No tenía pensado hacer nada en la tarde del 28 de abril pasado, pero un sentimiento casi de respeto me hizo asistir a la que sería, sin saberlo, la última charla en público de Antón Arrufat. Nunca lo había visto en persona, y sentí que no debía perder la oportunidad de conocer al que era, para mí, una de las voces más importantes de la historia literaria reciente en la Isla. Era además la conexión que quedaba con el pasado glorioso de Lezama, Virgilio Piñera, el pasado siglo de grandes escritores malqueridos. Sería en la sede de la Fundación Ludwig, en la calle 13 del Vedado, junto al fotógrafo Omar Sanz, quien había inaugurado una exposición en el lugar y que hablaría esa tarde de las relaciones entre el escritor y él.

Al llegar busqué, entre alrededor de una treintena de personas que allí estaban, a un señor del cual yo pudiera decir “Este es”, pero no encontré a nadie convincente y me senté. Mientras aparecía Antón me puse a pensar en la otra ocasión que tuve la posibilidad de conocerlo. En aquel momento él daría una charla en Matanzas sobre Carilda Oliver, si mi memoria no me engaña, y yo estudiaba en la universidad de allí. Me perdí y no fui. Después de aquella charla en mi ciudad natal, él regresó a La Habana y yo vine detrás suyo siguiéndole los pasos hasta aquella tarde dorada.

“Llegado el momento, nos susurró a los presentes un poema suyo. Fue un poema demoledor. Todos bajamos la cabeza mientras escuchábamos sus versos, y, cuando terminó, solo pude sentir mucha tristeza. Antón había asimilado la muerte”.

Cuando la moderadora del evento pide que Antón pase adelante, me pongo otra vez a buscar ansioso. Resulta que entre él y yo no había más de seis sillas. En su cuerpo la vejez era evidente, pero se mostró sonriente al hablar. Pasaba algo de trabajo con el micrófono y además se le dificultaba hilvanar algunas ideas. No estoy seguro de que él haya disfrutado mucho.

Llegado el momento, nos susurró a los presentes un poema suyo. Fue un poema demoledor. Todos bajamos la cabeza mientras escuchábamos sus versos, y, cuando terminó, solo pude sentir mucha tristeza. Antón había asimilado la muerte, la sabía cercana ―tal vez no tanto―, y esa tarde se despidió. Momentos después, alguien del público le preguntó, entre otras cosas, si tenía pensado emprender proyectos largos, que le tomasen tiempo. Él respondió que sí. Creo que la pregunta fue, cuando menos, ingenua, y su respuesta, una evasiva.

Tras la ronda de preguntas se dio por concluida la charla. Ya para esa hora el sol se había inclinado lo suficiente como para que unos rayos oblicuos entraran en la sala. Antón se despedía de los oyentes y de los organizadores del evento. Se despedía de ese sol de 45 grados. Se despedía, finalmente, de mí, que lo había conocido aquella tarde.

Tomado de la página de Facebook de la revista El Caimán Barbudo