Los espacios de concertación multilateral del tercer mundo durante la década de 1960 y principios de la de 1970 se constituyeron en una amenaza a la transnacionalización del capital. Los círculos financieros necesitaban fabricar símbolos y codificarlos para atraer la atención de los circuitos académicos; los dos paradigmas de la doctrina neoliberal recibieron el Premio Nobel de Economía: Friedrich A. Hayek, en 1974, y Milton Friedman, en 1976. Con el asalto al poder por parte de generales sanguinarios, la privatización extrema de las riquezas de nuestros pueblos se extendió a todo el cono sur bajo el amparo de la operación Cóndor, que, con el protagonismo regional de Augusto Pinochet y la supervisión de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), desapareció a decenas de miles de jóvenes de la izquierda. Comenzaba una nueva era que apenas demoraría una década en llegar: el neoliberalismo.

“Comenzaba una nueva era que apenas demoraría una década en llegar: el neoliberalismo”.
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En Estados Unidos el neoconservador Ronald Reagan escaló en 1981 a la Casa Blanca. Su alianza con Margaret Thatcher, quien desde hacía un año aplicaba recetas neoliberales en Gran Bretaña, sepultó la idea del Estado de bienestar preconizada por John Maynard Keynes después de la Gran Depresión de 1929. Reagan calificó a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) como el imperio del mal, e instrumentó en 1983 el Proyecto Democracia, concebido para socavar el socialismo. Su resultado de mayor alcance fue la creación de la Fundación Nacional para la Democracia (NED, por sus siglas en inglés), a la que la CIA —sin desentenderse de su responsabilidad— entregó la atención y financiamiento públicos de partidos, sindicatos, grupos de negocios, agencias de prensa y organizaciones no gubernamentales afines a los intereses de Estados Unidos. Sus programas se concibieron en dos líneas: la subversión política y el aseguramiento a los procesos de transición —o sea de cambio de régimen.

La NED les permitió evitar el estigma de las operaciones de influencia antes ejecutadas por la CIA y el ya trillado principio de la negación plausible. Solo en sus primeros diez años distribuyó más de doscientos millones de dólares en Latinoamérica; una parte de ellos fueron proporcionados desde Langley sin supervisión del Congreso. El cambio conceptual en el trabajo de subversión confirió mayor protagonismo a la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), que junto a la NED se encargó en lo delante de cubrir las operaciones de influencia. La USAID asumió el entrenamiento de los cuerpos de seguridad pública y los programas de intercambio entre policías de Estados Unidos y Latinoamérica. Los beneficiarios de los fondos ya no necesitarían de disfraz…

¿Abandonó Reagan la carrera armamentista? Por el contrario, asoció el tema de la democracia a las concepciones de seguridad nacional de Estados Unidos y reavivó la visión geopolítica de la guerra fría. Con el maletín nuclear en su mano izquierda, y en la derecha el libro de Milton Friedman: Capitalismo y libertad, comandó una cruzada sin cuartel contra la URSS y el bloque socialista. La batalla se extendió a todo el planeta y salió al espacio celeste con la Iniciativa de Defensa Estratégica, multimillonario programa que proyectó crear un escudo espacial para destruir en el aire los misiles estratégicos soviéticos. Consciente de que esta nueva carrera implicaba gastos que la URSS no se podía permitir, impulsó una campaña que persuadió al adversario de que lo proyectado tenía base científica real, y contrarrestó las críticas internas suscitadas por la Guerra de las Galaxias.

En esta cruzada arrastró a la izquierda de Europa Occidental, utilizando como caballo de Troya a un joven político a quien la CIA y el servicio de Inteligencia franquista ayudaron a hacerse del poder durante la transición española: el socialdemócrata Felipe González, hombre falso que formó parte de la maniobra para aniquilar la izquierda radical y que en 1979, durante el XXVIII Congreso del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) —fundado en el siglo XIX por Pablo Lafargue—, como secretario general impuso sacar de los estatutos el término “marxismo”. En 1983, en su primera visita a Bonn, González se declaró solidario con la estrategia de Reagan de instalar misiles en Europa; tres años más tarde traicionó la promesa de campaña que lo llevó a la presidencia en 1982 y movilizó la opinión pública para garantizar la permanencia de España en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

A Mijaíl S. Gorbachov, secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS) y presidente del Soviet Supremo de la URSS, se le veía desorientado: la prensa occidental no paraba de elogiarlo, pero en la Casa Blanca lo ignoraban. Le chocaba que mientras el intercambio cultural con la URSS generaba una reacción magnífica en Estados Unidos, el Buró Federal de Investigaciones (FBI) continuaba la persecución implacable contra los suscriptores de Sovietskaya Zhizn. Resulta difícil evaluar su comportamiento. Uno no llega a saber si es solo un hombre enfermo de vanidad, un esquizofrénico que alucinó, un desvergonzado embaucador que arrastró a su pueblo hacia el abismo —como luego afirmó—, o simplemente las tres. Hablaba mirando a la izquierda, pero lo mismo en política exterior que interna, caminaba hacia la derecha sin que nadie lo contuviera por la confusión que generó. Eran tales la elocuencia de sus expresiones y la aparente ingenuidad, que todos quedaban perplejos sin saber qué pensar. Reagan y la premier británica Margaret Thatcher lo percibieron y, conocedores de cómo inspirarlo, lo condujeron hacia las posiciones de su interés.

En 1987 nombró a Yegor T. Gaidar redactor jefe de la sección de economía de la revista Kommunist, uno de los órganos oficiales del PCUS, y ya se hizo evidente el curso que se proponía transitar. Graduado de Economía en la Universidad Estatal de Moscú y doctorado en Lomonosov en 1980, Gaidar estuvo entre los fundadores del club Amigos de la Perestroika, conformado por académicos e intelectuales de diferentes disciplinas. Se autoproclamaban revolucionarios y tildaban de ortodoxo a todo el que rechazara tomar como paradigmas a Friedrich A. Hayek, Karl Popper y Milton Friedman, cuyos textos convirtieron en base teórica de los cambios económicos; primero entre sus alumnos, hasta que poco a poco se posicionaron en lugares clave para reproducir la ideología neoliberal.

En el propio año 1987 la revista Time presentó a Gorbachov como el hombre del año y le dedicó su portada del número correspondiente al 4 de enero de 1988. Con el Proyecto Democracia cobraron protagonismo otros actores, pues concibió una línea de trabajo de influencia a través de organizaciones no gubernamentales encargadas de promover la alternativa privada al socialismo sin vínculo aparente con los servicios de Inteligencia. Se trataba de aprovechar la filantropía y la buena voluntad que despierta, y en ese propósito las fundaciones de los partidos políticos de Alemania occidental tendrían un rol protagónico. Philip B. Agee, un oficial que sirvió en la CIA entre 1957 y 1968, declaró en 1987:

Dentro del Programa Democracia, elaborado por la Agencia, se cuida con especial atención las fundaciones de los partidos políticos alemanes, principalmente la Friedrich Ebert Stiftung, del Partido Socialdemócrata, y la Konrad Adenauer Stiftung, de los democristianos. Estas fundaciones habían sido establecidas por los partidos alemanes en los años cincuenta y se utilizaron para canalizar el dinero de la CIA hacia esas organizaciones, como parte de las operaciones de “construcción de la democracia”, tras la Segunda Guerra Mundial. (…) Hacia 1980 (…) tienen programas en funcionamiento en unos sesenta países y están gastando cerca de 150 millones de dólares. (Grimaldos, 2007: 150).

Detrás del nombre de la Fundación Friedrich Ebert se esconde el culto al político socialdemócrata que al llegar a la presidencia de Alemania dio luz verde para el asesinato despiadado —los golpearon hasta dejarlos muertos— de las dos principales figuras de la Liga Espartaquista e iconos históricos de la revolución alemana de 1918-1919: Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht.

Ambos dirigentes comunistas fueron brutalmente asesinados bajo la represión
del gobierno socialdemócrata contra los consejos obreros. Foto: Archivo

Otro “filántropo” incorporado fue George Soros, un húngaro que nació en Budapest en 1930 con el nombre de Gyorgy Schwartz. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial su padre colaboró con la Inteligencia estadounidense, y en 1947 le consiguió una beca en el London School of Economics and Political Science, donde tuvo como preceptor a Karl R. Popper, un filósofo austriaco vinculado a Friedrich A. Hayek desde la participación de ambos en el Círculo de Viena, en el que se reunió una élite intelectual resentida tras la desintegración del Imperio Austrohúngaro, que hizo causa común con el clero para asestar el golpe de Estado contra la República y promulgó la constitución fascista en Austria.

Popper terminó de escribir en Inglaterra su obra más importante, The Open Society and its Enemies (La sociedad abierta y sus enemigos), texto plagado de falsedades que publicó en dos tomos en 1944, en el que —al igual que Hayek con Camino de servidumbre, publicado ese año en Londres— aprovechó el rechazo al nacionalsocialismo hitleriano para equiparar el fascismo con el socialismo y el marxismo. En su primera parte Popper arremetió contra Platón y su tesis de La República, consistente en que la verdadera felicidad solo se alcanza mediante la justicia; lo acusó por ello de “totalitario”. Fue en su capítulo diez en el que expuso su tesis central: la idea de una “sociedad abierta” (open society) en contraposición a la “sociedad cerrada”, “colectivista”. Cargó contra Aristóteles, Hegel y Marx —el verdadero blanco de su ataque. A su juicio el marxismo aboga por la igualdad y limita las libertades, y las sociedades abiertas ponderan la libertad individual por encima de la igualdad; la discusión entre igualdad y libertad tiene un filtro: los derechos. Y cuando se prioriza un sistema de iguales derechos para todos, se coaptan la libertad individual y las oportunidades. Este sería el fundamento filosófico de la doctrina neoliberal, sustentada en la preponderancia del individualismo extremo —apela a los instintos primarios de la naturaleza humana— con un marco de actuación social desregulado.

El año que Soros llegó al aula de Popper, su maestro fundó junto a Hayek y Friedman la Sociedad de Mont-Pèlerin, una corporación financiada por bancos suizos y estadounidenses para propagar la doctrina neoliberal. Los tildaban de locos debido a que abogaban por entregar Europa al capital financiero. Durante su reunión fundacional Hayek advirtió que la batalla por las ideas iba a ser determinante y tardarían en ganarla, al menos, una generación. No bastaba con producir libros en una época en que tenían como contrincante a Keynes. Para propagar sus concepciones necesitaban identificar buenos comunicadores entre los medios de prensa, la academia y la universidad. Dos instituciones escogieron como plataforma: el London School of Economics and Political Science y la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Chicago.

Soros se graduó del London School of Economics and Political Science en 1952 y se estableció en el sector de las finanzas en Estados Unidos, donde alcanzó éxito hasta convertirse en millonario. En 1984 creó la Open Society Foundation, que se unió a la CIA y la NED en el financiamiento a la oposición antisocialista en Europa del Este. En los próximos cinco años aportó treinta millones de dólares a los programas de sostenimiento de grupos opositores y a la formación de líderes entre el sector intelectual de Hungría, Checoslovaquia, Polonia y la URSS.

Con fuerza arrolladora la ideología neoliberal se extendió por los países del Pacto de Varsovia. En agosto de 1989 la oposición acabó de hacerse del gobierno en Polonia; en octubre, en Hungría; en noviembre, en Checoslovaquia. Ese propio mes fue derrumbado el Muro de Berlín. En diciembre la oposición rumana sacó de su casa por la fuerza al presidente Nicolae Çeauçescu y a su esposa, y los ejecutaron en la calle, a plena luz del día. La proclamación de independencia lituana, también en diciembre, marcó el principio del fin de la URSS. El 3 de octubre de 1990 se reunificó Alemania y en agosto de 1991 un fallido intento de golpe de Estado en Moscú dio el tiro de gracia a la existencia soviética. El 25 de diciembre Gorbachov renunció ante las cámaras. Ese día fue arriada la bandera roja del Kremlin. El pueblo soviético se alarmó, pero se comportó pacíficamente; la gente estaba extenuada de tanto discurso vacío.

El desmoronamiento del campo socialista puso fin a la confrontación Este-Oeste en los términos de la guerra fría. A la distancia de casi 30 años puede concluirse que, más allá del innegable impacto de la subversión ideológica y las políticas de desestabilización, el efecto dominó del derrumbe estuvo signado por la corrupción, la burocratización del trabajo político y la falta de honestidad —germen extendido a todos los estratos sociales. La sombra del estalinismo contribuyó esencialmente a que cuadros y funcionarios del Partido y el Gobierno no comprendieran las bases de la democracia socialista. Y frente a la trampa tendida por Estados Unidos, el deterioro de la autoridad moral de su dirigencia —dado el distanciamiento con las bases populares— propició que los oportunistas se abrieran paso articulados en torno a los intereses de Occidente.

Como ministro de Economía del nuevo gobierno ruso, el Dr. Yegor Gaidar se convirtió en el líder intelectual del tránsito relámpago hacia una economía de mercado. Casi todo el espacio postsoviético imitó a Gaidar. La frase “terapia de choque” fue vendida por los gurús de la comunicación política occidental como sinónimo de eficiencia y progreso. Pocos escaparon del embrujo…

Partidario al igual que su maestro de poner las ciencias sociales al servicio de la globalización neoliberal, Soros invirtió 300 millones de dólares en inversiones educativas, científicas y de comunicación política como motor de transformación de las sociedades postsoviéticas. Según la herencia reivindicada por él, la ingeniería social neoliberal requiere de una transformación progresiva en el campo de la conciencia, para que las medidas económicas y financieras promulgadas dentro de las terapias de choque hagan su parte sin convulsiones populares. Constituía un imperativo de primer orden superar la tradición marxista de lucha de clases en favor de un reformismo tecnocrático; al tiempo que desmontaban del imaginario popular la idea del Estado como fuente de legitimidad institucional —o sea, primero desvalijaron al Estado de sus activos; luego al propio Estado. “La problemática fundamental que esconden todas estas iniciativas filantrópicas es que se desvanece la política, si esta se entiende como expresión de la voluntad popular. El concepto democracia se diluye al tiempo que lo reivindican gestores privados que solo tratan de avanzar en los intereses de una clase global cada vez más reducida”, advierte el periodista español Ekaitz Cancela (Cancela, 2018).

Open Society contribuyó a desbrozar el camino del capital trasnacional tanto en Europa del Este como en las antiguas repúblicas soviéticas, cercó a Rusia en el plano económico y acercó la OTAN hasta sus fronteras. Hasta aquel instante Estados Unidos justificó la beligerancia contra Cuba por su presencia en África, el apoyo a los movimientos revolucionarios del tercer mundo, la relación con la URSS y la supuesta violación de los derechos humanos. En 1988 se firmó la paz que preservó la independencia de Angola, conquistó la de Namibia y provocó el colapso del apartheid en Sudáfrica; Cuba no estaba involucrada ya en el apoyo a ningún movimiento guerrillero; la URSS estaba al borde del colapso y su dirigente estaba de luna de miel con el presidente George H. W. Bush. En materia de derechos humanos, el gobierno cubano había excarcelado a la mayoría de los presos contrarrevolucionarios, abrió los centros penitenciarios a la Cruz Roja internacional y mejoró las relaciones con la jerarquía de la Iglesia Católica. El Departamento de Estado registró en su informe sobre derechos humanos de 1988 que la situación en la Isla había mejorado.

A Bush no le bastó y promulgó la Ley Torricelli para prohibir el comercio con Cuba a subsidiarias en terceros países de los consorcios estadounidenses —vendían 700 millones de dólares en alimentos y medicinas a la Isla— y la entrada a sus puertos por espacio de 180 días a los barcos que pasaran por ella con fines comerciales. Nació así el “riesgo Cuba”, con recargos de hasta el 22 % sobre las tasas de interés y los precios del mercado mundial.

Cinco años después de que Reagan abandonara la Casa Blanca, el demócrata William J. Clinton desmanteló el último despojo de los mecanismos regulatorios financieros y dejó el planeta bajo absoluto dominio de las grandes transnacionales. Ello acentuó los rasgos predatorios de un capitalismo cuyas normas de rentabilidad imponen la sobrexplotación de la mano de obra y los recursos naturales, y generó una crisis de legitimidad a la democracia representativa. Las grandes transnacionales se dieron a la tarea de perfeccionar los instrumentos de la dominación cultural. Entre sus prioridades estuvieron la privatización de la enseñanza y los programas exportados por universidades y academias de Estados Unidos, mientras una campaña diseñada sobre la base del marketing, la neurociencia y métodos de guerra psicológica intentaba hacer creer que se habían acabado las alternativas y la globalización neoliberal no tenía vuelta atrás; no quedaba más opción que comulgar con su ideología.

La socialdemocracia —que tanto insistió en una tercera vía— comulgó con la doctrina neoliberal y facilitó el desmontaje en el viejo continente del Estado de bienestar social, una vieja revancha de los discípulos de Hayek, Friedman y Popper contra el legado de Keynes. Surgió la corriente “socioliberal” —fenómeno que trastocó los cimientos ideológicos de Europa cuando socialdemócratas y neoliberales se fundieron en cuerpo y alma. El pesimismo se apoderó de la izquierda. Hollywood, las compañías publicitarias, la prensa, los intelectuales orgánicos del capital y la izquierda arrepentida se aliaron para enterrar el espíritu revolucionario. El progreso de las comunicaciones les abrió una oportunidad, dado el alcance en tiempo real de los medios actuales sobre un consumidor cautivo.

Después de pulverizar los sindicatos comenzó el desmontaje de los Estados de bienestar social. Palabras como “dignidad” y “soberanía” se presentaron como caducas; “derechos humanos”, “democracia” y “libertad” se prostituyeron. “Marx quedó encasillado como el inspirador del terror y del Gulag, y los comunistas básicamente como defensores, si no partícipes, del terror y de la KGB” (Hobsbawn, 2015: 404). Entró en crisis la apoteosis de la razón inaugurada por la Ilustración en el siglo XVIII. Las terapias de choque se extendieron por todo el orbe. Los gobiernos manejaban la economía como los conductores de un tren descarrillado, sin saber hasta dónde llegarían ni cómo terminaría todo. Se acentuó la crisis de la ética en el ejercicio de la política.

Fue al propio Clinton a quien tocó instrumentar la Ley Torricelli, concebida para transitar por dos carriles: uno de reforzamiento del bloqueo; otro de intercambio “pueblo a pueblo” con el que aspiraron a diseminar los ideales democráticos definidos por Samuel P. Huntington, uno de los artífices teóricos del Proyecto Democracia. “El capitalismo de libre mercado, basado en el modelo neoliberal, es un requisito previo para la democracia, y cuestionar el modelo neoliberal significa cuestionar la democracia misma” (Robinson, 1996: 23).

Hacia 1995 a la ultraderecha le pareció que no era suficiente. El senador Jesse Helms y el representante Dan Burton presentaron una nueva iniciativa, que aprobó el Congreso el 1ero. de marzo de 1996. Doce días más tarde Clinton refrendó la Ley Helms-Burton. Más allá de su carácter extraterritorial —posibilitó a ciudadanos y empresas demandar en tribunales norteños a compañías de terceros países que invirtieran en propiedades confiscadas por la Revolución—, confiere a la Casa Blanca la facultad de decidir el ordenamiento político que deben darse los cubanos. De acuerdo con su letra (sección 203, inciso c), corresponde al presidente decidir si existe en Cuba un gobierno democrático. Otro acápite (sección 206, inciso c) establece que para su certificación antes debe realizar significativos progresos encaminados a devolver las propiedades expropiadas a partir del 1ero. de enero de 1959 o aportar una compensación absoluta. Esta última medida —violatoria de preceptos consagrados en la práctica jurídica internacional en materia de nacionalizaciones por utilidad pública e interés social— no solo beneficia a los 5911 dueños que hasta la Ley Helms-Burton constituían los sujetos del reclamo. La nueva ley añadió a todo ciudadano de Estados Unidos, con independencia de que lo hubiese sido o no en el momento en que su propiedad fue expropiada por la Revolución, con la evidente intención de beneficiar a los hijos y nietos de los malversadores y carniceros del régimen de Batista, y a toda aquella primera oleada migratoria que a las órdenes de la CIA se incorporó de manera masiva a la cruzada contra el socialismo y los movimientos de liberación nacional, y hoy detentan el poder en el enclave de Miami.

Su sección 109 (incisos a y b), dirigida a fomentar una quinta columna al servicio de Estados Unidos y a establecer con la Organización de los Estados Americanos un fondo de emergencia para su participación como garante de las elecciones si consiguieran derrocar la Revolución, facultó al presidente para crear el Programa Cuba de la USAID, que tuvo como primer beneficiario a Freedom House (775 000 dólares), institución ultraconservadora a la que se integró Frank Calzón, un cubano reclutado por la CIA mientras estudiaba en la Universidad de Georgetown, vinculado luego a las organizaciones terroristas Alpha-66 y Abdala, y cofundador de la Fundación Nacional Cubano Americana (FNCA), de la que fue secretario ejecutivo hasta su ingreso a Freedom House como director del Proyecto Transición. Un año más tarde Calzón creó el Centro para una Cuba Libre, beneficiario de 900 000 dólares de la USAID para el descrédito internacional de la Revolución.

La USAID elevó a dieciocho la cifra de sus contratistas para los programas de cambio de régimen (quince organizaciones no gubernamentales y tres universidades), a los cuales destinó once millones de dólares hasta el fin del mandato de Clinton en 2000. George W. Bush llegó a la Casa Blanca en 2001. En medio de su cruzada antiterrorista anunció que las Fuerzas Armadas de Estados Unidos estaban en condiciones de atacar a sesenta o más “rincones oscuros” del planeta, y desde el enclave de Miami se intentó conseguir una declaración que ubicara a la Mayor de las Antillas en esa lista. Fidel lo conminó a pronunciarse y prefirió callar; su equipo de política exterior diseñaba ya un plan para derrocar la Revolución.

En 2002 Bush nombró como administrador asistente del Buró de Latinoamérica y el Caribe de la USAID al cubano Adolfo Franco, y multiplicó los fondos a dieciséis millones de dólares entre 2001 y 2003; luego constituyó la Comisión para la Asistencia a una Cuba Libre, que en 2005 creó la figura del “coordinador para la Transición en Cuba” y nombró en el cargo a Caleb McCarry, excoordinador de proyectos de la USAID. El Plan Bush implicó un recrudecimiento del bloqueo, la intensificación de la subversión ideológica y un reforzamiento de la ofensiva de diplomacia pública. El anuncio de que contenía un anexo secreto puso de manifiesto que en su diseño podría estarse fraguando una operación militar.

Durante el 2005 la USAID proyectó su trabajo para el período 2006-2008 y dedicó un punto a la influencia sobre la juventud cubana. El documento aprobado estableció someter a chequeo de seguridad las personas encargadas de trabajar en los proyectos, condición requerida para instituciones con acceso a información sensible y al personal de Inteligencia. “El chequeo de seguridad será coordinado por la Oficina de Seguridad de la propia USAID con el Servicio de Seguridad de Defensa” (García, 2009: 104).

Dos años más tarde, en agosto de 2007 fue designada al frente del Programa Cuba la Dra. Elaine Grigsby, economista con un doctorado en la Universidad de la Florida, que entró a la USAID en la administración Reagan para centralizar los programas contra Nicaragua entre 1988-1993. Entre 1997-2001 dirigió la Oficina de Política Económica de la USAID en Rusia y en 2005 fue enviada a recibir formación en el Colegio Nacional de Guerra de Washington, donde se graduó en 2007; tras un mes de vacaciones se incorporó a la nueva misión. Bush se obsesionó con destruir la Revolución antes de culminar su mandato y militarizó el trabajo de la USAID; al tiempo que casi cuadruplicaba los fondos del Programa Cuba de 13,3 millones de dólares en 2007 a 45 millones en 2008.

Tras un escándalo por la malversación de 65,4 millones de dólares de los fondos de la USAID en Miami, Adolfo Franco debió renunciar y lo sustituyó con carácter interino el colombiano José R. Cárdenas, exdirectivo de la FNCA que desde el Consejo de Seguridad Nacional estuvo entre los redactores del Plan Bush. El 14 de mayo de 2008 Cárdenas y Elaine Grigsby convocaron a una reunión en la sede de la USAID con contratistas interesados en aplicar a los fondos de 2008. Grigsby hizo énfasis en el carácter secreto de los proyectos: ante una eventual desclasificación de documentos se mantendría la confidencialidad.

No concretaron el más sensible: el Programa de Planificación de Contingencias para la Democracia en Cuba (CDCPP), dirigido a establecer en la Isla tres terminales de comunicación portátil por satélite, conocidas como BGAN. Funcionarían como un punto wifi de acceso inalámbrico a Internet para sortear los servidores cubanos. El 14 de agosto Cárdenas y Grigsby convocaron a los directivos de Development Alternatives, Inc. (DAI) —desde 2005 contratista operativa de la USAID. Les ofrecieron 4,5 millones de dólares por ejecutar el CDCPP, solo debían elaborar un plan de ejecución con resultados inmediatos. Los instaron a reforzar las medidas de seguridad: “CDCPP no es un proyecto analítico, es una actividad operativa. Se necesita la aprobación de USAID para todo. No podemos trabajar por cuenta propia”, les precisaron (DAI, 2008: 1).

DAI subcontrató por 590 608 dólares a Alan P. Gross, un judío de Maryland, propietario de JBDC Inc. —una firma especializada en conexiones a Internet en teatros de operaciones con presencia del Ejército de Estados Unidos, como Irak y Afganistán. Gross proyectó reclutar judíos que viajaran a Cuba con licencia de grupos humanitarios para introducir el equipamiento necesario pieza por pieza: computadoras, discos duros y equipos de telecomunicaciones; el más comprometedor, un chip no comercial suministrado a la CIA, el Pentágono y el Departamento de Estado para eludir el rastreo de señales satelitales.

Mientras en Estados Unidos se ponían a punto los preparativos para la ejecución de este proyecto, pese a los enormes prejuicios raciales de la sociedad estadounidense, el 4 de noviembre se impuso en las elecciones presidenciales el senador demócrata Barack H. Obama. El candidato republicano John McCain debió pagar las secuelas del fracaso de la “guerra contra el terror” y la desastrosa gestión de Bush para enfrentar el devastador paso del huracán Katrina.

Continuará…

Bibliografía:

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