De Eloísa a Hannah Arendt: el amor trasuda en letras

Rafael de Águila
7/6/2019

“La última noche soñé contigo…nos fusionábamos uno al otro. Yo era tú, tú eras yo”.

Carta de Franz Kafka a Milena Jesenká. Cartas a Milena.

 

El amor mueve mundos. Mueve seres. Los engendra. Los alza. Los hunde. A la Literatura, a las letras, la ha movido desde el inicio de los tiempos. La historia de la Literatura es, de algún modo, la historia del amor. Cabría preguntarse cuántas de las grandes obras literarias no tienen su eje, su axis mundi, en el amor. Me aventuro a decir que una buena parte, sino la mayoría. No me extenderé acerca de qué es el amor, ello puede ser, y ha sido, objeto de innumerables monografías que, a pesar de extensas y prolijas, no han tenido, y es de suponer no tendrán jamás, cierre conclusivo. El amor es, ha sido, y de seguro continuará siendo, un gnomo mágico, elusivo, misterioso, travieso y… para mayor pavor, tristemente parcelado por ese otro gnomo, feraz e inevitable, que es el tiempo. Llevados y traídos, sobre nuestros pies o de rodillas, a lomo de felicidad mayúscula o de tristeza total el amor ha hecho a los humanos transmutar todo ello a letras, no importa el idioma, símbolos que gritan cuanto se siente y se adora y se sufre. No solo se han escrito novelas, poemas o cuentos. El amor ha llevado a los humanos, a millones y millones de humanos, en todos los tiempos, todos los sitios, con mayor o menor arte, mayor o menor sentimiento, a escribir… cartas. Sí, cartas. Esos trozos de un cuerpo, esa porción de cuanto somos, de cuanto deseamos, queremos, anhelamos, lloramos, reímos, sublimación de esos instantes en los que se está de rodillas o elevado sobre la tierra, esos trozos que —sinceros hasta el hartazgo, hasta ese veraz recodo en que a migajas se relega el orgullo— se envía a otro. Al ser que se ama. Precisamente a él. Todos hemos escrito cartas de amor. Todos. Malos o buenos. Ricos o pobres. Cultos o no cultos. Viejos o jóvenes. Antiguos o postmodernos. Divinos o vulgares. Desde el inicio mismo de los tiempos todos hemos escrito cartas de amor. Sobre arcilla, piedra, madera, pergamino, papiro, papel, ahora desde la virtualidad del ciberespacio: Facebook, twitter, e-mails, sms. No importa el medio, pudiera decirse negándose al fin el extraño apotegma de Mc Luhan, lo que importa, lo que trasciende, lo que interesa, y esto en el amor es maravillosamente cierto, es el mensaje.

Desde el inicio mismo de los tiempos todos hemos escrito cartas de amor. Foto: Internet
 

Pedro Abelardo vivió entre 1079 y 1142. Nació y vivió en lo que hoy se reconoce como Francia, en el siglo XII, la época que vio entronizarse ese modo de sentir y amar que fue el Amor Cortés. Abelardo fue un sabio, como se solía llamar en aquel tiempo a hombres de formidable enjundia intelectual. Un filósofo. Un genio de la lógica. Fue Magister en la hoy fatalmente “techidestruida” Notre Dame. Era, además, músico. Treinta y seis años tenía Abelardo cuando Fulberto, canónico de la Catedral de París, le encomendó la educación de Eloísa, sobrina de Fulberto, chiquilla de 17, de la que no consta hoy siquiera el apellido. Concordemos que con el nombre basta: Eloísa. De hecho, deberíamos haber comenzado diciendo: Eloísa vivió entre 1101 y 1164: porque en esta historia la escritora fue ella. Lamartine sostiene que era una chica alta, de frente amplia, ojos grandes y azules, rostro ovalado. “He ahí que mi sobrina demanda ser ilustrada en Filosofía”, pudo haber dicho a Abelardo el tal Fulberto. Mas… no fue precisamente la Filosofía lo que unió a los dos seres: …”primero nos reunió el mismo techo, luego el corazón. Con el pretexto de estudiar, nos dedicábamos al amor”, confesó Abelardo a un amigo. Desde 1115 a 1119 la relación quedó oculta. El amor supone, desde luego, el sexo, el himeneo, la copula, y desde esa humana y muy divina desazón se llega a otro milagro, esta vez biológico: la concepción.

En 1119 Eloísa queda bellamente embarazada. Abelardo huyó entonces con Eloísa, celebraron en secreto nupcias. Nunca, sin embargo, las ha tenido fácil el amor: el mencionado Fulberto persigue con denodada saña a los amantes, unos villanos logran ¡castrar a Abelardo!; Eloísa se refugia en un monasterio. La historia, así narrada, dramática como cabe esperar del Medioevo, abre paso a las cartas: Abelardo se hace monje, Eloísa monja, y he ahí que la muchacha, aterida de dolor y santificada por el amor, comienza, a sus 21 años, a… ¡escribir cartas! Cartas a Abelardo. Así se conoce hoy al volumen que recoge las misivas que, hasta el fallecimiento del desdichado Abelardo, en 1142, escribiera la también muy desdichada Eloísa: “…sabes amado mío — y todos saben también— lo mucho que he perdido al perderte a ti. Y cómo la mala fortuna —valiéndose de la mayor y por todos conocida traición— me robó mi mismo ser al hurtarme de ti”. Abelardo escribe a Eloísa, mas sus cartas, en puridad, no son cartas de amor: son las letras que un hermano de religión destina a su hermana de religión. Ella, no obstante, con pasión que en modo alguno mitigan los años, escribe: “Dios me es testigo de que, si Augusto, emperador del mundo entero, quisiera honrarme con el matrimonio y me diera la posesión de por vida de toda la tierra, sería para mí más honroso y preferiría ser llamada tu ramera, que su emperatriz.” Prostituta prefiere ser, no emperatriz, prostituta pero de Abelardo. No se vuelven a ver. No se vuelven a tocar. Ella le escribiría toda la vida. No son solo dos amantes que se escriben, son dos seres brillantes, cultos, pensantes, les anega, especialmente a ella, la desgracia que desde la imposibilidad de amar llegara, pero en tanto el saber anida y se agita en ellos las cartas bullen de teología, poesía, historia, filosofía, Cicerón, San Agustín, Séneca, Aristóteles, Ovidio, Horacio. Son cartas que mueven y conmueven, y si léxico y sintaxis se nos antojan antiguos… sentir y desear nos deslumbran como muy modernos. Alguien tuvo en 1813 la muy feliz idea de unir los restos de ambos en una misma tumba, desde entonces aquello que fue Abelardo y resta de él yace a un lado de aquello que fue y resta de Eloísa, ahí están ambos, en el parisino Cementerio de Père-Lachaise, huesiabrazados, si huesos halláramos hoy de ambos, y si polvo, pues de seguro será enamorado, como un día lo llamó un poeta. Se dice que la tumba siempre tiene flores frescas. Desde entonces, y por más de doscientos años, se solazan en la muerte los despojos de aquellos que en vida solo pudieron solazarse cuatro años. Las cartas de Eloísa, sin embargo, están ahí. Ella hizo la labor primera. Cierto que millones lo hicieron antes. La historia no los recuerda, sin embargo. Eloísa los resume, los alza, los representa, los lleva a todos en su perdurable nombre.

Pedro Abelardo y Eloísa. Foto: 20 listas
 

Franz Kafka quizá sea el escritor que mejor tradujo el absurdo del siglo XX. Quién sabe si aún el no menor absurdo del XXI. Escribió cuentos y relatos inmortales, tres novelas, inconclusas, dos imperecederas, especialmente la última, aforismos, diarios y… miles de cartas. ¡Miles! Me aventuro a sostener que tal vez Franz Kafka sea el escritor que más cartas escribiera. Al menos, uno de los más prolíficos en el género epistolar. Kafka escribió a sus amigos. Escribió una carta ¡vastísima!, de cien folios, al padre, una de las cartas más famosas de la historia de la literatura. Carta que este nunca leyó. Pero, esencialmente, escribió a las mujeres que amó. Digamos mejor: a las mujeres que lo amaron. Felice Bauer, Grete Bloch, Julie Wohricek, Milena Jesenká, Dora Dimant. Felice Bauer y Milena Jesenká fueron las —seguramente atribuladas— destinatarias del 99 % de esas cartas. Tan solo a ellas escribió más de 2000 folios.

Entre 1912 y 1917 escribe a Felice. Le propone matrimonio y… le escribe una carta: ¡cuarenta folios! En 1912, poco antes de conocerla, Kafka, en carta a su amigo Max Brod, sostuvo: “…si a las muchachas se las pudiera atar con las letras”. Un observador no avisado podría concluir que eso parece intentar con semejante jauría de misivas. Mas, si tal observador leyera esos folios quedaría asombrado. Kafka, por instantes —y no son pocos— más bien parece intentar alejarlas. Esta “relación epistolar”, pues, de hecho, así podría calificarse la relación del checo con estas mujeres, las lleva a aguardar años, soportar —estoicamente— rupturas y desplantes, vastos desconciertos, enormes contradicciones, a anhelar y solicitar, repetidamente, encuentros personales a los que el escritor responderá con confusas negativas o acumulando innumerables y no menos confusos obstáculos. Las cartas que Kafka enviara a dos de estas muchachas conforman intensos volúmenes epistolares: Cartas a Felice, publicadas en 1968, ¡asciende a la abrumadora cifra de 750 páginas!; el otro volumen, el más famoso, Cartas a Milena, se cita entre la correspondencia de amor más célebre de toda la historia. En la edición de Alianza Editorial, de octubre del 2015, alcanza las 384 páginas. Un lector convencional pudiera preguntarse: ¿de amor?, y tras la lectura, enfebrecida y desconcertante, concluir: pues… ¡algunas no lo parecen! Conoce a Felice en 1912 para los siguientes siete meses, siete meses en los que la pareja no se ve, escribirle, ¡cada noche!, una, y no pocas veces, ¡dos cartas! Tras escribir a Felice concibe la muy famosa y archiconocida Metamorfosis.

Elías Canetti, que ha estudiado todo este embrollo prolijamente, sostiene que: “…las cartas llegan al exhibicionismo de una impotencia espiritual” No le falta razón. No son las cartas de alguien que desea enamorar y seducir, son las de alguien que desea alejar y desencantar: “…estoy perdido para las relaciones humanas”, confiesa letras mediante a Felice. Y después: “…no te hagas ilusiones, no podrías vivir ni dos días a mi lado, eres una muchacha y querrías a tu lado a un hombre, no a un blando gusano que se arrastra por el suelo.” Jamás alguien ha escrito semejante parrafada a su enamorada.

El 14 de enero de 1913, cuando la muchacha le habla de vivir juntos, el checo, rotundo, responde: “Para escribir debo de estar solo”. Y después: “Cerrar puertas y ventanas al mundo exterior es el comienzo de la realidad de una hermosa existencia.” Pobre del lector y su desconcierto y compadezcámonos hoy, sobre todo, de la muy infeliz lectora. Felice, trastornada, necesitada de eso que a todo amante mantiene vivo —la visión de futuro común—. Quiere saber cuáles son los planes de Franz, que le exponga el futuro que avizora para ambos: “¿qué perspectivas tienes?” Esa misma noche Kafka se esmera con un categórico: “no tengo plan, no tengo perspectiva”. Se trata de una muy rara modalidad de sadomasoquismo gráfico: son cartas que habrían logrado desanimar al destinatario más apasionado. Felice, en cambio, resiste años. “Escribir es colocar la bandera de Robinson en el punto más alto de la isla”, confesaría en su diario. ¿Es Kafka un náufrago que anhela ser salvado o sencillamente pretende que el salvador quede lejos, a la espera, anhelante, desconcertado, trastornado, para entonces respirar profundo y… comenzar a enviarle cartas? La magnitud y la esencia misma de esa correspondencia genera el mayor de los asombros. Un enorme caudal del tiempo de su corta vida lo invierte este genial escritor en escribir cartas. Y en la absurda apoteosis de esas cartas las mujeres, según parece, todas ellas, llegaron a amarlo, también apoteósicamente. Poco contacto tiene el escritor con cada una. Poco lo ven ellas. A Milena la conoce en Merán, a finales de marzo o inicios de abril de 1920, le escribirá por dos años. Con la “industriosa Milena”, la “madre Milena”, como él mismo, pese a los escasos 24 años de la muchacha la llamara. Median con ella, sin embargo, tan solo tres encuentros que, bien sumados, no exceden los siete días. “Milena es fuego puro”, escribe a Brod. Y también: “De acuerdo con mi fuerza vital no tengo probabilidad alguna de adaptarme a ella”. A la misma Milena, que en carta le desarma al estar segura de haber presenciado el inconfundible entusiasmo del escritor al verla, le escribe: “…te equivocas, aquello que tu creías entusiasmo no era sino castañeo de dientes”. Antes, sin embargo, romántico como pocos, ha escrito a la bella muchacha: “El día es tan corto. Transcurre y termina con usted y fuera de usted sólo hay unas pocas nimiedades”. Y también: “Amo la existencia que me otorgas”. Milena escribirá en el obituario del checo inmortal: “…tímido, retraído, suave y amable, visionario, demasiado sabio para vivir, demasiado débil para luchar… Los besos que se envían por carta se los beben los fantasmas”, escribió Kafka en su diario. Pocos meses de vida animan al autor de El Castillo, cuando en agosto de 1923 encuentra a la veinteañera Dora Dymant, judía polaca, bella, tierna y dulce. Kafka vive ¡al fin! junto a una mujer. Nunca antes lo hizo con alguna otra. Con Felice, en julio de 1916, compartió diez días -¡habitaciones separadas!- en Marienbad. Los besos ya no son para fantasmas: a Dora, la mujer que hizo polvo todos los kafkianos obstáculos, no le escribe. La tiene a un lado. Estudian yiddish. Leen. Hacen planes de viaje a Palestina. Vive y muere junto a ella. Si siente el deseo de escribir alguna carta Dora la escribe por él. Las cartas de amor de Franz Kafka están a la no mensurable altura de sus ficciones: altísima prosa sin dejar de ser… igualmente desconcertantes.

A Milena la conoce en Merán. Foto: 20 listas
 

Él fue su profesor; ella su alumna; ella era liberal, él militó en el partido nazi; ella era judía, él, según muchos, antisemita. Él es Martin Heidegger, uno de los más grandes filósofos del siglo XX; ella Hannah Arendt, una de las más influyentes pensadoras y politólogas. Dos de los más grandes pensadores del siglo XX se conocieron, se amaron y se escribieron por 50 años, desde 1925, hasta el fallecimiento de Hannah, en 1975.A los 17 años Hannah matriculó Filosofía en la Universidad de Marburgo. Ha escuchado que las conferencias de un joven profesor son maravillosas, desea sentarse allí, escucharlo, ser su alumna. Una vez sentada allí, frente al disertante, queda hechizada. El año es 1924 y el mes octubre. Martin Heidegger tiene 35 años y es un hombre casado.

Martin Heidegger, uno de los más grandes filósofos del siglo XX. Foto: animalpolítico.com
 

Tiene dos hijos. Hannah es una adolescente llena de sueños. La primera carta del profesor data del 10 de febrero de 1925: “Querida señorita Arendt: Aún debo ir esta noche y hablarle al corazón” Y después: “Nunca podré poseerla, pero usted permanecerá a partir de ahora en mi vida”. La profecía irradiará a ambos. Y lo hará porque pese a los vericuetos todos de la historia, la personal y la europea, los derroteros que cada uno toma en mitad de esos vericuetos, los credos políticos que los desvían, el terrible vendaval que llega desde el turbión de cinco décadas, el matrimonio con otros seres y la distancia espacial que los separará, Hannah estuvo sin faltar un día en la vida de Martin y Martin en la de Hannah. No dejaron de ser amantes. No existen pruebas de que los cuerpos hayan reincidido en palparse más allá de 1926, amantes, sin embargo, no son aquellos que tocan los cuerpos, amantes son quienes no dejan de tocarse el alma. Y ellos no dejaron de hacerlo. Las cartas pueden subdividirse en tres periodos: 1925 a 1932, ruptura tras la ascensión al poder de Hitler; el reencuentro en la década del 50, año 1950 al 1955, y la fase final, tras una pausa de diez años, en la que cada uno se hunde en la creación de sus obras, fase exultante de recuerdos, espiritualidad y saber, de 1966 a 1975. La correspondencia publicada consta de 119 cartas de Martin y 33 de Hannah. Ella archivó todas las cartas que recibió, por eso hoy podemos leerlas. No resulta una correspondencia de fácil lectura. Y es que se escriben dos intelectuales de muy alto vuelo y vastísima cultura. La mayoría de las cartas, especialmente las correspondientes a la última fase, no son estrictamente cartas de amor clásicas: Filosofía, historia, filología, poesía, literatura, detalles sobre los trabajos de ambos —inicialmente Hannah comparte la labor de Martin, después ella hará la propia—, consejos que solicita Hannah, valoraciones que aporta Martin, juicios sobre Grecia, filósofos, libros, música. Él se extiende acerca del logo de Heráclito; ella acerca del concepto de dominio político en Montesquieu, o del agathón y del kalón en Platón, y acá y allá, breves, oscuras, imprecisas, nunca claras para el lector —desconocedor de las luces y sombras acontecidas fuera del papel— alusiones, frases, lamentos, auto indagaciones, quizá mínimas recriminaciones y, desde luego, cariño, admiración —especialmente de Hannah a Martin—, ternura, recuerdos: reminiscencias del amor. El tocar de cuerpos hizo su indeleble muesca en las almas entre 1925 y 1926. Se encuentran, de manera furtiva, en bancos de parques, “nuestro banco”, le llama Martin, paseos campestres, la buhardilla alquilada por la chica.

El 21 de febrero de 1925, a solo 11 días de la primera carta, Martin escribe: “…nos convertimos en aquello que amamos y, no obstante, seguimos siendo nosotros mismos”. El 12 de mayo: “… por doquier estás cerca de mí”. Si en el siglo XII todo el caudal llegaba, tremebundo, desde Eloísa, es el siglo XX y el caudal llega jubiloso desde Martin: “El mundo ya no es mío ni tuyo, sino nuestro” Y después: “…esta vez me flaquea el alma y solo puedo llorar, llorar”. En dos intelectuales el amor mismo se intelectualiza: “Amar significa uolo ut sis, dice san Agustín en un momento: te amo, quiero que seas lo que eres.” En 1928 Hannah se gradúa, la tesis doctoral versa precisamente acerca del concepto del amor en san Agustín. Continuamente, sin importar el paso del tiempo, se alude al amor de ambos, a la persistencia de ese amor, y para ello asoma otra frase latina: sonata sonans. El lector no versado en latines puede quedar a oscuras. La traducción: “suena lo ya sonado”. Algo así como el eterno retorno nietzscheano: “Te amo lo que ya te he amado”. Por esa misma fecha, enfebrecido por la ternura que le provoca la alumna, escribe Martin su libro más importante: Ser y Tiempo. Con respeto, no debe dudarse de la ternura: el libro, en cambio, para muchos, es oscuro e impenetrable. Tras el reencuentro, después de más de dos décadas, en 1950, Hannah confiesa: “Cuando me fui de Marburgo estaba decidida a no amar nunca más a otro hombre”. El reencuentro fue, según escribe a Martin, “…la confirmación de una vida”. El filósofo, lírico hasta el hartazgo, responde: “…tú, confidentísima, tú, retornada, advenida, Hannah, tú”. Urge decir que Martin es un filósofo denso, muy complejo. Hannah, en cambio, es clara, diáfana. También eso trasuda en las cartas de ambos. “Tú eres el primero en saber que no existe nadie como tú”, le escribiría en 1971. En julio de 1972, después de un encuentro, Hannah escribe a Martin: “Fue hermoso ayer y espero el mes de septiembre con ilusión”  Un mes antes hubo de confesar que fue él quien la enseñara a leer: “Nadie lee ni ha leído jamás como tú”. Y en febrero: “Me interesa mucho que volvamos a vernos”. Hannah, según aquellos que la trataron, no fue en modo alguno modesta, estaba consciente de su valía, a Martin, sin embargo, lo trató siempre como una alumna trata a su maestro: el 27 de marzo de 1972 le dice: “Acaba de llegar el correo y trae tu libro sobre Schelling Ahora ya no tengo ganas de seguir escribiendo, sino de leer”. En esos años Hannah deviene agente literario, traductora y defensora de Martin. Él, hagamos honor a la verdad, jamás dijo una palabra de la obra de Hannah. Si bien al leer estas cartas se tiene la seguridad de que ella indudablemente lo admira y lo respeta infinitamente más, quizá -equivocadamente- pueda llegarse a creer es Martin quien más libremente deja correr la ternura. En octubre de 1953, a 20 años del encuentro al que alude, pregunta a Hannah: “¿Te acuerdas de los versos del Diván que citaste en nuestro primer encuentro?” Huelga decir que ella no los había olvidado. La última carta data del 30 de julio de 1975: Martin invita a Hannah a visitarlo. Hannah acude. Ya no es la bella adolescente de 17, no es él aquel rubicundo profesor de 35 al que llaman El Mago. El tiempo, como sostuvo en alguna ocasión nuestro Cabrera Infante, “es sastre y desastre”. Ella lleva sobre el cuerpo 65 navidades; él 86. Padecen múltiples dolencias. Artrítica y cardiópata ella; un derrame cerebral amenazó con derribarlo a él. Han escrito todas sus obras. Son famosos, admirados, respetados, han escalado a lo más alto. Y son —“sastre y desastre que es el tiempo”—… ¡dos ancianos! Y, sin embargo, para Martin será como la primera vez que miró a la bella chica en su clase; para ella la primera vez que se sonrojó frente a él. Recordemos aquella primera carta del 10 de febrero de 1925: “Querida señorita Arendt: Aún debo ir esta noche y hablarle al corazón” Al corazón se hablaron siempre. En agosto de 1975 se ven por última vez: Hannah Arendt morirá el 4 de diciembre de 1975; Martin Heidegger apenas cinco meses después.

Cartas de amor se escribieron en el antiguo Egipto y en la China imperial. Ovidio se refirió a ellas en Roma, hace más de 2 mil años. Cartas de amor llegan hoy tras escuchar el para todos ya traducible You've_Got_Mail. Muchos encumbrados seres han escrito imperecederas cartas de amor. Yo he preferido citar solo tres de ellos. Cada uno tendrá sus preferencias. Estas son las mías. Ahí están, no obstante, las de Kierkegaard a Regine Olson, muy leídas por Kafka; las de Napoleón a su muy amada Josefina; las muy eróticas de Joyce a Norah Barnacle; De profundis, esa insoslayable y tremebunda carta de amor del atribulado Oscar Wilde a su muy amado -e indigno- Bossie; las cartas de Flaubert a Louise Colet; las de Sartre a Simone de Beauvoir; las de Balzac a la condesa Eveline Hanska; las de Juan Ramón Jiménez a Zenobia -que suman más de 1300 páginas-; las de Keats a Fanny. Y las cartas, millones y millones de cartas, y los mails, sms, chat, millones de caracteres enviados por seres que se aman, seres simples, anónimos, conocidos únicamente por los suyos, seres de amores no menos elevados, grandiosos, conmovedores, alados, seres quizá sin el poder sagradamente elocuente de la palabra pero con el poder, doblemente sagrado, de la más elocuente ternura. Como homenaje —y representación— a todos esos seres anónimos que han enviado cartas de amor, citemos una: “Siempre te quedarás en el puente, con las patas colgadas al aire, mirando autos, yo piojosa, tú con piojos, míos, los dos en silencio, con eso puedo vivir un buen tiempo”. Por alguna razón el portugués Fernando Pessoa sostuvo en mítico poema que todas las cartas de amor eran ridículas. El mismo Pessoa, sin embargo, escribió cartas de amor a Ofélia Queiroz, una bella chica de 19 años. Que en la gloria de los Literatos me perdone mi admirado poeta lusitano: en el pecado de escribir cartas de amor… ¡no existe humano capaz de arrojar la primera piedra!