Deporte en Cuba: entre la mística y el mercado

Luis Toledo Sande
19/12/2018

La Revolución Cubana ha tenido en los deportes uno de sus mayores logros. Visiones en simpatía, pero con perspectivas positivistas, o pragmáticas, podrán hallar la mejor comprobación de esa verdad en los incontables triunfos internacionales cosechados: medallas y títulos olímpicos, mundiales, panamericanos, centroamericanos, del Caribe y otros que, impensables antes de 1959, han sido abundantes desde poco después del triunfo revolucionario alcanzado al rayar ese año.


Delegación cubana en los Juegos Olímpicos de Río 2016. Foto: EFE

 

Pero difícilmente una conquista de Cuba en los deportes sea más meritoria y germinante que la masividad cultivada en su práctica. Se trata de un ímpetu democrático, popular, propio de una obra revolucionaria emprendida con los humildes, por los humildes y para los humildes. No sería cuestión de triunfos personales más o menos aislados, aunque también honrosos, como los de Ramón Fonst, en esgrima; José Raúl Capablanca, en ajedrez, y Kid Chocolate, en boxeo, por citar tres ejemplos extraordinarios.

Los dos primeros tuvieron entornos familiares favorables para sus respectivas carreras, mientras que la también legendaria hazaña del tercero se inscribió en la lucha individual contra la pobreza. Por ello devino símbolo y fuente de ilusiones colectivas. No sería el primer caso ni el último en la realidad de hoy: el uso del deporte como opio destinado a sustituir la lucha en pos de la justicia social por un individualismo elitista superpuesto a una realidad en que las mayorías quedan al margen o totalmente excluidas de las ventajas.

En Cuba, la euforia suscitada por un movimiento cuyos mejores frutos se basaron en la masividad, gracias a la cual cosechó victorias sin precedentes, tal vez llegó a generar determinado grado de embriaguez emocional vinculada al llamado alto rendimiento. Sería pertinente indagar hasta qué punto los laureles conseguidos en ese camino propiciaron cierta inercia por la cual la masividad se descuidó o no se atendió con igual ahínco que en las primeras décadas de la Revolución. Incluso en este país —guiado por la vocación de digna equidad—, más allá de las buenas intenciones, el concepto de alto rendimiento puede apoyar un determinado sentido de minoría, aunque se dé por sentado que nada hay aquí del sentido elitista, discriminatorio, de sociedades cuyos valores y desvalores se propagan como esporas, y no precisamente de hongos nutritivos.

En un proyecto emancipador —vinculado con el ejercicio de la voluntad y renuente a someterse a las trampas del mercantilismo— tampoco lo destinado al deporte se rige estrictamente por el cálculo económico y un supuesto sentido común. Sería absurdo ignorar lo que para ese proyecto significó un campo socialista —especialmente de la Unión Soviética— que le garantizaba relaciones económicas calificables de mutuamente ventajosas. Para mal y para bien, nada era ajeno entonces a las tensiones de la geopolítica, ni lo es hoy.

El posible desequilibrio en la administración de los recursos lo compensaría el afán justiciero que hizo del deporte y su disfrute un derecho del pueblo; una realidad que se expresaba asimismo en otras esferas vinculadas de distintos modos entre sí y con el deporte: salud, educación y cultura. Ellas, en las que resulta lógico y orgánico pensar cuando se habla del desarrollo deportivo, aunque no sean objeto de atención de las presentes notas, tributan asimismo al buen estado de lo físico y lo espiritual: mens sana in corpore sano, para recordar la máxima latina.

Cuba devino potencia deportiva a niveles que no tenían equivalencia con el tamaño de su territorio, la cifra de su población o el poder de sus arcas. El articulista confiesa que, junto con orgullo y satisfacción por los logros de su patria en competencias deportivas, a menudo sentía perplejidad. Un momento particularmente alto en esa combinación lo vivió en 1992, con las Olimpíadas de Barcelona, celebradas cuando Cuba tocaba fondo en las precariedades económicas, acarreadas por lo que se denominó período especial en tiempo de paz.


El equipo femenino de voleibol, popularmente conocido como Morenas del Caribe,
se ha convertido en campeón olímpico en tres ocasiones. Foto: Internet

 

Militarmente amenazada —y agredida—, y bloqueada económica, financiera y comercialmente por el poderoso imperialismo estadounidense, tras el desmontaje del campo socialista y de la URSS, había perdido la gran mayoría de sus vínculos comerciales. Tal realidad —que le dificultaba la obtención de recursos para la subsistencia cotidiana y, por tanto, para los deportes— la hacía todavía más vulnerable al saqueo de talentos en general, y deportivos en particular. Pero en Barcelona alcanzó el quinto lugar, por encima de naciones poderosas que la superaban en tamaño y población.

Más que portentoso, semejante triunfo parecía imposible, como imposible parecerá para algunos —¿serán pocos?— el hecho de que siga resistiendo los embates de la hostilidad imperialista, que no cesa. Aquel quinto lugar llenaba al articulista de alegría, y de preocupaciones. La mayor de sus hijas, entonces con diez años recién cumplidos, se percató de los sentimientos del padre y le preguntó, asombrada, si “eso” —el hecho de que Cuba alcanzara semejante victoria— “era malo”.

El padre se sintió en apuros. Sin saber cómo explicarle a la niña sus pensamientos, le ratificó su alegría por los éxitos cubanos, que eran, más que buenos, extraordinarios. Como en la casa se criaban peces de colores, le propuso pensar qué pasaría si destinaban todos sus recursos, o la mayor parte de ellos, a ganar concursos internacionales de piscicultura —afición cara. Llegaría el momento en que no quedaría más opción que echar en la olla los bellos pececitos criados con esmero. Ni remotamente el padre estaba satisfecho con su explicación, más que insuficiente. Y no lo libraba de una idea inquietante: qué pasaría cuando Cuba no pudiera lograr victorias comparables con las que estaba cosechando en Barcelona.

Si hoy Cuba conquista un tercer lugar en Juegos Panamericanos, los enemigos de la Revolución intentan escarnecerla echándole en cara que ha quedado no solo por debajo de los Estados Unidos, sino también de México, mientras que los defensores de la Revolución pueden sentirse insatisfechos, o angustiados, porque antes su patria quedaba mejor.

Así, ni los primeros —expertos en manipular datos fraudulentamente—, ni los segundos —que abrazan como cuestión de honor el recuerdo de los índices que hicieron de Cuba una gran potencia deportiva— se detienen a valorar la descomunal relevancia de ese tercer puesto si se considera la extensión territorial y la cantidad de habitantes de este país, por no hablar de sus recursos económicos. No, eso no hará feliz al padre que dio aquella explicación: solamente le propicia estimar que sus preocupaciones no eran infundadas, y eso está lejos de tranquilizarlo.

Los conceptos sobre los cuales la Revolución fundó el movimiento deportivo nacional fueron propios de un proyecto socialista negado a someterse a las leyes del mercado. Sería un despropósito plantear —como a veces se sugiere— que Cuba se perdió durante décadas la posibilidad de insertarse en la dinámica mundial del deporte rentado (término más exacto que profesional), porque a los deportistas cubanos les faltaban los ingresos que otros obtienen, pero no la consagración al deporte. Si algo debe lamentar el pensamiento revolucionario no es solo que Cuba no haya podido mantener el ideal de deporte no comercializado por el cual apostó, sino que no le haya sido posible conservar la preponderancia del colectivismo asociado a la propiedad social con la misma intensidad que le imprimió durante décadas.

En tal sentido, pudiera suscitarse el culto acrítico de los éxitos —más exactamente, de los ingresos— vinculados a contratos que gestionan y asumen el deporte como un negocio. A menudo parece enaltecerse el triunfo individual de los atletas contratados en el exterior como si nada tuvieran que ver con lo invertido por la nación en formarlos. De igual modo lo ha hecho para tener en otras esferas, en función del proyecto colectivo, profesionales que con frecuencia terminan captados por el saqueo de talentos, y que pueden hasta pensar que nada le deben a la sociedad cubana, a la Revolución. Con ese criterio creen autoliberarse de responsabilidades y deudas colectivas.


El pelotero cubano Alfredo Despaigne firmó en 2017 un contrato con el club japonés Halcones de Soft Bank.
Foto: Yuhki Ohboshi

 

Si bien es torpe satanizar la profesionalización rentada de deportistas y la aspiración a tener ingresos para enfrentar el costo de la vida, tampoco es acertado idealizarlas. No se trata aquí de discernir si los millones que las empresas del deporte rentado pagan a los atletas más exitosos responden a la importancia de su desempeño deportivo o al negocio publicitario; ni se intenta abundar en un tema ya rozado a propósito de Kid Chocolate: el culto del éxito personal y la mengua de preocupaciones sociales, con lo cual las injusticias del sistema capitalista estarán mejor resguardadas.

En los cimientos de la sociedad le corresponde a la educación una gran importancia. Y la educación incluye desde conceptos determinantes —o visiblemente asociados a la política—,  hasta comportamientos necesarios para defender las ideas y la condición humana. Sería ingenuo aspirar a una buena educación en lo concerniente al deporte cuando en el conjunto de la estructura social la conducta se aprecia quebrantada y la civilidad peligra. Pero como espectáculo y como reclamo de consagración y disciplina —y por lo atractivo que resulta, en especial para la juventud—, el deporte tiene mucho que aportar en hechos y en imágenes en cuanto a la siembra de valores cívicos.

Para no ir más lejos: si quienes conducen y entrenan equipos no se dirigen como educadores a los atletas, poco será lo bueno que deba esperarse de estos últimos. Si los deportistas expresan groseramente sus satisfacciones o sus disgustos y nadie intenta enseñarles otros modos de hacerlo, lo soez y la chabacanería estarán más calzados. Si los árbitros deciden mal o, aun haciéndolo bien, se desconoce su autoridad —aunque ello solo sea con miradas y gestos— la ingobernabilidad estará recibiendo abonos constantes dentro y fuera de las áreas de competencias.


La calidad del arbitraje es un componente imprescindible para aspirar a buenos resultados deportivos.
Foto: Internet

 

No terminan ahí los peligros. Permitir que directores y atletas actúen a su antojo también refuerza las peores imágenes y las más repudiables prácticas. Si un árbitro expulsa a un deportista que ha tenido un gesto grosero u obsceno, y el mentor del equipo —título que debe ganarse por la calidad y la ética de su quehacer— no sale a increpar a su deportista, sino a protestar contra el árbitro, contraviene la civilidad de la nación, tan necesitada de cultivar las mejores cualidades humanas.

Todo eso reclama cuidado. Estamos en presencia de una realidad que sirve para atender exigencias mayores. Los funcionarios del movimiento deportivo y la prensa vinculada tienen ante sí tareas y responsabilidades que cumplir. No vale confiarlas a los grandes medios (des)informativos que representan otras concepciones sociales, aunque en ellos no pulule la grosería ostensible. Aun sin llegar a lo más profundo y de mayor alcance en esclarecimientos urgentes, vale insistir en que es sano y necesario conservar el deseo de la masividad, inseparable de la justicia social y base de los mayores triunfos de Cuba, no solo en el deporte.


La masividad, vinculada a los beneficios de la salud y el esparcimiento, constituye
una esencia del deporte cubano. Foto: Ricardo López Hevia

 

A veces parece que esos ideales se desconocen o se minimizan, y de este modo es posible impugnar los conceptos que caracterizaron a la Revolución Cubana desde sus décadas fundacionales, y que hoy la mantienen viva. Hay asuntos que requieren un análisis mayor. Cada quien tendrá derecho a disfrutar de contrataciones —o a padecerlas, aunque sea fácil oír expresiones de comprensión para el deportista que dentro del país pasa meses o semanas lejos de la familia, y no para el que lo hace para ganar dinero en el exterior—, pero ese derecho no borra las realidades de la deserción. Es posible oír que se menosprecian los valores del deporte no rentado, que pudiera calificarse de ideológico o incluso de místico, debido a que no está regido por aspiraciones de altos ingresos, sino por ideas. Pero hasta hoy parece que ese es el deporte que le ha dado a Cuba sus mayores triunfos, incluidos los de la ética.

Justo cuando trabajábamos en la edición de este artículo del profesor Luis Toledo Sande, supimos de la impactante intervención de Yipsy Moreno sobre el mismo asunto en la Comisión de Salud y Deporte de la Asamblea Nacional del Poder Popular. Por la absoluta correspondencia de perspectivas entre ambos materiales, compartimos aquí la reseña de Cubadebate sobre la mencionada intervención de Yipsy.