dedeté, la pedagogía de la sonrisa

Roberto Méndez Martínez
11/2/2016

No sé cuándo llegó a mis manos por primera vez el suplemento humorístico dedeté, probablemente no fue mucho después de aquel 25 de febrero de 1969, cuando vio la luz el primer número. Por entonces tenía diez años y leía absolutamente todo lo que cayera en mis manos: textos literarios, revistas viejas, catálogos y cuanto periódico encontrara a mi alcance.

Creo que en esos tiempos iniciales confundía, como muchas personas, al nuevo impreso con Palante, que ya tenía varios años de andadura y se había convertido en el tabloide satírico por excelencia al desaparecer Zig-Zag. Pero no transcurrió mucho tiempo para que, sin pretensión teórica alguna, aprendiera a diferenciarlos.

Palante me resultaba atractivo gracias a las “Criollitas” de Wilson, al inacabable diálogo del gordo y el flaco de “¡Ay, vecino!” y me resultaba curioso el hábito pop de apropiarse de viejas fotos para otorgarles un nuevo significado, siempre en el ámbito del grotesco crítico, como el humor negro de algunos textos de Évora Tamayo. Sin embargo, esta publicación, nacida con un ánimo absolutamente combativo, insistía y reiteraba su humor grueso, lanzaba su buchada de ácido contra todo sospechoso de disensión ideológica y con frecuencia prefería la caricatura torpe, la diatriba desembozada, antes que el equilibrio artístico.

En sus antípodas dedeté apostaba por la crítica social pero a partir de una riesgosa fantasía creativa.

En sus antípodas dedeté apostaba por la crítica social pero a partir de una riesgosa fantasía creativa. Nada sabía por entonces de sus antecedentes, los dos suplementos anteriores de Juventud Rebelde: El sable y La chicharra, ni del aprendizaje que algunos habían tenido en una publicación de corta vida pero con larga influencia artística: El Pitirre, que en apenas dos años de existencia pudo mostrar la ejecutoria de figuras cuya enumeración parece hoy una antología de maestros del humor: Chago Armada, Nuez, Posada, Muñoz Bachs, Fresquito Fresquet y Chamaco.

Para mí eran nuevas aquellas páginas olorosas a tinta que algún adulto separaba del diario y me entregaba para que “leyera los muñequitos”, con esa confusión tan propia de los mayores que creen que las caricaturas y chistes son esencialmente cosas infantiles. Pude darme cuenta con rapidez de que esta publicación apostaba más por el dibujo que por el texto escrito y aunque nada sabía de movimientos artísticos, me ganaban lo extraño y para mí misterioso de su estética, los dibujos nada realistas, las caricaturas fantasiosas, el humor más intelectual, ese que yo pretendía que los adultos me ayudaran a descifrar y la mayoría de las veces apenas lograba que tartamudearan y salieran del paso diciéndome: “Nada. Eso es una bobería. Cosa de ellos…” pero se quedaban un poco pensativos.

Pude darme cuenta con rapidez de que esta publicación apostaba más por el dibujo que por el texto escrito y aunque nada sabía de movimientos artísticos, me ganaban lo extraño y para mí misterioso de su estética.

Quizá era por entonces el lector ideal del suplemento porque no intentaba confrontarlo con esquema alguno, ni tenía la pedantería de encasillarlo en tendencias. Sabía que no todo su contenido pretendía obtener la risa o la sonrisa del mismo modo, había un humor más asociado a situaciones de la vida cotidiana, otro apegado al oscuro sarcasmo y uno, el que más me atraía, que demoré en identificar como filosófico.

Pero muy pronto me apegué a la página final, esa reservada para una historieta que nunca he podido borrar de mi memoria: “Gugulandia”, aquella que se desarrollaba “cuando la furia de los placatanes imperaba sobre la faz de la tierra”. En cada número comenzaba por el final para enterarme de las ocurrencias de Gugu, el Jefe de la tribu, el Hechicero y la inefable Guga. Lo mejor del caso es que no hubiera podido explicar el sentido de aquellas situaciones, muchas veces ambiguas que tras la risa inicial dejaban mucha tela por donde cortar.

Por años seguí aquellas creaciones de Hernán H. En mis días de estudiante universitario fui uno de los asistentes al Pabellón Cuba en 1977 cuando él hizo una gran muestra con sus personajes llamada “El trabajo hizo al hombre” y me dolió muchísimo cuando la historieta desapareció a inicios de 1980 y Hernán se marchó a Estados Unidos. Sigo pensando que fue una de las creaciones de humor gráfico de mayor alcance entre nosotros y que solo podría equipararse con “Salomón”, aquella invención atrevida y mordaz de Chago Armada. Más allá de cualquier diferendo ideológico, Hernán H debería estar presente en cualquier estudio sobre el humor insular en tanto pudo demostrar que se podía hacer filosofía y arte sin ser pedante, ni vulgar, ni perder esa gracia criolla a la vez delicada y punzante.

dedeté me acompañó durante buena parte de mi vida. Cuando mis padres me visitaban en la Escuela al Campo, en su equipaje no solo traían ropa limpia, jabón, leche condensada y mariquitas de plátano, siempre venía algún ejemplar de la publicación, que leía y ponía a buen recaudo, para volver a examinarlo antes de que alguna mano artera se lo llevara lejos. Muchas veces en el preuniversitario dejé a un lado un texto de geometría analítica o unos poemas de Vallejo para “refrescar” en sus páginas y su presencia después fue tan bienvenida bajo los laureles de la colina universitaria como en un campamento cañero en un lejano rincón de Camagüey. En los años 80, cuando ya era un sociólogo de día y un escritor nocturno, pasaba regularmente por casa de mi tía Carmela para buscar las dos publicaciones que más me interesaban y que ella me conseguía puntualmente en un estanquillo próximo: El Caimán Barbudo y dedeté.

Para entonces mi mirada a la publicación era otra. Ya podía disfrutar conscientemente de los dibujos casi goyescos del gallego Posada y podía reconocer los talentos distintos de caricaturistas como Ajubel, que comenzaba su trayectoria de multipremiado y de Ares, sin desdeñar los aportes de Tomy o de Ardión. Pero además, los de mi generación comenzaban a tomar cartas en el asunto. Al calor de la renovación plástica propiciada por la crítica generación de los 80, Antonio Eligio (Tonel) a quien había conocido en la Universidad, dejaba una impronta nueva en el humor gráfico y un tiempo después, un joven médico con consulta en un hospital habanero, Félix Ronda, deslizaba en la publicación dibujos exquisitos e inquietantes, algunos de los cuales mostré al público en una exposición de la que fui curador. Precisamente, ese talento para no enquistarse, para no repetirse, fue el talento principal de los principales directores y artistas que han formado el equipo del suplemento.

El “período especial” afectó grandemente a la publicación como a tantas cosas en el país. Menos páginas, tiradas más cortas, enormes dificultades para conseguir el tabloide, que a pesar de todo, no perdió el ingenio y el buen humor y ha sobrevivido…pero dejo a los más jóvenes juzgar cuánto se sienten representados en el dedeté de hoy, porque tengo ya más de medio siglo y las cosas van muy rápido para mi ritmo cardíaco.

De todos modos, en algo no he perdido la condición de adolescente, el humor no me parece ni superfluo ni desechable, hay una corriente en él que está bien ligada al arte y al intelecto en general. Cuando paso por el sitio vecino a la Plaza de la Catedral donde estuvo el estudio de José Luis Posada, o me pongo nostálgico por hallar en Internet una página aislada de “Gugulandia” o veo que accedió a los muros de Bellas Artes un dibujo de Tonel, siento que dedeté formó parte inseparable de mi “curso délfico” —para decirlo al modo lezamiano— en el aprendizaje de la cultura cubana. La pedagogía de la sonrisa, he ahí el misterio que tantas veces nos ha salvado la vida.