulta indudable. En el segundo caso Claretta amó ―desaforada y hasta la muerte― a un terrible y sanguinario dictador. Yo apostaría, con ciertas dudas, a que el fascista también la amó. En el tercer caso Tallien, tristemente, fue solo utilizado por una muy bella española. Muchos amantes han sido usados alguna vez. Si no dudo en mencionar el nombre de Teresa no me mueve a ello precisamente el amor que en modo alguno sintió, sino la multitud de seres a los que por sacra benevolencia y bendito humanismo salvó de la guillotina. Eso la salva a ella con creces. La santifica. No es santa la muy execrable y luctuosa guillotina. No. Es santa Teresa.

Convengamos algo. Si bien el amor, esa pasión de corpore et anima, no ha logrado transfigurar el curso de la historia, redefinirla o transmutarla, esos sempiternos y bravíos vientos, los del amor, han batido con fuerza indeleble el cabello ―el cuerpo, ¡y hasta el alma misma!― de la hierática e impertérrita dama. La han zarandeado. Y lo han hecho porque positivos o negativos, victoriosos o derrotados, vitoreados o enlodados, ángeles o demonios, los humanos, en mitad de la extrema pasión con la que forjan la historia, quizá con todavía mayor pasión, aman.