De Duchamp a esta parte

Jorge Ángel Hernández
21/11/2020

De Duchamp a esta parte, cualquier objeto puede convertirse en arte y, cualquier gesto intencional que asuma ese ropaje, sale a conquistar la aceptación. De este fenómeno, la Historia conserva ejemplos a tener en cuenta, que parecen muchos en la lista pero que son pocos, estadísticamente, si sumamos las toneladas de superchería que se hacen pólipos de las nuevas esencias de la conceptualización. Y son supercherías porque los modos del juicio de valor no se han marchado, sino que han transformado sus normas de relatividad y, sobre todo, su relevancia en la aprehensión. Al renovarse, los cánones estéticos reviven, pues forman parte del análisis subjetivo de la comprensión humana.

La objetualización, por tanto, no es inválida en sí, aunque sí se invalide con el roce de un pétalo. La objetualización —de las figuras y cuerpos performáticos—, con destino artístico previamente declarado, es efímera por naturaleza, no solo por lo perecedero de ese objeto, o esa persona, sino por el nivel de sentido en que se expresa. Por requisito, depende de una narrativa precisa, local y localista, que surja y se realice al margen de cualquier proposición yuxtapuesta. Si no hay acuerdo total, desaparece.

“Un artista que no lo es, pero que se declara como tal, viola los códigos legales
de la sociedad en que vive para suplantar su carencia de talento, o de propuestas de valor, siquiera efímero (…)
¿Admite algún código legal que el delincuente es inmune a la ley por ser o declararse artista?”.
Imagen: Internet.
 

Todo este recular en la historia del conocimiento del arte, para esforzarme en entender cómo hay quien puede asumir una superchería efímera como un acto de artística libertad de expresión. Hay un sofisma dogmático detrás de todo eso, ya que sus fieros defensores desconocen el criterio ajeno y niegan toda posibilidad a la visión alternativa, u opuesta. Con la argumentación de libertad de expresión y de derecho, se suplanta la idea de libertad humana y de derecho ciudadano, ambos pilares de la democracia moderna, dicho sea de paso.

Sobre esas bases sofísticas aparece una especie de zombi putrefacto a manera de Misiva abierta que respalda el gesto que ha usurpado el arte por el mercenarismo. Si bien desde la perspectiva artística, o del derecho, nada tiene que dar, sí lo va a hacer desde la propaganda y desde el postargumento de guerra cultural. Un artista que no lo es, pero que se declara como tal, viola los códigos legales de la sociedad en que vive para suplantar su carencia de talento, o de propuestas de valor, siquiera efímero. El delinquir se objetualiza como arte y se da de contrabando, con un cinismo abierto y sin llamado a comprensión. ¿Admite algún código legal que el delincuente es inmune a la ley por ser o declararse artista? Así parece ser en este caso.

Con este tramo ganado, el discurso se transforma, deformando la esencia y colocando el patrón más repetido en el espectro político y, vaya curiosidad, más repudiado por la propia tradición del arte. No es, por tanto, el arte lo que se define, o se defiende, aunque el discurso se disfrace de eso todo el tiempo; sino el ataque político ideológico, que no escatima en golpes bajos. Para ello, se hace necesario suplantar la ley por la opinión efímera, objetualizada, que se emite de ella.

Luego del manejo ejemplar de la pandemia en Cuba, hay pocos tópicos a mano. Como el postargumento ha carenado sin la menor contemplación en los últimos tiempos de la mano de Trump quien, por no respetar, ni a sí mismo se respeta; la decisión es volver a esos viejos fracasos, tan efímeros que pueden ser representados como nuevos. Están apolillados, no obstante, porque las discusiones, debates y respuestas al llamado de esos “incomprendidos” se hizo. Fui testigo de uno donde demostraron claramente su intolerancia y su totalitarismo. No reclamaban diálogo, sino sumisión institucional e inobservancia de las leyes. Eran exigua minoría y se comportaban, en cambio, como la totalidad de la opinión. La norma prometida, relativa al Decreto 349, se debatió con miles de artistas y se publicó en La Jiribilla, un dossier completo sobre el mencionado decreto, con puntos claros y precisos. Han fingido ignorarlo para volver al cadáver putrefacto, como si el tiempo transcurrido fuese ese lapso de cien años de la Bella Durmiente, y todo en la Corte siguiera como antes. Gestos efímeros y hueros que de arte se disfrazan; y delincuencia común que de política pretende disfrazarse.

¿Qué buscan, en el fondo, los artistas que lo son, en ese estercolero?