“De queridos amiguitos…”, ¡el Juanca…!

Norberto Codina
19/1/2021

Cuando al ensayista y guionista Ambrosio Fornet se le pidió, en ocasión del aniversario cincuenta del Icaic, su valoración del cine cubano hasta esa fecha, registró a Plaff! o Demasiado miedo a la vida entre sus películas favoritas, e incluyó en el apartado de guiones el que para este filme hiciera su director Juan Carlos Tabío, en coautoría con el reconocido novelista uruguayo-cubano Daniel Chavarría.

Una de las primeras referencias que recuerdo de Tabío fue ver su nombre incluido, junto a Buster Keaton o Akira Kurosawa, entre otros, en la dedicatoria que Tomás Gutiérrez Alea con humor cómplice “cuela” en La muerte de un burócrata, filme que desde su estreno en 1967 hasta hoy no ha mermado para nada las razones que lo convirtieron en una cita imprescindible de nuestro cine.

Juan Carlos Tabío junto al autor. Foto: Cortesía del autor
 

Lo empecé a tratar en los primeros setenta en la periferia de la inenarrable Chapuza, aquella peña de ajedrez que se desarrollaba en los portales de la Uneac en 17 y H, y donde se celebraban maratónicas o relampagueantes partidas en que todo era permitido. Estaba “legalizado” virar jugadas, o hacerlas por votación, y donde “la logia de sapos” era un conjunto de pintores, escritores, periodistas, músicos, diletantes, o ajedrecistas “de verdad”, e incluso los descendientes del inmortal José Raúl Capablanca, que participaban como parte de un atípico coro griego en el destino de la partida. Entre ellos era asiduo Juan Carlos, junto a amigos que le fueron muy cercanos, como el saxofonista Nicolás Reynoso, el escritor Serafín Tato Quiñones, o el prematuramente desaparecido pintor Heriberto Manero. Cuando cuatro largas décadas después, en acto de justicia poética, se presentara en ese mismo sitio la ejemplar biografía de Capablanca, debida a la autoría de nuestro común amigo y “habitué” de la Chapuza, Miguel Ángel Sánchez, compartí ese acontecimiento con Tabío, como lo hicimos juntos en otras visitas de Miguel Ángel, radicado este desde el año ochenta en los Estados Unidos.

La condición de “tertuliano nato” era consustancial a la necesidad de comunicación de Juan Carlos, algo que se refleja en su cine. Un amigo suyo de larga data como fue el editor literario Frank Pérez, resume esa vocación del cineasta de registrar las circunstancias con “(…) un ojo escrutador y profundo, puesto sobre nuestra historia, la cultura y la realidad cotidiana, como una magistral y gratificante lección de sociología cubana”[1]. Acompañando a esta crónica de Frank, se reproduce una foto de su archivo personal, donde aparecen un grupo de algunos de aquellos muchachones del barrio vedadense que integraban su círculo afectivo, y que tenían como su epicentro el parque Víctor Hugo en 21 y H. Sentados en la escalera de la glorieta, todos con el desenfado propio de los años, al centro del grupo aparece un Juan Carlos adolescente que mira desafiante a la cámara, como desentrañando su temprana vocación por la imagen. A ese nutrido listado de afinidades electivas de la primera juventud se sumaban otros, su primo y como él hombre de cine, Guillermo Centeno; el luego reconocido escritor Miguel Barnet, o mi muy recordado amigo Sigifredo Álvarez Conesa, Fito para sus allegados de entonces, o para algunos que nos incorporamos después. Fui testigo del afecto que Sigfredo le profesaba a Juan Carlos, algo que se podía traducir en un simple intercambio de saludos.

“Los filmes de Tabío tuvieron la virtud de una popularidad sin concesiones, algo que mantienen hasta hoy”.  Cartel del filme Lista de espera. Foto: Internet
 

Los filmes de Tabío tuvieron la virtud de una popularidad sin concesiones, algo que mantienen hasta hoy. Desde la génesis de Se permuta como pieza de teatro, hasta su aventura compartida con su admirado Titón en Fresa y chocolate, o con un guionista llamado Arturo Arango en Lista de espera y El cuerno de la abundancia. En ambos filmes agradezco con total vanidad “guiños amistosos” del dueto autoral, cuando en el primero el chofer de una destartalada guagua se nombra Codina (“Arranca, Codina”), y en el segundo Héctor Quintero interpreta a un personaje llamado Norberto.

Retomando Se permuta —que en los créditos aparece como “idea original de T. G. Alea”, dialogando con aquel agradecimiento de La muerte de un burócrata—, coincido con el ensayista Justo Planas “…al compararla con una película… como De cierta manera (Sara Gómez, 1984), que no solo le es semejante en el cuestionamiento de si un espacio urbano diferente implica per se un estilo de vida distinto en el mismo sujeto, sino que además comparte una sub-trama amorosa entre dos personajes con orígenes culturales disímiles (…) Los dos sujetos que encarna Mario Balmaseda provienen de un ambiente marginal y entablan relaciones con una muchacha que supera la media cultural” [2]. Igual me gustaría sumar a esas asociaciones con la película de Sara Gómez la participación de Juan Carlos en el guion de Hasta cierto punto, en confabulación con Titón y Tato Quiñones, y que incluye el trabajo de investigación en los muelles, algo que me recuerda lo que de documental tiene ese clásico que es De cierta manera, por cierto, filme que sería concluido por Alea. El hoy octogenario Balmaseda es otro de nuestros imprescindibles.

“Ya en el plano más afectivo, siempre recordaré a Juan Carlos Tabío en el entorno familiar (…) compartiendo en su casa aquellos memorables fines de año”. Foto: Cortesía del autor
 

La relación entre ambos directores, maestro y discípulo, amigos ante todo, es algo que extendería en demasía esta evocación. Pero quisiera citar una entrevista que el fraterno Arango, en otro complot que nos unió, le hizo a Juan Carlos, a tenor de su relación y deuda con Titón. En este homenaje, recuerda al final ese magisterio que hizo suyo: “(…) una de las funciones principales de un cineasta es devolver una imagen cada vez más compleja de su realidad, y hacerlo a pesar de las incomprensiones, de las molestias que pudiera provocar esa complejidad”.[3]

Ya en el plano más afectivo, siempre recordaré a Juan Carlos Tabío en el entorno familiar, con su esposa Ileana y su hijo Juan Manuel, con Vivian Lechuga y Carlitos, con mi mujer y mi hija, compartiendo en su casa aquellos memorables fines de año donde al filo de la madrugada preparaba con diligencia un sopón para la resaca —y al que los muchachos a hurtadillas le sumaban cualquier brebaje—; compartir con amigos que le eran muy queridos como Julio García Espinosa y Lola Calviño o Arturo y Omaida; o saludar el milenio lanzando el consabido cubo de agua con una campeona olímpica como María Caridad Colón; gozosos en disfrutar del ron —si era whisky, mejor—, y la amistad, de ahí que nuestras fotos fueran casi siempre trago en mano.

O queda igual algún intercambio epistolar, que por breve e intermitente no deja de ser menos significativo, pues con Juanca esos mensajes podían ir desde la pelota —era un entusiasta empecinado de los Industriales—, hasta las polémicas en boga, asuntos personales o aniversarios cumpleañeros. Cuando compartí con él la opinión de una amiga sobre la difusión del béisbol en nuestros medios, como colofón a un intercambio que teníamos sobre el tema en cuestión (“¿no hay modo de que los fans de la pelota reclamen en el NTV un resumen semejante al que se pone sobre fútbol español y europeo sobre las Grandes Ligas? Luego estaremos quejándonos de un cambio cultural; pero pronto no tendrá remedio”), contestó como un relámpago: “¡Ah, bueno!, no soy el único, ¿quién es esa compañera?”. O hace año y medio, en procura de mi opinión para algunas gestiones relacionadas con su salud: “Norber, acabo de pasar infructuosamente por tu Gaceta (…) Dime, hermano mío, cuándo y dónde podré verte. Besos y abrazos, Juanca”. A tenor de esto lo puse en contacto con Daysi Salas, alguien que me consta que desde la Uneac se preocupó todo el tiempo, junto a Lourdes de los Santos, en acompañarlo hasta el final de sus días a él y a su familia, por el laberinto de chequeos, ingresos y tratamientos. O al recibir la correspondiente felicitación el pasado 3 de septiembre por sus 77, fecha que tenía muy presente por coincidir con el aniversario de mi suegro, a lo que respondió de forma colectiva, citando al inefable Armando Calderón, “Queridos amiguitos…” y concluía con su habitual despedida, “besos y abrazos, Juanca”.

En fin… ya no coincidiremos en tu entrañable espacio —en El Vedado de tus amores—, del parque de 21 y H, donde nos saludábamos al paso, o nos deteníamos para una parrafada, cuando me reclamabas que te visitara, o nos regodeábamos con la broma, a propósito de tu sordera y mi coja visión, de representar la comedia de Gene Wilder y Richard Prior Nada veo, nada oigo.

En fin, Juanca, de “queridos amigos…”, pero queda tu cine, tu actitud ante la vida —inconforme contigo mismo—, tu amor a tu país y a tus seres queridos, y sobre todo para mí, la memoria por siempre entrañable de tu amistad.

 

El Vedado, enero de 2021.

 

Notas:
[1] Frank Pérez Álvarez: “Vocación por la imagen”, La Gaceta de Cuba, mayo-junio, 2014, pp. 38-39.
[2] Justo Planas: “Juan Carlos Tabío: dialéctica del otro espectador”, La Gaceta de Cuba, mayo-junio, 2014, pp. 34-37.
[3] Arturo Arango: “El discípulo, la amistad. Entrevista a Juan Carlos Tabío”, en Para verte mejor. Compilación y prólogo de Norberto Codina, Ediciones Icaic, 2012, pp. 56-63.