La palabra Cuba es femenina. La isla que en sus inicios se llamó Juana desdijo un día de su rango de princesa para asumirse compañera en toda su estatura humana. La iconografía nacional, desde antaño, la representa siempre –en condición precaria antes, gozosa después– con el atuendo de dama ataviada o cubierta con los colores de la bandera. Patria también es una palabra –y una imagen– medularmente afiliada a lo que llamamos “sexo débil”. Decimos Patria, pero más justo sería decir Matria.

“Nunca cupo en nuestro repertorio menosprecio por razones de sexo o raza”.

No hay lugar en el imaginario político o lírico cubano para la disminución de la condición femenina. Si por momentos las motivaciones artísticas fueron externas (“aquellos ojos verdes”, “las sensuales líneas de tu cuerpo hermoso”; no olvidemos que la feminidad remite ipso facto a lo romántico), en otros se han resaltado cualidades más centradas en valores morales o épicos (“Amada, yo parto, tú guardarás el huerto”; “sola, joven, aguerrida, mujer que quiere imponer/ su hermosa forma de ser/ al son de una nueva vida”).

No por gusto se hizo en Cuba una revolución que viene actuando desde sus inicios por reivindicar todas las manquedades y dar un lugar a cada quien en pos de emprender esta aventura humana llamada socialismo. Nunca cupo en nuestro repertorio menosprecio por razones de sexo o raza. No es ocioso tampoco recordar la presencia de notables mujeres en todas las luchas, desde los momentos iniciales de la nación. Grandes realizaciones tienen a las mujeres como protagonistas en todos los terrenos del saber y el hacer de nuestra dinámica social: científicas, poetas, pintoras, combatientes, obreras deportistas, etc. Ellas han demostrado con creces que el merecido respeto y el amor son las más pulidas y justas monedas con que podemos retribuir su imprescindible entrega.

Por esas y tantas otras razones resulta inadmisible que, en nuestro país, en los días que corren, aparezcan en nuestra realidad textos como este, del que cito fragmentos: “Menéate con el negrón. (…) No me interesan vaginas tristes. (…) No me interesa tanto alboroto por el dolor de un orgasmo roto. (…) Menéate con el negrón. Dale cintura y chupa el bombón”. O como este otro: “Yo quiero una feminista, pa’ calentarle la pista./ Pa’ revolcarme en su monte, pa’ que me grite machista,/ pa’ refrescarle el juanete, pa’ saborearle el piquito. (…) Yo quiero una feminista, un poquitín pervertida, (…) que no coma tanta catibía y no escriba más letra vacía”.

“Ni siquiera en los dominios de los reguetones más sexistas y ominosos habrían ganado plaza esas groseras, iracundas y ofensivas estrofas”.

Más inadmisible aún es que esas diatribas provengan de alguien a quien, en algún momento, asumimos como trovador, sobre todo porque la Nueva Trova, portadora de páginas sublimes e impecables en ese sentido, cuenta con un amplísimo y cuidado catálogo de exaltación de los valores de las féminas. Ni siquiera en los dominios de los reguetones más sexistas y ominosos habrían ganado plaza esas groseras, iracundas y ofensivas estrofas. Resulta inaudito, por demás, que alguien con esas revolturas en el alma se haya paseado por nuestros escenarios proclamándose “un trovador de Patria o Muerte”. Tan inadmisible es su desparpajo de pose que hasta se refiere a su condición racial con el aumentativo degradante de “negrón”.

Y no es que no exista en nuestra cultura la poesía o la canción del reclamo, pero en ningún caso esta ha injuriado con tan mellada retórica a la mujer. El propio José Martí, en un texto donde subyace el dolor por algún requiebro amoroso, se va por la tangente con un cierre de redondilla programático. Su don caballeresco lo obliga inclinar la frente ante la impugnada: “¿De mujer? Pues puede ser/ Que mueras de su mordida;/ Pero no empañes tu vida/ ¡Diciendo mal de mujer!”. Los trovadores de antaño también nos dejaron ejemplos notables: Miguel Companioni, en su “Mujer perjura”, planta un cuestionamiento más crudo y, sin embargo, deja en las manos de Dios la gracia del castigo: “Si quieres conocer, mujer perjura,/ los tormentos que tu infamia me causó,/ eleva el pensamiento a las alturas/ y allá en el cielo, pregúntaselo a Dios”.

Felizmente esta historia que hoy mismo ha conmovido a la opinión pública, a la comunidad intelectual, a toda persona sensible y, en especial, a la masa femenina de nuestro país, ha concluido de manera ejemplarizante con el castigo al abusador tras quedar demostrada su culpabilidad y la soberbia con que replicó a la benévola condena que le habían impuesto. Se hizo justicia. El terreno donde cosechó sus pírricas mieses podrá ser restaurado, aunque las huellas de su basto proceder seguro necesitan de cuidados especiales para cicatrizar.

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