La banda musical de mi generación fueron Los Beatles, algo que compartimos con nuestros iguales de otras latitudes. Fue un componente ineludible de nuestra “educación sentimental”, cruzando por la secundaria, el instituto y las primeras novias, develamiento asumido con los amigos, y que llevamos siempre en nuestro equipaje donde quiera que estemos.

Al paso de los años podía ser tema de conversación con un alcalde de origen armenio de Pasadena, California —cuyo despacho lo presidía de forma insólita una foto del Che—; o la dedicatoria que me hizo hace más de dos décadas un amigo y artista mexicano al reverso de uno de sus cuadros, donde suscribía la consabida filiación melómana-afectiva de “lennonistas”. Reconocía en John Winston Lennon, nacido justo 11 años y un día antes que yo, como el alma del grupo y el símbolo de una época en sus rebeldías y transgresiones, por lo que algunos amigos nos gastábamos la broma de declararnos “marxistas-lennonistas” —Mirta Yañez reclama la autoría de la frase—, mientras el beatlemaniáco “a tiempo completo” que es Francisco López Álvarez, más conocido por Sacha, tuvo a bien declararse “lennonista, tendencia George Harrison”.

Reconocía en John Winston Lennon, nacido justo 11 años y un día antes que yo, como el alma del grupo y el símbolo de una época en sus rebeldías y transgresiones.Cuando compilé el libro de crónicas de diversos autores Siglo pasado, hacía notar en el prólogo que el año más citado por los protagonistas era 1968, clave para mi generación dentro y fuera de la Isla, pues allí se reconocían Los Beatles —antes, en y después de ese año—, el Congreso Cultural de La Habana, la Ofensiva Revolucionaria, las guerrillas en América Latina, Tlatelolco, Bob Beamon—“el hombre que voló una vez”—, la Primavera de Praga, el Mayo de París, Vietnam, y los primeros aires enrarecidos del muy largo Quinquenio Gris, para otros Decenio Negro. Ya entonces, para siempre, la imagen del Che recorría el mundo, y la música de John, Paul, George y Ringo nos era imprescindible.

Por aquellos tiempos, mi excondiscípulo del Instituto del Vedado, un veinteañero Pedro Rafael Cruz, logró quebrar las normativas burocráticas y las censuras de esa etapa en lo relativo a la música en otros idiomas, y crea nada menos que en una emisora de la importancia de Radio Rebelde un espacio semanal, del que fui asiduo oyente, contentivo del repertorio de los ingleses y que el 25 de febrero de 1971 salió al aire con la primera biografía radial —por lo menos en nuestros medios— de los de Liverpool. Este evento se desarrolló estando aún latentes los motivos y las interrogantes de la ruptura del grupo, circunstancias que John definió conmovedoramente como el momento —ya muerto hacía tres años Brian Epstein—, en que ellos se preguntaban ¿quién dirigía “…cuando solo íbamos en círculos?”.

Según el testimonio que a mi solicitud envió Crucito, me permite recordar que el programa donde se originó la frecuencia semanal sobre el popular conjunto se llamaba De…, “y duró unos diez años. Salía al aire de lunes a sábado de siete a ocho de la mañana. La de los Beatles era en la emisión de los lunes y estuvieron en el aire unos cuatro años, conmigo hasta el 73, y con otro guionista beatlemaníaco como yo, un año más”. Claro está, que esto no fue un proyecto que navegó siempre por aguas apacibles, por los prejuicios y arbitrariedades antes apuntadas, pero sí contó con el apoyo total de la dirección de la emisora de ese entonces. “En cierto momento de mayor persecución de la música extranjera, de la dirección del ICRT llegó la orden de suspender el espacio con los de Liverpool. Fui a resolver el entuerto y allí el director Luis Mas Martin, viejo militante del partido y combatiente de la Sierra Maestra, me pidió detalles que le di como quien va al patíbulo. Cuando terminé, su respuesta me dejó pasmado: ‘a partir de la próxima semana serán dos días con Los Beatles en vez de uno’. Pasada la insólita sorpresa, fui yo el que tuve que acudir a la cordura y sugerir que las cosas se mantuvieran como estaban… y lo logré”.

Mi mujer y yo nos enamoramos hace 35 años con el sonido de un álbum llamado Abbey Road, para muchos entendidos el mejor disco de rock de todos los tiempos, que más que último disco grabado por Los Beatles, es considerado su obra cumbre. Su cubierta es de las más recordadas y reseñadas de la historia, pues allí Paul, John, Ringo y George cruzan la calle Abbey Road, frente a la discreta casa que ocupaban los estudios donde grabaron la mayoría de sus piezas, y cada uno de ellos interpreta un personaje en la foto. McCartney es el difunto (va descalzo); Lennon, el sacerdote (viste de blanco); Starr, el enterrador (de traje oscuro) y Harrison, el amigo del difunto (está vestido de manera informal). Significativamente, como señalaría un comentarista, al pasar el tiempo “el muerto” y “el sepulturero”, los dos más cercanos a la tumba, son los sobrevivientes.

Cuando en 1997 visité Londres, realicé la obligatoria peregrinación, me tomé las consabidas fotos cruzando la cebra, frente a la casona en cuyo frente se lee EMI, y también recostado a la valla —cubierta de grafitis—, que nombra la calle, donde coincidí con un marinero ruso que hablaba “cubano” y se apuntaba a la foto siguiente. Ese viaje tuvo otras escalas, y una fue Liverpool, con experiencias tan diferentes como recorrer el museo que se les dedica, muy pensado para el turista y con todos los estereotipos y concesiones correspondientes; o un generoso encuentro con obreros de los astilleros que recordaban el origen de clase y el entorno familiar de los futuros músicos, y que la plusvalía no es un vocablo en desuso; y terminé recalando en un callejón donde me tomé otras fotos, una de ellas junto a la estatua de un John Winston adolescente colocada a la entrada de un pub llamado The Cavern Club, justo frente al mítico Club Caverna; y otras tantas en el recinto donde nació la leyenda. Al terminar la calle —la recuerdo pequeña—, a manera de curiosidad y para recordarme el Caribe, había una valla con un anuncio del ron Bacardí.

En 1971 John publicó su álbum Imagine. La canción que le da títulose convertiría en un himno para los movimientos contra la guerra —y también en su canción más famosa tras la separación de Los Beatles.

En 1971 John publicó su álbum Imagine. La canción que le da título se convertiría en un himno para los movimientos contra la guerra —y también en su canción más famosa tras la separación de Los Beatles. En la revista Rolling Stone, como uno de sus desafíos habituales, Lennon llegaría a definir el tema como “virtualmente el Manifiesto Comunista”. En 1995 en mi primera visita a Nueva York, visité como era de esperar el edificio Dakota, situado en la esquina noroeste de la calle 72 y el Central Park West, en el que como es por todos sabido John fue asesinado hace 35 años, y que está en diagonal con el sitio donde Yoko esparció sus cenizas en el Central Park, y hoy se ubica el monumento conmemorativo Strawberry Fields, un mosaico blanco y negro donado por la ciudad de Nápoles, losa que me imagino como una rosa náutica, y que tiene grabado la palabra “Imagine”.

Pero de esos espacios reservados a la nostalgia, siempre prefiero el parque situado en el corazón de El Vedado, donde el amigo José Villa nos dejara en bronce la figura inmortalizada de John Lennon y que trasciende como un homenaje no solo a Los Beatles, sino también a toda una generación empecinada que a pesar de incomprensiones, censuras y prejuicios propios de la época no renunció a reivindicar su música como parte entrañable de nuestra formación y nuestra añoranza. Por esos azares de la vida, ese parque y esa estatua quedan justo a unos pocos metros de un apartamento de la calle ocho donde mi mujer y yo nos miramos por primera vez a los ojos con el Abbey Road como recurrente cadencia de fondo.