Fernando, como ya sabes, hemos estado trabajando desde hace un tiempo en el proyecto de investigación “Cultura e ideología en los años fundadores de la Revolución”, cuyo objetivo es mostrar las distintas posiciones del debate cultural e ideológico en los tres primeros años del proceso revolucionario. Como se ha dicho en otros estudios, la entrada de la intelectualidad cubana al ambiente ideológico que imponía la Revolución triunfante fue conflictiva, y existe una opinión de que esto se debió sobre todo al arraigado prejuicio anticomunista presente en la cultura heredada de la época anterior. ¿Cuál es su apreciación de este proceso entre 1959 y 1961?

La intelectualidad recibió el triunfo revolucionario con una inmensa alegría, como el país entero. Lo predominante fue el entusiasmo, el deseo de hacer lo que se esperaba de ella, el apoyo a las medidas y campañas revolucionarias, pero también aparecieron dificultades y contradicciones. En los primeros tiempos, a mi juicio, se debían más bien a las características del propio medio intelectual. En la medida en que la Revolución se fue profundizando, entre intelectuales y artistas también aparecieron actitudes, motivaciones, intereses e ideales en conflicto, pero no muy diferentes a lo que sucedía en el resto de la sociedad. En Cuba existía el prejuicio anticomunista, exacerbado por la ideología de “guerra fría”, pero su importancia se ha exagerado bastante. En 1959-1960 no era real la alternativa política de un comunismo de tipo soviético, porque este no había tenido influencia en la lucha ni en el triunfo. Fue en 1961 que esa opción ganó fuerza. Los grandes intereses perjudicados o en peligro, y la necesidad de ideología que tenía la contrarrevolución naciente, fueron los que echaron mano al calificativo de comunista. Como es natural, Estados Unidos se erigió pronto en el juez de si lo éramos o no. Por otra parte, cierto número de revolucionarios tenían ideas socialistas ajenas al comunismo tipo soviético. La importancia excesiva concedida al prejuicio anticomunista de 1959-1960 es producto de una reconstrucción ideologizada del pasado.

Prefiero buscar la conflictividad a partir de la relación que a mi juicio tenía el pensamiento con la Revolución triunfante. Me baso en dos cuestiones:

  1. La ineficacia, prácticamente, de todo el pensamiento cubano activo en aquel momento para enfrentar las nuevas necesidades del proceso social que se desencadenó de 1959 en adelante. Era completamente inadecuado.
  2. El gran desarrollo que tenía ese pensamiento. Es decir, resultó inadecuado, pero al mismo tiempo era muy abarcador e influyente.

“La importancia excesiva concedida al prejuicio anticomunista de 1959-1960 es producto de una reconstrucción ideologizada del pasado”.

He tratado de explicarme mejor en varios textos, desde que comencé a tratar de comprender el proceso histórico de las ideas cubanas. Entre los más recientes está la conferencia que leí en el ISA el 3 de julio de 2007, «Pensamiento social y política de la Revolución», publicada en mi libro El ejercicio de pensar.[1] Preciso allí cinco modalidades del pensamiento cubano de los años cuarenta-cincuenta; una de ellas se refería al liberalismo, que ha tenido en Cuba una historia rica, prolongada y compleja. Las imposiciones ideológicas de la URSS a los que militaban en su campo a partir de los años treinta —y su influencia en ámbitos más amplios— incluyeron la formación de un formidable malentendido respecto al liberalismo en América Latina, a mi juicio hijo de las necesidades que siguieron a la línea aprobada en el VII Congreso de la Internacional Comunista, en 1935. Abierta la política al oportunismo y la ideología al reformismo, la teoría marxista fue manipulada. Se practicaban y fomentaban creencias ambiguas: detestar al liberalismo, por burgués, y al mismo tiempo considerarlo positivo como parte de la evolución que nos tocaba recorrer a los “atrasados” —después nos llamaron “subdesarrollados”, etcétera— para “completar” el capitalismo. Una etapa liberal formaría así parte de la preparación para el socialismo. Las ideas, la historia, el presente y el futuro buscaban sus normas en Europa, y se desarrollaba un nuevo colonialismo mental, el “de izquierda”.

Las actitudes colonizadas han perjudicado profundamente al pensamiento en Cuba. Es realmente notable la producción de pensamiento liberal en el país durante el siglo XIX, antes de que comenzaran las revoluciones contra el colonialismo español, pero era un liberalismo que no inspiraba a una clase a ser nacional, que no aspiraba a crear un Estado independiente y soberano, y negaba a una masa enorme de personas —que tenían papeles centrales en el modo de producción y los servicios— su libertad personal y el derecho a ser ciudadanos. Este liberalismo, esclavista y que se sometía a la condición colonial, era más bien extranjero en la Isla, no tanto por la procedencia de sus doctrinas, debates e imágenes intelectuales como por su resistencia a involucrarse a fondo con los problemas fundamentales del país en que vivían sus pensadores. Las revoluciones que pelearon por la libertad, ensayaron construir una república, forjaron la nación, combatieron la esclavitud y crearon al cubano, tuvieron por consiguiente que ser ajenas al liberalismo de Cuba, aunque no dejaran de pensar con ayuda de sus ideas.

Después de 1880, la corriente principal del liberalismo en Cuba trató de sustentar una modernización política antirrevolucionaria del país, que lo mantuviera dentro del Estado español, y una modernización social conservadora que facilitara el imperio del dinero y las relaciones capitalistas y considerara personas inferiores a los no blancos. Tuvo que ser la Revolución del 95 la creadora de Cuba y de los cubanos. Ella aprovechó la ampliación de las prácticas políticas y la difusión de ciertas libertades individuales e ideas liberales del período previo, pero solo pudo arrastrar y conducir al país porque negó la esencia de ese período previo, y su mundo espiritual y de ideas se basó en la tradición de insurrección, república democrática e igualdad aportada por la Revolución entre 1868 y 1880, y en sus nuevas ideas revolucionarias, que eran más inclusivas de los componentes sociales del país y mucho más democráticas en lo político.

“Estudiar la diversidad y los logros y dificultades de las apropiaciones de Martí entre los años veinte y los cincuenta podría ayudarnos mucho a la comprensión general de la época”. 

Cuando dices que el liberalismo ha tenido en Cuba una historia rica, prolongada y compleja, ¿estás pensando también en las posturas martianas al respecto?

Al pensamiento de José Martí, el más avanzado de un cubano en aquella época, ha sido prácticamente imposible ponerle un apellido desde el punto de vista de las clasificaciones al uso de la historia de las ideas. Se ha dicho que Martí era un liberal, pero no veo cómo. Tendría que ser un liberal sumamente avanzado, tanto que no cabría en esa posición. Sin duda era un radical, pero esta es una calificación insuficiente para conocer su concepción, su posición política y su propuesta. Martí era inaceptable para el orden posrevolucionario de la primera república, en ese tiempo no se sabía qué hacer con él. Pero el desgaste manifiesto del sistema en la tercera década del siglo, la Revolución del 30 y la segunda república pusieron la conciencia social en un nuevo plano más desarrollado, y eso hizo factible la asunción política e ideológica de Martí. Estudiar la diversidad y los logros y dificultades de las apropiaciones de Martí entre los años veinte y los cincuenta podría ayudarnos mucho a la comprensión general de la época.

Esgrimido como inspiración por la nueva insurrección, durante la primera etapa de la Revolución en el poder —de 1959 al inicio de los años 70—, Martí fue asumido sin clasificarlo, como el padre del proyecto liberador. Estaba, al fin, en su casa. En la etapa siguiente, el predominio en la ideología del socialismo de origen soviético dificultó la comprensión de Martí, por el carácter tan subversivo de su concepción anticolonial y antineocolonial y su crítica de la modernidad, y por el alcance excepcional de su propuesta de liberación. Algunos creyeron resolver el problema presentándolo prácticamente como un marxista, quizás inconsciente de serlo. Ese dictamen teleológico pretendía legitimar al prócer cubano midiéndolo por los cánones de la Europa moderna: un marxismo deformado y dogmático decretaba que Martí fue tan avanzado que atravesó el dintel del futuro que ellos decían representar. Otros —siempre la ambigüedad— intentaron colocarlo en una casilla de la clasificación de los pensadores rusos: Martí sería un “demócrata revolucionario”. Ese “premio de consolación” lo equiparaba con Herzen, Chernichevski y Bielinski, aquellos buenos compañeros absueltos por la Historia, pero no comparables a Lenin. Imagínate, si Martí, que es el centro espiritual, moral y de pensamiento para los cubanos, confrontó tantos problemas, ¿cómo no los iban a confrontar los demás?

Pienso que esta ambigüedad se relaciona con el lastre que ha dejado en nuestra conciencia el colonialismo…

Por supuesto. De paso insisto en el daño profundo que nos ha hecho, hasta hoy, la incapacidad de salir de las prisiones mentales del colonizado. La colonización mental sirve sobre todo a la dominación mundial del capitalismo, pero dada la importancia del socialismo en Cuba y su primacía en el último medio siglo, la colonización mental “de izquierda” ha sido y es muy perjudicial, porque disfraza las subordinaciones, impide o dificulta las creaciones indispensables para la vida del socialismo cubano y facilita las actitudes ideológicas y culturales de retorno a la dominación capitalista.

El liberalismo fue funcional a las necesidades ideológicas de la primera república burguesa neocolonial, pero después de la Revolución del 30 resultó insuficiente para la reformulación de la hegemonía de la dominación. Los restablecimientos del orden después de las revoluciones exigen bases nuevas o renovadas. El primer orden republicano registró una incongruencia crónica entre la economía y las dimensiones política e ideológica de la formación social. La segunda república vivió esa incongruencia a un grado que, a mi juicio, es imprescindible tener muy en cuenta para explicarnos la Revolución que triunfó en 1959. El liberalismo continuó, incluso registró algunos nuevos logros, pero perdió mucho terreno frente a ideas y prácticas avanzadas de democracia, a las que he llamado democratismo.

La segunda república se basó en una institucionalidad realmente muy avanzada dentro del dominio del capitalismo neocolonial, un sistema político electoral muy dinámico, organizado y democrático, organizaciones sindicales y sociales muy extendidas y muy activas, una libertad de expresión notable y un Estado con mayor presencia y funciones respecto a las relaciones y los conflictos sociales, y respecto al funcionamiento de la economía. Ordenamiento legal, decretos, instituciones para el control de producción y de comercialización, laudos e instancias políticas para dirimir conflictos entre patronos y trabajadores, entre otros, eran los instrumentos de este nuevo orden republicano que llevó a las mayorías a creer posible la solución de los grandes males de la nación mediante la movilización y la actuación cívicas dentro de los cauces legales y las instituciones vigentes.

“La segunda república se basó en una institucionalidad realmente muy avanzada dentro del capitalismo neocolonial, un sistema político electoral muy dinámico, organizado y democrático, organizaciones sindicales y sociales muy extendidas y muy activas”. Foto: Tomada de Izquierda Diario

Como ideología política, el democratismo desempeñó un papel mucho más importante que el liberalismo. Este intentó recuperar terreno electoral con la candidatura de Ricardo Núñez Portuondo en 1948 y con Fulgencio Batista, ahora senador y jefe de partido. La coalición que respaldó a Núñez era francamente un residuo del pasado. Batista había sido el primer joven que ejerció poder a partir de 1934, pero como jefe de la contrarrevolución, y después consolidó una gran fama como dictador, ladrón y asesino. Su origen tan popular, que le había valido rechazos al inicio, resultaba totalmente aceptable en la segunda república, pero Batista era insalvable como líder político en aquel medio democrático en que los gobiernos auténticos y la ortodoxia competían por el perfeccionamiento del orden institucional. Por eso la única acción política efectiva que pudo llevar a cabo Batista fue dar un golpe de Estado y apropiarse del poder, es decir, la negación completa del sistema político vigente.

Tus estudios sobre la Revolución del 30 son muy apreciados por los investigadores del pensamiento cubano en la República. Nos gustaría te refirieras a su impronta y dieras tu opinión acerca de la renovación del pensamiento revolucionario cubano en las décadas anteriores a 1959. ¿Cómo caracterizar el mundo ideológico cubano entre 1945-1955? Es algo fundamental para nuestra investigación.

Durante la Revolución del 30 y la segunda república se desarrolló mucho el pensamiento revolucionario, que abordó la crítica de la república, los problemas de revolución y contrarrevolución en el siglo XX, las luchas de clases, la justicia social y el socialismo, el antimperialismo contra el neocolonialismo norteamericano, las comprensiones generales de la formación social y sus aspectos económicos, políticos e ideológicos, la construcción democrática de un nuevo orden republicano, el nuevo carácter del Estado, cómo cambiar el país desde el nuevo sistema, para referirme solo a las cuestiones principales. Por razones que harían aún más larga mi respuesta, no se le ha dado la importancia que tiene a esta gran acumulación cultural, ligada a las prácticas de un medio político de extraordinario dinamismo, hija de la urgencia o la meditación, de las victorias y las derrotas, de los prejuicios y la creatividad. Cuando el nuevo orden se rehízo y se consensuó, aquel pensamiento revolucionario se había arraigado en Cuba y no se sintió olvidado ni derrotado definitivamente. Se debería analizar e historiar su presencia entre la Revolución del 30 y 1959-1960.

El antimperialismo es un buen ejemplo. El cultural americano, más ligado a la lengua española y no exento de cierto aire antimoderno, estaba siendo superado desde los años veinte por las denuncias del imperialismo económico y agresivo de Estados Unidos emprendida por una pléyade de activistas sociales y políticos, y por investigadores, de los cuales quiero recordar a Scott Nearing, con su Nuestra colonia de Cuba. El “gran garrote” norteamericano golpeaba por todo el Gran Caribe y Centroamérica desde 1898, mediante agresiones y ocupaciones militares, miles de asesinatos, atropello de soberanías, imposición de gobiernos títeres, todo al servicio de la explotación económica y el saqueo de los recursos naturales. El repudio al imperialismo asumió muchas veces formas de resistencia armada, como en el caso de Charlemagne Peralte en Haití, y llegó a la dimensión de una gran guerra popular en la Nicaragua de 1927-1933, bajo la dirección de Sandino. Pero en Cuba, donde la concepción martiana había explicado el imperialismo y había puesto la lucha contra él como una parte esencial de la proyección de la más grande revolución de su época en la región, Estados Unidos ejercía el neocolonialismo de una manera más compleja y avanzada, y durante tres décadas no hubo base para desarrollar el antimperialismo.

Cuba entró por tercera vez en revolución. Cuando sobrevino la crisis de la tiranía machadista, Estados Unidos intervino abiertamente para impedir que triunfara la revolución, pero sin utilizar su fuerza militar. En el verano de 1933, el antinjerencismo fue el parteaguas de la oposición al Machadato: los revolucionarios se enfrentaron al imperialismo, los otros se plegaron a él. Un rasgo principal de la coyuntura de crisis revolucionaria profunda —de agosto de 1933 a enero de 1934— fue el carácter masivo del antimperialismo. Algún día empezaremos a conmemorar aquel mes de septiembre en que cientos de miles de cubanos se manifestaron en las calles contra el imperialismo yanqui.

La revolución terminó en 1935. (…) el antimperialismo retrocedió; todos los factores políticos convinieron en eso (…) El régimen del coronel Batista continuó subordinado al imperialismo, pero en los términos menos ofensivos del “Nuevo Trato”. Foto: Tomada de Cubadebate

La revolución terminó en 1935. Poco tiempo después, el antimperialismo retrocedió; todos los factores políticos convinieron en eso, aunque unos lo hicieran con agrado y otros se vieran forzados a hacerlo. El régimen del coronel Batista continuó subordinado al imperialismo, pero en los términos menos ofensivos del “Nuevo Trato”. Su mayor enemigo en 1934-1935, el guiterismo, se desintegró. El Partido Comunista se sometió a los nuevos dictados de la Internacional, la línea llamada de frentes populares antifascistas. Para esa nueva orientación, el frente popular en Cuba no debía ser necesariamente contra el imperialismo y contra Batista, sino “contra el fascismo”. Si Roosevelt y su esposa resultaban democráticos y antifascistas, y el mundo se encaminaba a una guerra gigantesca, no había por qué ser antimperialista, sino antifascista. Y se podía establecer un “frente” con Batista. El joven dictador supo beneficiarse: pasó de la represión abierta a la política electoral, se mantuvo al frente del poder durante la elaboración del régimen posrevolucionario y jugó un poco con los símbolos del progreso social. Por su grave error, el Partido Comunista, que era la única organización revolucionaria sobreviviente, se privó a sí mismo de ser el heredero de la Revolución del 30 y de todos sus luchadores, desde Trejo hasta Guiteras.

La Guerra de España fue el último baluarte del espíritu revolucionario del 30. No puedo hablar aquí de sus variadas aristas y significaciones para Cuba. Solo hago entonces una pregunta: ¿por qué más de mil cubanos fueron a pelear a España? Pero cuando terminó la guerra civil, en 1939, Cuba se había alejado de su situación de 1936, año del inicio de esa contienda. Y enseguida comenzó la Segunda Guerra Mundial, que pronto puso las cosas en otro terreno para todo el planeta. El gran enfrentamiento era entre los poderes fascistas y el resto del mundo, es decir, la URSS, los revolucionarios, todos los que defendían sus patrias y los Estados burgueses que no eran fascistas. Cuba militó en el campo de los Aliados, como los demás países latinoamericanos. La ideología fascista careció de importancia en Cuba. El antimperialismo prácticamente no tuvo espacio en esos años.

El mundo ideológico cubano entre 1945-1955 solo puede comprenderse a partir de las realidades nacionales de hechos e ideas, por muy importantes que sean los condicionamientos internacionales. Así sucede en todas las sociedades que han desarrollado su vida propia. El neocolonialismo seguía plenamente vigente, pero la conciencia social había ganado cuatro grandes batallas: autoconfianza del cubano en su total capacidad para gobernarse, sin tutela alguna; generalización de la identificación del dominio norteamericano sobre Cuba; muy ricas prácticas recientes de resistencia y de lucha; e integración de la liberación nacional del yugo neocolonial como parte de proyectos cubanos y de estrategias políticas. La dominación se vio obligada a tener muy en cuenta esas realidades para lograr plasmar su nueva hegemonía. El antimperialismo, junto a otros logros de la Revolución del 30, permaneció latente en la sociedad cubana. Esa acumulación cultural, neutralizada, manipulada, silenciada o postergada por la dominación, fue una función de su hegemonía extraordinariamente compleja, una garantía de su eficiencia, pero al mismo tiempo un punto de partida sumamente peligroso para el capitalismo neocolonial cubano si estallaba una nueva revolución.

¿Qué papel jugó en este contexto la Ortodoxia?

El punto más alto de conciencia y movilización políticas populares de ese período fue la llamada Ortodoxia, impulsadas por su líder Eduardo Chibás y el partido político que fundó. La Ortodoxia promovió el democratismo a un alto grado, apeló a las fuentes radicales de pensamiento de la Revolución del 30 y se presentó como el vehículo cívico idóneo para adecentar la vida pública y realizar transformaciones que beneficiaran al pueblo. El grito final de Chibás en agosto de 1951, antes de hacerse el disparo que resultó fatal, sintetiza esa posición y queda como un símbolo: “Pueblo de Cuba, por la independencia económica, la libertad política y la justicia social, este es mi último aldabonazo”. Cuatro años después, el Manifiesto número uno del Movimiento 26 de Julio dice: “¿Qué es el 26 de Julio? es la ortodoxia sin latifundistas, sin politiqueros, es la ortodoxia sin especuladores, es decir, es la revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes”. El proyecto revolucionario de los moncadistas de 1955 y 1956 parece ser completar la Revolución del 30, y su apelación a la violencia pudiera deberse a que el golpe militar y la dictadura batistiana habían cerrado la posibilidad de lograr los cambios necesarios mediante la movilización cívica y los procesos electorales. Solo las prácticas demostraron que la revolución necesaria no cabía dentro del sistema del capitalismo neocolonial y estaría obligada a barrerlo.

“El punto más alto de conciencia y movilización políticas populares de ese período fue la Ortodoxia, impulsadas por su líder Eduardo Chibás y el partido político que fundó”. Foto: Tomada de Contraloría General de la República

Lo fundamental, a mi juicio, es que después de 1936 todas las fuerzas políticas abandonaron la idea de la revolución. La propuesta del movimiento que inició sus acciones con el asalto al Moncada parecía alocada e inaceptable. Su impacto real inmediato fue muy pequeño. Tres meses después, Fidel escribe una dramática comunicación desde su celda, que empieza así: “Con la sangre de mis hermanos muertos escribo esta carta”. Todas las fuerzas políticas cubanas le han dado la espalda, pero él escribe: “Las masas están listas, solo necesitan que se les muestre el camino verdadero”. Si esa carta se hubiera hecho pública entonces, lo normal habría sido pensar: lo que dice este hombre es falso, es una ilusión. ¿Y por qué se volvió una realidad en solo cinco años? Parecía falso y se volvió real en cinco años. No se puede comentar simplemente que Fidel tenía razón. No debemos ocultar más la falta de análisis de aquellas realidades con marbetes como el del anticomunismo reinante, o la guerra fría, que supuestamente influía tanto al pueblo de Cuba que lo había vuelto infantil frente al imperialismo. Es necesario estudiar las realidades y establecer las verdades.

¡Y de esta forma se llega al triunfo del 59! Es innegable que la herencia del pensamiento revolucionario cubano había jugado al fin y al cabo su papel.

El verdadero problema de 1959 es que el pensamiento vigente en aquel momento no estaba a la altura de lo que sucedió. Pero los triunfadores del 59 no eran un grupo de marcianos, todos habían consumido o habían sido influidos por aquel pensamiento, y tuvieron que aprender a actuar y pensar como revolucionarios. Al contarme la primera parte de su vida uno de ellos, Manuel Piñeiro Losada, me explicaba que él se consideraba miembro de la Juventud Ortodoxa, aunque nunca fue a inscribirse, y pensaba que todo joven que fuera como él también pertenecía a esa Juventud. Sus padres tenían buena posición económica, y por temor a que fuera a correr peligro lo mandaron a estudiar a la Universidad de Columbia. Allá se hizo amigo de un hindú comunista que era traductor en la ONU (Organización de Naciones Unidas). Él lo integró a un círculo de estudio que hacía sobre el Manifiesto Comunista. “Me encantó el Manifiesto”, me comentó. Lorna Burdsall me contó que Manuel escribió dos trabajos de curso sobre temas que él escogió: uno era sobre el uso de la violencia en los programas de televisión y el otro era sobre la idea de socialismo. De regreso a Cuba, Piñeiro se unió de inmediato al Movimiento 26 de Julio, fue rebelde en la Sierra Maestra, fundador del Segundo Frente Oriental y comandante del Ejército Rebelde.

Los revolucionarios que hicieron la insurrección pensaron mucho, tuvieron que pensar las cosas complejas y ser originales. Recuerda que los hermanos Sergio y Luis Saíz Montes de Oca, dos jovencitos combatientes de un pequeño pueblo “del interior”, escribieron en julio de 1957 un programa de gobierno para la revolución muy bien pensado y detallado, basado en un socialismo democrático, opuesto al capitalismo y ajeno al estalinismo. O revisa el número especial de Lunes de Revolución por el primer aniversario del Moncada después del triunfo. Allí aparece un artículo de Euclides Vázquez Candela, el subdirector de Revolución, que se llama “El Movimiento 26 de Julio”. Es un texto socialista desde el principio hasta el final, escrito por el subdirector del diario Revolución, el órgano del 26 de Julio, que ha sido, por cierto, sometido al olvido.

En 1960 Jean Paul Sartre se pregunta: “¿Una revolución sin ideología?”. Por lo que dice en Huracán sobre el azúcar, creo que él tenía su respuesta: “Estos muchachos maravillosos van a encontrar que la única ideología idónea es el socialismo». De regreso en Francia, unos jóvenes le preguntan cómo darles sentido a sus vidas, y el líder moral les responde: “Sean cubanos”. Es decir, compórtense como los cubanos. Tres semanas después de la partida de Sartre y Simone de Beauvoir, el Che le escribe a Ernesto Sábato: “esta revolución es así porque caminó mucho más rápido que su ideología anterior (…) estamos ahora hablando un lenguaje que es también nuevo, porque seguimos caminando mucho más rápido que lo que podemos pensar y estructurar nuestro pensamiento…”. No hay que confundirse con la forma que utiliza el Che para dirigirse a un escritor tan famoso, y que por cierto le explicita al final de la carta, con humildad ejemplar. Porque el Comandante Guevara es el Director de Cultura del Ejército Rebelde y tiene formación intelectual. En marzo de 1959 publica una cartilla de cuestiones ideológicas para los combatientes, y en septiembre el Manual de capacitación cívica, un libro grueso escrito por diecisiete autores destinado a la formación ideológica de los revolucionarios, a ofrecerles herramientas para pensar la revolución que están haciendo. La CTC-R sacó una segunda edición en 1960; después, este libro ha sido totalmente olvidado.

Frente al nuevo mundo que levantaban en Cuba los hechos y las ideas de la revolución, el pensamiento también tenía que revolucionarse.

El antimperialismo insurgió por todas partes desde 1959, enseguida se volvió masivo y ocupó un lugar central en los sentimientos, las motivaciones, la decisión de luchar y la explicación de lo político. Fue el núcleo básico de la ideología revolucionaria durante las jornadas colosales de aquellos primeros años del poder popular revolucionario, pero ahora la reivindicación y la defensa de Cuba frente a Estados Unidos estuvo ligada a muerte con la justicia social: era un antimperialismo anticapitalista y socialista. ¿Cómo explicar que un pueblo “anticomunista” y totalmente embaucado por la “guerra fría” cambiara tanto de la noche a la mañana? Es cierto que la Revolución fue una conmoción excepcional, pero el pueblo que la protagonizó no era un recipiente vacío.

El Che le escribe a Ernesto Sábato: “esta revolución es así porque caminó mucho más rápido que su ideología anterior (…) estamos ahora hablando un lenguaje que es también nuevo, porque seguimos caminando mucho más rápido que lo que podemos pensar y estructurar nuestro pensamiento”.

En enero de 1960 se celebró el XIII Congreso Anual de Historiadores. Se hacían desde 1943, organizados por Emilio Roig de Leuchsenring, Historiador de la ciudad de La Habana desde 1935, antimperialista de toda la vida y autor de una vasta obra de investigación y denuncia. En su primer Congreso, los historiadores acordaron una Resolución, Cuba no debe su independencia a los Estados Unidos. Veinte años después todos leímos aquel folleto, pero piensa que lo emitieron en 1943, en plena guerra, cuando la consigna central era “Las Américas unidas, unidas vencerán”, y los niños cantaban América inmortal en las escuelas. Si no manejamos las verdades, habría que preguntarse: ¿esos historiadores cubanos serían pro nazis? El Congreso de 1960 fue en Matanzas, en medio de un gran entusiasmo revolucionario y de figuras de verde olivo, con el coauspicio del INRA. Por cierto, fue el último. Emilio Roig murió pocos años después. La Oficina del Historiador de la Ciudad —y la memoria de Roig— han sido rescatadas en las últimas décadas por Eusebio Leal, animador y máximo ejecutor de una obra formidable a favor de La Habana que todo nuestro pueblo conoce.


* Entrevista a Fernando Martínez Heredia. Tomado de Mely González Aróstegui (2020). Cuba: cultura e ideología. Dilemas y controversias entre 1959 y 1961 (pp. 81-132). Editorial filosofi@.cu

Notas:

[1] Ruth Casa Editorial / Instituto Cubano de Investigación Cultural Juan Marinello, La Habana, 2008.

1