Delirios de lector trasnochado

Ricardo Riverón Rojas
26/3/2021

Soñé que leía a mis amados poetas de las generaciones del 27 y 50 españolas, pero esos libros no estaban al alcance de mi mano. Tuve la Antología de Poetas españoles del siglo xx (1965 y 1981), que preparó Roberto Fernández Retamar, y Nueva poesía española (1968), compilada por José Batlló, pero se desvanecieron en boca de los ácaros, en mi librero. En mis inicios de lector tuve el enorme privilegio de leer las obras más significativas de la literatura universal, adquiridas por centavos en la amplísima plataforma de promoción de la literatura que tempranamente instauró el gobierno revolucionario.

No hablemos ya de la famosa edición del Quijote, concierto de apertura de lo que sería la apoteosis de una cultura literaria creciente durante varias décadas. Recordemos entonces las colecciones Huracán, Cocuyo, Bolsilibros Unión, Contemporáneos, Manjuarí, Literatura Latinoamericana, La Honda, Radar, Dragón y varias más, traídas a nuestras vidas por las inteligencias de Ambrosio Fornet, Edmundo Desnoes, Rolando Rodríguez, Roberto Fernández Retamar, Nicolás Guillén y otros intelectuales que pusieron al libro cubano en la primera trinchera de la batalla cultural con que la Revolución decidió validarse como proyecto signado por la inteligencia.

El Quijote fue el “concierto de apertura de lo que sería la apoteosis de una cultura literaria creciente
durante varias décadas”. Fotos: Internet

 

Los días más recientes portan otras cualidades. Una parte de esos libros no se ha reeditado nunca, o al menos no lo suficiente. Es un hecho irrebatible también que como consecuencia de la política de promoción de nuevos talentos, en dos, o quizás tres décadas, se ha publicado más a los autores cubanos contemporáneos que a los clásicos, bien sean universales o cubanos. Pese a ser un autor que en buena medida vive de sus honorarios, preferiría otro balance.

Se sabe que el tema de la adquisición de los derechos constituye una barrera difícil de sortear, pero hay obras sin sujeción a derechos, puesto que ya caducaron, que merecerían reediciones. En mis delirios de lector que trasnochaba pegado a los libros, sueño con nuevas ediciones, en papel, de esas joyas.

Los elementos económicos que obligan a desplazar prioridades, en lo tocante a la cultura han afectado de manera notable a la literatura y su principal vocero, el libro. Y no todo es consecuencia de la pandemia Covid/19, pues entre el reforzamiento del bloqueo, el boom de lo virtual, lo audiovisual y lo espectacular, a lo que se le suma la casi total desaparición de la oralidad literaria con público presente (esto sí, más que todo, por la pandemia) el hombre con un libro abierto en la mano ha devenido figura demodé.

Y conste que no rechazo el libro digital (advenedizo luminoso y arrasador), pero sé que durante un buen tiempo muchos continuaremos disfrutando el contacto con el libro, como si con tocarlo todos nuestros sentidos participaran de esos mundos que las páginas inventan o reproducen. Con toda seguridad las generaciones que nos sustituyan migrarán totalmente hacia la pantalla, pero falta un poco aún para que escribamos el epitafio definitivo del libro concebido para el lector analógico.

En un momento de inicios del presente siglo, con el boom de la Feria Internacional del Libro se hicieron numerosas y tentadoras ediciones de clásicos. Fue una segunda luna de miel con los libros. Más de ocho millones de ejemplares se produjeron solo para la primera de las ferias generalizadas a todo el país, y el poligráfico Alejo Carpentier se habilitó para producir, exclusivamente, libros.

Bien sabemos de la importancia que Fidel —lector él también— le concedía a la lectura, pero tengo la impresión de que el concepto “feria” fue erosionado por la rutina y lo repetitivo, mientras que la producción de libros comenzaba su recesión, al parecer imparable hasta casi tocar fondo de 2019 a la fecha. Y no es que no se le incorporaran variaciones al magno evento, pero la feria merecía revolucionar más osadamente sus diseños, con variantes de intercambio más atractivas. La observación de unas quince de ellas me ha permitido percatarme de que la masividad de la misma se concreta más en un público comprador que en uno interesado en los intercambios.

“El hombre con un libro abierto en la mano ha devenido figura demodé”.
 

Vivimos momentos de acciones agresivas contra la institucionalidad, y la cultura se perfila como el primer bastión que intentan derribar quienes andan pidiendo diálogos con un solo emisor y un solo receptor: ellos. No son tontos nuestros enemigos, y la prueba es que lanzan su más potente armamento ideológico contra los espacios de inteligencia: los linchamientos virtuales en las redes, la devaluación al bulto de toda la producción de ideas y arte en la Isla, las noticias falsas sobre atropellos, la resemantización y manipulación del discurso revolucionario para apropiárselo solo pueden ser enfrentadas con éxito por un discurso cultural rigurosamente compuesto y diverso, así como por acciones inclusivas y expansivas de los saberes. Y no creo que exista herramienta más eficaz para ello que el libro en cualquiera de sus variantes.

Durante mi época de director de una editorial recuerdo la obligatoriedad del depósito legal a las bibliotecas. Esa es, hoy, una práctica con cumplimiento desigual. Me consta que hay editoriales que no cumplen con ella, pese a la existencia del decreto ley que la instaura, y también sé de bibliotecas que no reclaman su cumplimiento. Las labores de promoción de la lectura, que constituyen la misión principal de las bibliotecas, deberían replantearse el trabajo de extensión bibliotecaria con mayor intensidad. Igualmente los encuentros autor-lector en sus sedes deberían recuperar el vigor que en otro tiempo tuvieron. La renovación y ampliación de las colecciones, descartadas, saqueadas, apolilladas constituye una urgencia de cuya magnitud quizás no tengamos aún plena conciencia. Tengo la esperanza de que la nueva dirección de la Biblioteca Nacional retome algunas prácticas abandonadas. Y que los presupuestos de Cultura conciban partidas para compras de ejemplares con los cuales nutrir las menguadas colecciones.

Seguiré soñando mi país como una comunidad humana centrada en los saberes acumulados y almacenados en los libros, no en las efímeras famas de los escenarios (virtuales o físicos) donde se despliega el culto a la marginalidad, al lenguaje basto y bronco, a lo light, a lo desideologizante y desestabilizador. Nunca rendiré culto a esos egos engordados por unas fábricas de la mentira que disfrazan de arte cualquier cosa.

Más libros. Sueño con más libros, con más lectores. Duermo con libros en el regazo: releo aquellas obras que en mi juventud me enseñaron que la vida puede vivirse varias veces en la vida de otros y, como no, en la propia, siempre que sepamos nutrirla con lo mejor del conocimiento. El libro cubano no solo tiene historia sino que también es constructor de la Historia y también, cómo no, visionario. Ratifiquemos nuestro voto a su favor.