La narrativa escrita por mujeres en Cuba llega al nuevo milenio en medio de las polémicas sobre la existencia de un discurso literario específicamente femenino. Una parte de la crítica ha querido ver, a partir de la filiación sexual, una serie de diferencias ya bien sea como resultado de una construcción sociohistórica o como prueba de un supuesto determinismo biológico; mientras que otros teóricos y teóricas prefieren asumirla dentro de  una neutralidad que eximiría a la literatura con mayúscula de dichas especificidades genéricas.

“La escritura de las mujeres despierta hoy más que nunca un interés especial en Cuba”.

Lo cierto es que, bajo cualquier circunstancia en que pretenda inscribírsela, la escritura de las mujeres despierta hoy más que nunca un interés especial en Cuba. El hecho se inserta en una corriente universal que mucho tiene que ver con las demandas y reivindicaciones de los movimientos feministas que desde la década del 60 luchan por una igualdad que el proyecto de la modernidad, para muchos inconcluso, nunca cumplió en la práctica.

El triunfo revolucionario de 1959 y el cambio en la escala de valores que dicho acontecimiento provocó en la vida de los cubanos y de las cubanas otorga al fenómeno de la escritura femenina en la Isla matices y características especiales determinadas por la persistencia de un canon literario donde tradicionalmente los reclamos de lo público opacaron las necesidades de expresión de lo privado, al mismo tiempo que, al nivel de la vida cotidiana, la Revolución trastoca las funciones tradicionales de la mujer en su desenvolvimiento social.

La existencia de ese canon patriarcal donde la temática épica y todo lo relacionado con el espacio público son reconocidos como valores per se por una crítica decididamente patriarcal, había ocasionado ya, desde el siglo XIX, si no la exclusión, sí el tácito silenciamiento o subestimación de algunas obras monumentales de la narrativa cubana escrita por mujeres, como fueron los casos de, por lo menos, dos novelas ejemplares de nuestra literatura: Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda, y Jardín, de Dulce María Loynaz, que en los últimos años vienen siendo objeto de una mayor atención y se abren paso cada día con mayor vigor entre las obras canónicas de una novísima valorización de la literatura cubana. Preciso es aclarar que esta cualidad masculina del canon cubano, que es también una característica universal, perjudicó y perjudica también a muchos autores del sexo masculino cuyos temas no pasan por los derroteros clásicos de lo importante. Es tal vez el motivo —y con esto me arriesgo en una apreciación muy personal— por el cual una novela como Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde tiene un sitio privilegiado en la historia literaria cubana con respecto a la de Ramón Meza, Mi tío el empleado, cuyo asunto se inscribe en una corriente mucho menos trascendente desde el punto de vista del discurso patriarcal.

Según la filósofa española María Zambrano, lo primero que encontramos en los orígenes del mundo occidental es la radical diferencia entre el hombre y la mujer. El hombre —opina ella— se lanza a un esfuerzo metódico por conquistar la verdad. Es el dueño del logos que significa la razón y la palabra. La mujer —continúa Zambrano— está adherida al cosmos y a la naturaleza. Es una criatura alógica que crece y se expresa más allá de la lógica, nunca dentro de ella. He aquí uno de los estereotipos que sustentan la preeminencia de cierto tipo de literatura escrita por hombres en la que se ha querido ver una mayor objetividad.

En su excelente ensayo titulado “El alfiler y la mariposa” la investigadora feminista cubana Nara Araújo aventura que conclusiones como esta de María Zambrano que acabamos de citar se sitúan en uno de esos polos extremos de las construcciones binarias que Jacques Derrida ha señalado como características del pensamiento occidental. Araújo sostiene que las diferencias entre la escritura de la mujer y la del hombre se fundamentan en un condicionamiento sociohistórico que para nada ratifica aquella postura discriminatoria de Darwin cuando advertía en la mujer mayores poderes de intuición, percepción e imitación, solo para considerar que dichas facultades eran representativas de razas inferiores y, por consiguiente, de un estado de civilización pasado y menos desarrollado.

Es indiscutible que en Cuba, como en todo el mundo occidental, dichos conceptos influyeron, de manera decisiva, en el establecimiento de un canon literario, y que tanto las mujeres como los hombres que escribieron al margen de cierto tipo de lógica sancionada como objetiva se vieron, y todavía con frecuencia se ven, desfavorecidos en el proceso de inscripción dentro de dicho canon. Esta es la situación que, de acuerdo con mis pronósticos optimistas, comienza a ser cuestionada y subvertida por la más reciente y avanzada hornada de críticos y de críticas cubanas, y es muy probable que desemboque en el justo establecimiento de nuevas pautas en la valoración tanto de nuestro acervo como de nuestra actualidad literaria.

En Cuba, como en muchos otros lugares del mundo, la existencia o no de un discurso literario específico de las mujeres ha dado lugar a una polémica discreta protagonizada más que por la crítica o por la investigación, por las propias escritoras, muchas de las cuales, preciso es reconocerlo, prefieren ser estudiadas y leídas en el marco general de una literatura asexuada y con mayúsculas.

Dulce María Loynaz dijo: “La poesía es angélica, y usted sabe que los ángeles no tienen sexo”.

Quien pudiera considerarse la voz más alta de lo que se ha dado en llamar literatura femenina cubana, la poeta y novelista Dulce María Loynaz (1902-1996), galardonada en 1992 con el Premio Cervantes, afirmó ante un periodista hace más de cuarenta años: “La poesía es angélica, y usted sabe que los ángeles no tienen sexo”. Sin embargo, ya en la década de los 90, opinando sobre la misma cuestión, se vio obligada a reconocer que “en efecto, por excepción, hay poesías que parece imposible que pudiera hacerlas una mujer, como ‘Los caballos de los conquistadores’, de Santos Chocano, o aquella admirable que comienza ‘Los bárbaros, cara Lutecia’… Y en cambio otras como ‘Carta lírica’, de Alfonsina Storni, que nunca pudo hacerla un hombre. Ni hacerla ni comprenderla”.

En opinión de la ya citada ensayista cubana Nara Araújo, estos paradigmas evidentes en la respuesta de la Loynaz son reflejos de una praxis cultural. Si la épica —afirma Araújo— se asocia al hombre es porque lo masculino ha quedado identificado con la conquista, la actividad pública, la fuerza y el poder. Si el intimismo se identifica con lo femenino es porque el espacio de lo privado ha sido el ambiente natural de la mujer. Ya hemos esbozado que, a partir de 1959, y con mucha mayor evidencia a partir de la década del 80, la vida de los cubanos y de las cubanas determinó una expresión literaria mucho menos centrada en esta dualidad. La narrativa de hoy comprende mucho espacio privado entre los escritores hombres, y mucho espacio público entre las escritoras mujeres, si bien es cierto que en estas últimas es frecuente encontrar un tácito predominio de lo subjetivo como recurso formal y conceptual.

Según opinión de la poeta, narradora y ensayista Mirta Yáñez:

La obra creativa es reverberación de una experiencia única y cada conjunto de vivencias establece expresiones distintas según sea la mirada individual, la sensibilidad del escritor y, en última instancia, la coyuntura histórica en que surge: ya sea hombre o mujer, su realidad, su universo, su relación con el medio, se trasmiten al acto de creación y allí queda fijada, consciente o no, su peculiar forma de apropiarse del ámbito vital, que en cada caso es personal e intransferible.

Lo curioso es que, como en el caso de la Loynaz, tras este reconocimiento Mirta Yáñez concluye que “no existe, pues, una literatura femenina en abstracto, como no existe tampoco una literatura masculina, sino escritoras y escritores que reflejan el mundo de acuerdo con su grado de talento, autenticidad y dominio del oficio”.

“Vislumbro en la narrativa cubana de hoy escrita por mujeres el paso de la autocompasión, la queja, el miedo y la rabia al vasto mundo de los lectores”

Si la negativa a la existencia de una literatura femenina en abstracto quiere expresar el hecho incuestionable de que ella solo puede entenderse como el resultado de una práctica sociocultural, como una construcción que sustenta la autoridad conferida a lo masculino por el discurso patriarcal, estoy de acuerdo con Mirta. Como Simone de Beauvoir, vislumbro en la narrativa cubana de hoy escrita por mujeres el paso de la autocompasión, la queja, el miedo y la rabia al vasto mundo de los lectores.

Me parece inobjetable que en nuestra narrativa más reciente, quiero decir, aquella que se publica a partir de la década del 90, independientemente de las causas, hay un modo de expresión específico en algunos textos escritos por mujeres. Tales serían los casos de autoras como Aida Bahr, Karla Suárez y yo misma, entre otras. Pero en la medida en que en el sujeto se ha ido desarrollando una conciencia de género encaminada a subvertir los paradigmas sobre los que ese propio discurso está sustentado, las diferencias entre literatura femenina y masculina se van borrando ocurriendo el curioso fenómeno de que muchos autores hombres están asumiendo un discurso que algunos años atrás parecía privativo de las mujeres y, entre ellos, puedo citar a escritores como Ernesto Pérez Chang o Jorge Ángel Pérez. Quizás este fenómeno se debe, entre otras razones sociales e históricas, al hecho de que en el mundo existe un público de lectores mayoritariamente femenino y la recepción va imponiendo también sus normas dentro de la escritura.

Ya nos habíamos referido a la reticencia de una gran parte de las escritoras cubanas, especialmente las más jóvenes, a ser encasilladas dentro del término de literatura femenina. Quizás ello obedezca, paradójicamente, a la excesiva conciencia de su derecho a una igualdad social adquirida en el transcurso de cuarenta años de Revolución. No por poco tiempo panoramas e historias de la literatura condenaron a las mujeres a un capitulillo aparte donde eran estudiadas como fenómenos curiosos que se verificaban al margen de los movimientos literarios importantes, y cuyos aportes se atribuían (todavía hoy algunos los atribuyen) exclusivamente a autores hombres.

Sin embargo, esto no significa que las autoras desconozcan sus desventajas dentro de la tradición historiográfica literaria. La joven autora Ena Lucía Portela, autora de una de las novelas más interesantes de los últimos cinco años publicadas en Cuba (El pájaro: pincel y tinta), compara la situación con la de las reglas establecidas en el juego de ajedrez. El panorama contemporáneo, dice, donde la igualdad —igualdad de oportunidades, basada en lo que se ha dado en llamar respeto a la diferencia— es de iure en muchos países sin llegar a ser de facto en ninguno, me recuerda el ajedrez. Un jugador lleva las blancas y el otro, las negras. Idéntico número de piezas, incluso idénticas piezas con idéntica distribución sobre el tablero. Una sola diferencia: las blancas tienen la salida, el derecho a la primera jugada. Por lo general las blancas atacan y las negras se defienden. Parece una bagatela, ¿verdad? Pues bien, los que conocen un poco sobre ajedrez saben que más del ochenta por ciento de las partidas se ganan con las blancas. Tal es la realidad del juego.

“En el mundo existe un público de lectores mayoritariamente femenino”

En este sentido la Portela propone aceptar el juego con dichas condiciones. ¿Por qué no reparar —se pregunta— en las muchedumbres masculinas que tampoco pudieron? Uno de los elementos más corrosivos de la marginalidad es ese: siempre hay disculpas para el fracaso. No es tan simple, asegura, el tema de la discriminación. También han llevado las negras precisamente los negros, los indios, los judios, los gitanos y otras minorías: los homosexuales, los impedidos físicos, los enfermos, los locos, por solo mencionar algunas maldiciones existenciales, que también las hay coyunturales, y no por ello menos lacerantes.

El ya mencionado fenómeno de la Revolución ocurrida en 1959 situó a la mujer cubana en el vórtice de un contexto histórico lleno de contradicciones, rupturas y conflictos sociales profundos. Su espacio natural se expandió del ámbito de lo privado hacia lo público, haciéndola coexistir, a veces de una manera desgarradora, entre estos dos espacios. Todo ello comienza a expresarse en la literatura en las últimas décadas de los 70, en el ámbito de la poesía. Habrá que esperar a los 90, salvo excepciones anteriores que confirman la regla, para que estos temas y conflictos específicos de la mujer se sumen al corpus de la nueva narrativa cubana.

Fotograma del filme cubano Lucía (1968), de Humberto Solás.

En 1984, solicitada por la convocatoria de un coloquio nacional sobre literatura con el tema de La mujer en la narrativa cubana, la investigadora Luisa Campuzano no tuvo más remedio que titular su trabajo “Ponencia sobre una carencia”, según ella misma “con la evidente y cacofónica intención de subrayar desde el principio las aterradoras conclusiones a las que había llegado: se leía en los textos de narradores cubanos de ambos sexos que, entre 1959 y 1984, en la Isla no había pasado nada notable, contable, novelable, en la vida de las mujeres.

En su prólogo a un panorama de la cuentística femenina cubana que bajo el título de Estatuas de sal compilamos Mirta Yánez y yo en 1996, Mirta llega a la conclusión de que dicha carencia se debe al carácter preeminente dado por la crítica cubana de finales de los 60 y los 70 a los temas que ella denomina de la dureza, es decir, aquellos relacionados con la épica reduccionista que privilegia el canon patriarcal.

La explicación no parece demasiado convincente cuando se analiza que a pesar de esos cánones de estrecho realismo imperantes en Cuba por aquellos años, la poesía escrita por mujeres permaneció retadoramente volcada hacia la intimidad. En el trabajo citado de la Campuzano se deslizaba sin embargo una constatación y una profecía:

Pienso que tal vez será a través del camino de la poesía que la mujer alcanzará su voz propia, libre de restricciones y de mutismo y que, habiendo conquistado su madurez y su dominio expresivos, podrá incorporar plenamente su discurso a la épica de nuestro acontecer, a la que sumará como ganancia indiscutible el tratamiento de temas propuestos por la aparición de nuevos cambios, sobre todo en el ámbito de lo cotidiano, en el territorio de las costumbres y de la vida de pareja.

Es precisamente hacia esos temas que ha dirigido su atención la narrativa femenina cubana más reciente.; con un número de jóvenes autoras entre las que pueden citarse a Adelaida Fernández de Juan, Anna Lidia Vega, Milene Fernández, Ena Lucía Portela y muchas otras empeñadas en la tarea de hacer patentes los conflictos de una realidad y de una ficción pletóricas de enfrentamientos íntimos, humanos y sociales con un lenguaje novedoso y original.

Lo mismo puede afirmarse de otras autoras residentes fuera de Cuba y que también van conformando el canon de esta nueva visión crítica de nuestra literatura. Son los casos de autoras como Mayra Montero, Sonia Rivera, Cristina García y Achy Ovejas, que, en diferentes circunstancias, también han sido víctimas de la marginación y de las veleidades de una historiografía literaria demasiado permeada de viejos conceptos. Puede decirse que las autoras que no residen en Cuba han sido víctimas de una doble discriminación, puesto que el canon también invalidó, en algún momento, a los llamados exiliados.

Para concluir diré que la dificultad adjudicada, desde principios de siglo por autoras como Virginia Woolf a la definición de lo literario femenino, parece en los últimos años en Cuba menos importante que la extraordinaria explosión de una literatura escrita por mujeres, que no solo cumple una función desmitificadora con respecto a las construcciones del discurso patriarcal, sino que se afianza en una calidad determinada por las propias exigencias del texto literario con mayúsculas.

Si según se desprende de la fábula bíblica Dios otorgó a Adán el poder de nombrar las cosas y marcó a Eva con el pecado original de la curiosidad, dicha curiosidad encontró, fuera del paraíso, un modo peculiar de convertirse en lenguaje. Desde la alteridad y subordinación terrenal la mujer ha podido renombrar las cosas y demostrarle a Adán que el ejercicio de la autoridad puede y debe ser compartido, y que, como pensaba Platón, el ser humano, dividido por la espada de Zeus en un arranque de cólera, solo puede estar completo con la reintegración de sus dos mitades.

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