De gustos que formamos

Jorge Ángel Hernández
7/8/2018

Siempre que se tensa el debate acerca del consumo masivo y la cultura popular entran en juego ciertas paradojas acerca de la libertad de elegir y la responsabilidad de formar. No es antagónica la contradicción, pero sí dialéctica, lo que la lleva al centro de muchos embates dados bajo la determinación que el ser social ejerce en la conciencia social. Las antonimias que surgen en el ámbito de las interpretaciones agudizan aún más las posibilidades de acuerdos que no dependan del ejercicio interventor de las hegemonías.


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Una importante paradoja, insoslayable en todos los niveles del problema, opone al libre albedrío del consumidor y al gusto que norma el emisor. Parece un asunto de comunicación, pero apenas se aprecian los referentes sociales que hacen pertinente el proceso comunicativo —me refiero a la línea emisor–receptor—, vemos que hay varias disciplinas que toman parte en el asunto y que ninguna de ellas lo resuelve por sí misma. Esa necesidad interdisciplinaria sedujo a los estudios culturales, sobre todo a aquellos que bebían de fuentes de la escuela crítica. Y esa interdisciplinariedad llevó a las academias a la moda de la promiscuidad analítica y a un entramado en el que, paradójicamente, nada era criticable por cuanto todo tenía su propia perspectiva para hacerse válido.

La academia estadounidense, nutrida mucho más por especialistas formados en humanidades, literatura y artes, transformó las bases epistemológicas en boom de teorías y metateorías que realzaron un marketing sin precedentes. Gracias a ello conseguirían importantes partidas de financiamiento para desarrollar estudios, cursos, coloquios, seminarios y, más importante, para publicar obras que dan fe de los rumbos asumidos, diversos y en su mayoría valiosos en al menos una arista. Pero a la vuelta de todo quien se perdía una vez más en el trayecto era el sujeto popular y su expresión cultural.

Décadas después de planteados los problemas al respecto, cuando el punto de abordaje surge a partir de percepciones estéticas, se sigue intentando confrontar el “mal gusto” popular con el “buen gusto” culto. No importa que se reivindiquen expresiones autóctonas, porque esas reivindicaciones llegan asociadas al diálogo de adaptación que tributan a la tradición del valor y de lo culto. Una dicotomía que, al presentarla sobre las más simples bases de la tradición, rinde culto al contrato social que legitima la larga discriminación que la clase dominante ha ejercido sobre el resto de la ciudadanía.

Los estudios culturales latinoamericanos que buscaban sacudirse esas variables ancladas en la dominación, recalcando el papel de los valores nacionales y la intervención directa en las necesidades de emancipación, prefirieron sepultar las bases epistemológicas del análisis clasista. El mito del fin del marxismo y la muerte de las ideologías convirtió en sacrilegio cuestiones medulares que, a la postre, serían la causa por la cual esas tendencias concluyeron el ciclo en diversos callejones sin salida, aunque han seguido planteándose, justo es reconocerlo, la necesidad de reconvertir los estudios culturales latinoamericanos y caribeños en fuente y ejercicio de una teoría de participación y diálogo emancipatorio.

Y no se trata de que se acepte hoy día que por ser de alta clase se posea una sólida cultura, pues a diario hallamos legiones de triunfadores que son analfabetos funcionales en cultura. Un ejercicio de lógica elemental en el razonamiento revela hasta qué punto asumimos paradójicamente la falacia que opone lo popular a lo culto. Como la solución no está entre manuales de recetas, sino estructurada por las leyes que rigen las normas mercantiles que van a definir qué producto se expande y cuál deberá conformarse con la estrecha complacencia de haberse producido, la profusión hace fe y permite a las vueltas de tuerca relativizar los aportes epistemológicos marxistas.

Por tanto, y aplicando a la estética de inicio la más elemental de las lógicas, podemos terminar demostrando lo contrario. Paradójicamente, esta actitud tiene un punto de partida en una antropología que llevó su atención a lo simbólico, legando un saldo importante al avance de los funcionalistas y los materialistas. Sin embargo, luego de haber dado la vuelta en círculo académico, persiste la aceptación simbólica que impide sepultar el mito de la diferenciación a través de la cultura en el entramado clasista. Por esa vía derivamos en un problema que llama a dos bifurcaciones primarias: una se adentra en la sicología social y otra en el ámbito de la sociología.

Por la sicología social hablan con frecuencia los monopolios mediáticos, incluso cuando la teoría se le opone y los critica, pues hay un gesto que externaliza al defendido. Por la sociología hablan, en cambio, los sociólogos, algunos de los cuales ni siquiera se toman el trabajo de acercarse a las esencias de lo popular en la cultura ni, menos aún, de diferenciar las variables de sus manifestaciones que han nutrido lo que consideran de valor creativo. Y a contracorriente, terminan por dejarlo todo como válido.

¿Cabe todo dentro del gusto popular, como reitera la industria cultural que va dejando al mercado como guía?

Los procesos hegemónicos de dominación sedimentan la norma cultural, las representaciones de los ideales de conquista individual y bienestar. De ahí que la norma de valor se cargue cada vez más sobre las facturas de ventas: qué músicos, cuáles discos han vendido más millones de copias y han dado como rédito más millones de dólares; qué realizador ha vendido más su producto audiovisual; qué novelista ha colocado más miles de ejemplares en el mercado del libro; qué artista visual ha vendido por más alto precio cada una de sus obras.

Cualquier noticia que refiere subastas concentra su valor de uso en el valor de cambio. Es una paradoja nada extraña a la visión de Marx, pues parte de la esencia contradictoria entre ambas categorías. Sin embargo, cuando el valor de cambio domina la nominación de la esencia cultural, las contradicciones desaparecen y se legitima la hegemonía de la ley con que ha estado imperando. Es justo lo que Marx estudiaba con el objetivo de cambiarlo para la sociedad en su conjunto y, por ende, para las bases ideológicas de la cultura popular, y hasta masiva.

Más adentro en la fase de tensión, y en la necesidad de resolver problemas localizados y concretos, la intervención directa clama por un protagonismo de las propias manifestaciones comunitarias. Sería ideal si ellas mismas no fuesen víctimas de la desatención y la comparación desleal con que la industria les pasa por encima. Puede llevarse programas y dinero que, si no se avanza en las posibilidades de pertinencia significativa de sus expresiones, lo mejor que alcanzará el producto es el calificativo de exótico, o raro, es decir, algo específico que se realiza solo en circunstancias de concreta alteridad. Los incontables presupuestos que se han dedicado en Cuba a fiestas populares como La Parranda remediana o las Charangas de Bejucal no han cambiado la perspectiva de alteridad que las define desde el sujeto culto y el especialista académico. La formación profesional básica de la mayoría de nuestros artesanos, lejos de cambiar la perspectiva, ha ido buscando someterse a los prejuicios del mercado turístico, viciado y desconocedor.

Es cultural, entonces, el asunto. Decir que hay que abordarlo desde la cultura es poco menos que un fallido pleonasmo, pues desde la cultura se ha abordado siempre, sea cual sea la especialidad que lo defina. Justo por ello es preciso colocar las señales de sentido en el propósito ideológico de la cultura y, por ende, en las bases ideológicas de las epistemologías a aplicar. Y este ejercicio nos lleva a una crucial paradoja dialéctica que recupere el valor simbólico de la ideología para poder deconstruir críticamente las falacias normativas de las ideologías derivadas de la dominación.

 No existe solo una cultura banal, que elude las profundidades humanas, la necesidad de sentir, o de dudar, de anhelar y achicarse, o de cualquier otro de los infinitos propósitos de su expresión; también se produce cultura popular de base auténtica, legítima en sus expresiones, que requiere de un paso de responsabilidad para encumbrarse en el ámbito del receptor masivo. No conviene esto a la industria de entretenimiento baladí que define los rumbos de la industria cultural del siglo XXI. No todo está catastróficamente diseñado; es una falacia —que se representa perfecta, lamentablemente— creer que solo resta a la cultura centrarse en los códigos de éxito que la dominación clasista ha marcado como metas sublimes, como realización humana.

Existe, y se produce, una cultura que emancipa, que redime la fe en el ser humano mismo. Buscarla, promoverla, defenderla, trae las fatales consecuencias de odio de no pocos becarios del mercantilismo, más peligrosos que los asalariados dóciles del pensamiento oficialista inculto. Hay, sin embargo, una paradójica coincidencia entre cómo se distribuye la reproducción global de la riqueza y los elementos que afrontan sin escrúpulos a quienes asumen la responsabilidad de emancipar la cultura a toda costa. Un mínimo porciento se apropia las ganancias, en tanto mayorías se depredan luchando por migajas.

No es tan difícil elegir, aunque depende, eso sí, de cuánto pese la ética social en el más simple sentimiento individual humano.