De indígenas, negros, migrantes y otros espantos

Edgar London
30/7/2018

“Hagamos las cosas como los blancos” (léase, hacerlas bien). Fue la primera frase de notable carácter racista que aprendí en Cuba, y me la dijo un negro —amigo mío— cuando preparábamos una tarea escolar. Después, con los años, escuché muchas otras, bastante peores. “El negro, si no la caga a la entrada, la caga a la salida” o “Negro, cucaracha y mierda es lo mismo”. La lista, créanme, se extiende con creces. Unas más ingeniosas que otras. Todas igual de insultantes.

Cuando llegué a México, 12 años atrás, me agradó comprobar que la repulsa contra los negros era mucho menor acá. Puedo asegurar que casi inexistente. Es más, su escasez por estos lares le proporciona a los afroamericanos un estatus tan singular que cuando aparece alguno, en realidad sorprende, y usualmente para bien. Sin embargo, pronto descubrí que, en modo alguno, eso significa que los mexicanos no practiquen el racismo. Sencillamente, dirigen su encono hacia otros sectores poblacionales: indígenas y migrantes.


Foto: Internet

 

No es de extrañar entonces que llamaran tanto la atención las aspiraciones presidenciales de María de Jesús Patricio —Marichuy— durante la pasada contienda electoral. Mientras duró el proceso, la prensa se concentró más en su origen indígena nahua que en sus propuestas políticas o sociales.

En cuanto a la aversión que sienten muchos mexicanos por los migrantes, me resulta curiosa, por no decir irónica, teniendo en cuenta la cantidad de mexicanos que cruzan la frontera de Estados Unidos en busca de un futuro mejor; lo mismo que pretenden los centroamericanos cuando optan por quedarse acá. Para ejemplificar esta incomodidad, no necesito buscar ejemplos de terceros. A mí, una vez, me cuestionaron qué sentía al ocupar un puesto de trabajo que le correspondía a un mexicano. Y en otra ocasión, mientras laboraba en un medio de comunicación grande y naranja, uno de mis jefes aprovechó mi presencia para afirmar que no conocía un solo extranjero que hubiera hecho algo positivo por esta ciudad.

El racismo, la xenofobia, no son lacras sociales privativas de países tercermundistas o en vías de desarrollo. En Alemania, el gran futbolista Mesut Özil, recientemente abandonó el equipo nacional de este país porque no estaba dispuesto a seguir soportando ataques racistas a causa de su origen turco. El atleta no se refería solo a las rechiflas del público después de cada partido, sino también a la conducta del mismísimo presidente de la Federación Alemana de Fútbol, Reinhard Grindel.

“No seguiré jugando para la selección alemana mientras tenga este sentimiento de racismo e irrespeto”, señaló el centrocampista. Resulta una verdadera lástima que una nación, tan marcada por la muerte de millones de inocentes tras la Segunda Guerra Mundial, no sea capaz de desprenderse completamente de la imagen genocida con que muchos aún la retratan. Episodios como los que acaba de protagonizar Özil dificultarán que la historia, de mano con la comunidad internacional, termine por absolver a los teutones.

Sin embargo, usar estas fobias como estandarte puede acarrear réditos políticos. El discurso xenofóbico de Donald Trump y su slogan “América primero” —referencia directa a la Doctrina Monroe con su “América para los americanos”— lo ayudaron en demasía para alcanzar la presidencia de Estados Unidos.

En Francia, Marine Le Pen no logró superar a Emmanuel Macron, pero su discurso radical de ultra derecha con el cual propone, entre otras lindezas, eliminar el derecho de suelo para los hijos de inmigrantes o suprimir la agrupación familiar para estos, la mantiene a la cabeza de la oposición en el país galo y con la vista clavada en las próximas elecciones.

Podemos voltear a otro lado o utilizar todo tipos de eufemismos, pero la realidad es que cuando sacamos a los indígenas de sus comunidades y los ubicamos en las grandes urbes; a los negros los extraemos de su seno familiar para que interactúen con blancos; a las personas las convertimos en migrantes —no confundir con turistas— y las trasladamos desde un país con menos recursos a otro más desarrollado, como suele suceder normalmente por razones obvias de sobrevivencia, entonces, indígenas, negros y migrantes, ante los ojos de quienes los rodean, pierden su condición de seres humanos para convertirse en un fenómeno que no puede calificarse con otro denominador que no sea espanto. Sus diferencias generan temor, infundado, injustificado, pero muchas veces, letal.

No será con leyes, conferencias ni marchas que el racismo habrá de extinguirse. De hecho, tengo serias dudas de si alguna vez se extinga, aun cuando mi corazón lo desee. Solo la cultura podrá salvarnos —no la limitemos al arte—, siempre y cuando prevalezcan la voluntad para enfrentar las discriminaciones de toda índole y el mínimo intelecto nos haga, no tolerar, sino amar la belleza que emerge de la diversidad humana.