Hace algo así como medio año fui invitado a participar en un taller dedicado a los temas “vulnerabilidad” y “buenas prácticas” en la enseñanza. Para el Licenciado en Pedagogía que soy, por la especialidad Español y Literatura, fue un momento especial la oportunidad de regresar a este acervo y modo de pensar propio de quienes —junto con la transmisión de conocimientos— también deben de formar la persona, en toda la extensión y contexto donde la palabra merezca tal significado. Organizado por el Consorcio de Estudios Avanzados en el Extranjero / Centro Divisional de Cuba de la Universidad de Brown, iniciativa que tiene su sede en la Casa de las Américas y agrupa a 14 universidades estadounidenses que organizan en Cuba cursos para estudiantes norteamericanos, asistieron docentes de diez países quienes, a lo largo de tres días, participaron de un apasionante espacio de intercambios sobre la base del ensayo Pedagogía de la vulnerabilidad: definiciones, ideas preconcebidas y aplicaciones, de Edward J. Brantmeier (2013).

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El concepto, que para su desarrollador es aplicable, lo mismo que su práctica, “a distintas disciplinas, como también, de forma general, a la enseñanza en cualquier entorno educativo”, puede ser definido como: “ábrete, contextualiza tu yo en los sistemas y constructos societales que sean, coaprende, admite que hay cosas que no sabes, y sé humano”. Si uno mueve estas coordenadas hacia otros espacios organizados en los que haya que transmitir conocimiento, ¿qué significa “coaprender”? ¿Qué tiene que aprender el que enseña? ¿Cuáles son las consecuencias de esta vocación de diálogo para el ejercicio de la autoridad? ¿Qué ocurre cuando alguien que dirige un proceso social se autoanaliza y reconoce como “vulnerable”? ¿Qué debe hacer? ¿Intentar ser “invulnerable” o “abrir” al diálogo su invulnerabilidad? En este último caso, ¿qué es “abrir al diálogo” la vulnerabilidad propia?, ¿para qué se realiza algo así y con cuáles consecuencias para aquel que se expone, para quienes lo escuchan y para el proceso en el cual todos participan?

II

Según la tercera edición de The American Heritage Dictionary of the English Language, la palabra “vulnerable” es un adjetivo del original latino vulnerãre: herir. En su primera acepción la palabra significa: 1. a. “susceptible de daño físico” y 2. a. “susceptible de recibir ataque”. El ejemplo empleado para dar idea del uso es una frase de Alexander Hamilton: “Sin flota ni ejército somos vulnerables lo mismo por agua que por tierra”. Para el Gran Diccionario de la Lengua Española (Spes Editorial, 2011) debemos entender como “vulnerable” aquello “que puede ser herido, dañado o perjudicado”. Los ejemplos empleados dan idea de la complejidad en el uso de la palabra: “es una persona muy vulnerable; la herida es vulnerable de infección”. Esto se ve con más claridad cuando buscamos el sustantivo “vulnerabilidad”, en cuyo caso el ejemplo es: “se echa a llorar con frecuencia por la vulnerabilidad de su carácter”. De esta manera, lo vulnerable es algo penetrable, que nos deja desprotegidos, algo mediante lo cual o gracias a lo cual podemos ser dañados e incluso destruidos, una cualidad del ser o manifestación de la conducta lo mismo que una determinada condición física, propia del cuerpo de la persona. Es así que lo vulnerable es tanto algo que se “nota”, se “ve” o es inocultable, como igual es algo que las personas llevamos por dentro y en un punto o momento preciso se pone de manifiesto; es tanto componente de nuestra identificación, de cómo somos reconocidos por los demás, como nuestro más profundo secreto, que nadie sospecha, mas permanece ahí. Así, una herida que sangra confirma la vulnerabilidad del cuerpo, atravesado, golpeado o desgarrado por algún objeto; pero, ¿cómo identificar y reaccionar frente al daño o herida que no solo es no visible, sino que, por lo general, las personas nos esforzamos por ocultar?

Lo fundamental a entender aquí es que la condición de vulnerabilidad está en relación directa con la intensidad de uno o varios episodios que los sujetos han experimentado como daño a lo largo del tiempo; algo que desearían no haber vivido y que no olvidan siquiera un instante; que mantiene conexiones íntimas, viscerales, con lo que internamente define a la persona y que también, lo peor, es susceptible de brotar en cualquier momento y descolocarlo. Esa “cosa” interna y desgarradoramente propia, que la persona daría cualquier cosa por poder arrancar y desterrar de sí, es el centro de una dialéctica terrible en la cual participan los otros (familia, vecinos, compañeros de trabajo, desconocidos, sociedad en general) y, en particular, quienes ejercen poder. Apelando a una ironía cruel, las “herramientas” que se ofertan para semejante tarea comprenden, entre tantas otras, el prejuicio, la burla insidiosa, el chisme, el acoso, el abuso, la agresión física o verbal, la conspiración.

El espectro de posibilidades o el abanico de las situaciones en las que podemos imaginar que una persona se sienta vulnerable es tan amplio como todos los momentos en los que supongamos que alguien pueda haber recibido rechazo, aislamiento, acoso, silencio, frialdad, violencia física, verbal o cualquier variedad de práctica lesiva solo por el hecho de ser portador de alguna característica o atributo que lo señale o marque como “diferente”. En términos concretos, esto lo mismo puede referirse a sujetos que provienen de ambientes desfavorecidos, dentro del arco que va desde la pobreza hasta la marginalidad y el abandono, que a la puesta en práctica de prejuicios derivados del origen geográfico, regional o barrial de las personas; que a cuestiones propias de la fe religiosa; que a la condición femenina en un ambiente contaminado por normas de masculinidad tóxica; que al color “negro” de la piel en espacios organizados alrededor del denominado “privilegio blanco”; que a las variantes de identidad LGBTI en lugares homofóbicos; que a los prejuicios acompañantes de las nociones de belleza, la discapacidad física o las deficiencias cognitivas.

En cuanto a las llamadas “buenas prácticas”, la autora Carmen Solla Salvador entiende como tales, en el volumen Guía de buenas prácticas en Educación Inclusiva (2013): “… las formas óptimas de ejecutar un proceso (en nuestro caso, la inclusión educativa), que pueden servir de modelo para otras organizaciones” (p. 12). El concepto, que según palabras de la autora “se refiere a la calidad integral de la intervención”, además de ello abarca tanto “la gestión” como “los procedimientos”; en el caso particular del trabajo de Solla, ubicado en el espacio educativo, “se ha valorado fundamentalmente que la intervención propuesta respondiera a las necesidades de los alumnos afectados, identificando las barreras al aprendizaje y la participación en el sistema educativo, y proponiendo soluciones para la superación de estas barreras” (Idem). Al proponerse identificar “barreras al aprendizaje y la participación”, los proyectos de “buenas prácticas” reorganizan y remueven el acto de educar (la clase y la escuela en toda su extensión, derivaciones y conexiones familiares, barriales o sociales) porque colocan en primer plano la atención a la vulnerabilidad, la discriminación y la exclusión. Esta combinación de aprendizaje y participación, por su parte, implica que la propuesta no está dirigida a identificar unos sujetos de la diferencia a los que se hace necesario “tratar” (como si se tratase de momentos clínicos dentro de la clase o el grupo), sino de voces que han de participar dentro de las interacciones y flujos comunicativos del grupo en condiciones de igualdad. En este contexto el acto o momento de “hablar” es tan relevante como las convenciones que puedan existir y sea necesario superar o apartar en cuanto a lo que se considere que debe ser callado o silenciado; es así que expresión y secreto, visible y oculto, habla y silencio, son campos imprescindibles por igual para acercarnos a la confluencia de la “buena práctica” y la “vulnerabilidad”.

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III

Si bien en párrafos anteriores hemos visto un amplio espectro de posibles apariciones de “lo vulnerable”, todas estas manifestaciones se concentran en atención a un elemento unificador: alguien tiene que ocuparse de herir, vulnerar, lesionar, burlar, humillar, agredir al otro, y ese alguien, por lo general, impone (o trata de imponer) una relación asimétrica dentro de la cual aquel a quien toca cumplir papel de víctima apenas tiene posibilidad de rebelión. Dicho de otra manera, la condición de vulnerabilidad implica una relación de asimetría en términos de poder, puesto que se trata de la relación entre alguno (o algunos) colocado(s) en el lugar de quienes dictan y controlan el cumplimiento de normas (respecto a lo que debe ser o sobre cómo se debe ser); el grupo que las acepta, obedece e incluso se convierte en guardián de estas; y quienes no encajan por entero en tales límites o se encuentran radicalmente “afuera” e incluso en oposición activa a tal orden. En este último grupo de los colocados “afuera”, lo mismo están quienes se enfrentan a la norma que consideran injusta que aquellos a quienes la norma margina: el motor del cambio y el débil.

Junto con esto, para que la vulnerabilidad se mantenga —o desarrolle en el tiempo— se necesita el silencio o cualquier otra forma de complicidad por parte del grupo en el que la agresión tiene lugar, en no pocas ocasiones contando con su participación activa, o con cuyo conocimiento (y aceptación, explícita o no) se cuenta mientras la agresión sucede. ¿Cómo podría mantenerse vulnerabilidad donde mismo hay apoyo, atención, apertura, diálogo, socorro, igualdad? A la misma vez, ¿cómo podemos decir que alguien es “diferente” si antes no se nos enseñan la diferencia y sus características, si primero no nos transmiten el concepto y su contenido, las circunstancias en las que se manifiesta, los peligros o problemas que arrastra, así como las reacciones que debemos mantener lo mismo ante el concepto que ante aquellos que lo ejemplifican? Si la diversidad nos enfrenta a la riqueza de la vida, ¿en qué punto y cómo, gracias a qué silencios compartidos se da esa ruptura de la solidaridad que permite que lo “diferente” se convierta en inferior, en una otredad que merece ser aislada, subordinada, castigada, lesionada y, en ocasiones, exterminada?

IV

Si la pedagogía de la vulnerabilidad propone un enfoque del proceso de enseñanza-aprendizaje que toma como base la mutua vulnerabilidad de estudiantes y docentes, el concepto buenas prácticas complementa lo anterior mediante el permanente análisis de las dinámicas del grupo, sus interacciones a todo nivel, la implementación de estrategias que faciliten una comunicación diáfana entre los actores del proceso, sin verticalismo o autoritarismo, en un ambiente donde la diferencia es expresada y ella misma es un elemento modelador de las acciones. Una situación comunicativa semejante continuamente se autoconstruye como un espacio de rechazo a cualquier estigma, prejuicio, discriminación o inferiorización y, en oposición a ello, busca ser un lugar de florecimiento de la solidaridad y la autenticidad; tal proceso debe de ser entendido como un devenir evolutivo donde las interacciones con el medio son el elemento vivificador que a diario hacen renacer los valores, la ideología y la cultura de los participantes.

Para que lo anterior fructifique es necesario que, tanto alumnos como docentes, se acepten a sí mismos como vulnerables y falibles, que sean evitados los dictados de autoridad inapelable, que ambos “enseñen-aprendan” del otro y que la transmisión del conocimiento suceda como un hecho de coaprendizaje. Lo dicho significa, dentro del ámbito escolar, la adecuación del currículum para reflejar esa diversidad considerada riqueza; la transformación de los lenguajes de la enseñanza-aprendizaje y, en general, de las dinámicas comunicativas en la escuela; la activación de canales de interacción e influencia inéditos con las familias de los estudiantes y profesores, así como con la comunidad inmediata y sociedad en general a propósito del cambio que se intenta.

V

En uno de los documentos más extraordinarios sobre un proceso de formación de conciencia, los Pasajes de la guerra revolucionaria, Ernesto “Che” Guevara aborda la necesidad de “hacer una historia de nuestra Revolución que englobara todos sus múltiples aspectos y facetas”, y entonces resalta la veracidad como la condición principal para que semejante deseo se vea transformado en escritura: “(s)ólo pedimos que sea estrictamente veraz el narrador; que nunca para aclarar una posición personal o magnificarla o para simular haber estado en algún lugar, diga algo incorrecto”. La voluntad de ser veraz es un gesto ético que, en primera instancia, demanda que quien escribe “se haga una autocrítica lo más seria posible para quitar de allí toda palabra que no se refiera a un hecho estrictamente cierto, o en cuya certeza no tenga el autor una plena confianza”. Además de esto, en la versión guevarista, la escritura de la Historia es un proceso de autorrevisión crítica que instala en ese mismo primer plano las nociones de vulnerabilidad, fragilidad, fortaleza, resistencia y supervivencia al modo de valores imprescindibles para la lucha guerrillera.

Por este camino, en el capítulo titulado “Interludio”, Guevara relata dos momentos contrapuestos de sus sentimientos como guerrillero, articulados ambos en atención a la valentía y la cobardía. En el primero de los episodios, Guevara se ve obligado a caminar centenares de metros, de noche y solo, por una zona donde en cualquier momento pueden aparecer soldados enemigos, cosa que hubiera significado una muerte segura; al recordar cómo se sintió cuando pudo salvar la distancia sin contratiempos, escribe: “(t)oda aquella escena no tiene para mí otro significado que el de la satisfacción que experimenté al haber vencido el miedo durante un trayecto que se me antojó eterno hasta llegar, por fin, solitario, al puesto de mando. Esa noche me sentí valiente. (“Interludio”, 158). El segundo episodio cuenta un momento en el cual Guevara, a diferencia de la escena anterior, simplemente escapa a toda velocidad de un contrario que lo supera en número y poder de fuego: “(e)mprendí una zigzagueante carrera llevando sobre los hombros mil balas que portaba en una tremenda cartuchera de cuero, y saludado por los gritos de desprecio de algunos soldados enemigos” y, un poco más adelante, termina el párrafo diciendo: “Ese día me sentí cobarde” (Idem, pag. 159).

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Como mismo los fragmentos enfrentan valentía contra cobardía, así también oponen el día con la noche; de este modo, si el crecimiento espiritual, filosófico e ideológico del combatiente depende de recordar, analizar y extraer enseñanza de ambos episodios (o, lo que es lo mismo, de superarlos), la escritura veraz de la Historia que demanda el Che tiene en su base la exposición de los fracasos, los miedos, los errores, las vulnerabilidades de quien relata. Semejante narrativa es un paso necesario para entonces entrar al momento de “superación” que tiene lugar en la medida en la que más consciente se hace el individuo de la tarea que ha elegido para sí, en la medida en la que más combatiente “es”. Al mismo tiempo, el autoanálisis devenido autoaprendizaje solo se realiza como tal si el individuo es capaz de controlar, dirigir, monitorear el proceso de manera que cualquier falsificación, simulación o manifestación del ego sea eliminada gracias a “una autocrítica lo más seria posible”.

VI

Que sea posible encontrar similitudes entre un texto que habla de pedagogía y otro que habla sobre formación de conciencia en condiciones de lucha guerrillera, permite imaginar ese escalón superior que los engloba a ambos dentro de los problemas de las dinámicas de grupo y la conducción de procesos sociales en una escala mayor. Con todo lo que hasta ahora conocemos, ¿de qué modo interpelamos al grupo cuando ocupamos una posición directiva, de poder? O, cuando no la ocupamos, ¿qué normas pedimos, exigimos o convertimos en nuestro objeto de lucha para el grupo?, ¿qué pautas de comunicación, colaboración, intercambios, propiciamos y proponemos como nuestros principios básicos?, ¿cómo respetamos, reconocemos e integramos en todo momento lo que somos todos los que hacemos el grupo?, ¿qué decimos y qué no decimos?, ¿qué palabras usamos y cuáles no usamos?, ¿cómo ofrecemos un ambiente en el que todos puedan, desde su identidad y su diferencia, exponer sus nociones e interpretación de la realidad para avanzar hacia una reconstrucción del mundo?

Este poder de acorralar, humillar, homogeneizar o exterminar la diferencia —ejercido lo mismo mediante el empleo de la coacción física que a través del control ideológico-cultural— provoca un variado número de reacciones que van desde el simple miedo (a mostrar lo que uno es o a ser “confundido” con el otro marcado) hasta la vergüenza (de ser como se es). El temor a ser “confundido” con el otro (portador de la marca negativa) caracteriza aquellas dinámicas de grupo en las cuales nadie quiere ser como (o parecerse a) el que se encuentra colocado “afuera”: el diferente, el ajeno, el que carece de valor. La vergüenza de ser como se es, por su parte, destaca como un momento de gloria, una victoria, del deseo de exclusión; en este punto la discriminación ha sido internalizada en el sujeto que la padece y ya ni siquiera es necesario limitarlo, sino que el sujeto se limita, excluye y castiga a sí mismo.

Es aquí donde personas cuyo color de piel no parece estrictamente “blanco” esconden a la abuela en el cuarto trasero de la casa y hacen esfuerzos desesperados para “pasar” como hijos del color deseado. Otros fingen tener novio o novia del sexo opuesto, se integran a los grupos, escuchan el relato de grandes hazañas sexuales que no han tenido y cuentan las propias enmascarándolas. El abanico de lo concebible lo mismo comprende mujeres que no preguntan a su compañero dónde estaba o por qué llega tarde, ya que “los hombres tienen sus cosas”, que otras que se mantienen en silencio pues temen la explosión de ira del macho dominador, las consecuencias: desprecio, silencio, golpiza, humillación, feminicidio. O la familia que aplica una enorme presión sobre aquel/aquella a quien suponen portador de una identidad sexual negativa y emplean los más diversos procedimientos de disciplinación para que no sea “eso”. Confían en que solo es algo transitorio que la práctica intensa de deportes, el trabajo duro o la vida militar ayudará a pasar, a cambiar.

Feminizan o masculinizan, desrizan, indican o prohíben vestimentas, maquillajes, adornos, imágenes en los cuartos, en los cuadernos escolares, compañeros o compañeras de estudio, aquella o esta amistad del barrio. Observan. Controlan. Fabrican modelos a seguir, maniquíes. Es una lucha feroz y sin pausas en contra de cualquier detalle considerado exceso o desviación, una tensión agónica y triste, un terror inconfesable ante la más diminuta posibilidad de “contaminación” con lo cual, finalmente, nadie es libre: ni el objeto de vigilancia ni el dueño de ese ojo incansable que todo lo quiere ver, saber, escribir, normativizar, reglar, sancionar. Por eso, enfrentar todos esos límites impuestos a la identidad, todos estos corsés para la vida, equivale a comenzar, al menos comenzar, a ser libres.

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VII

Las anécdotas del Che nos permiten desplazar la cuestión de la vulnerabilidad más allá del proceso de enseñanza-aprendizaje, instalarla en el corazón de cualquier proceso comunicativo y señalar que se trata de un aspecto medular, en la escala que sea, para quienes deben dirigir procesos sociales. Cuando se conoce previamente (o súbitamente se descubre) a los integrantes del grupo desde la óptica de la vulnerabilidad, ¿se sigue empleando o dando impulso al mismo lenguaje, los mismos métodos, las mismas dinámicas comunicativas? o, por el contrario, disponer de tal conocimiento provoca una reformulación absoluta de lenguajes, métodos, dinámicas y, en fin, relaciones de poder. El grupo puede ser pequeño o extenso, incluso tanto como la sociedad entera; puede estar localizado en el ambiente familiar, la escuela, el barrio, centro de trabajo, asociación u organización fraternal, gremial o política.

Como quiera que lo analicemos, no hay manera de vivir en sociedad como no sea siendo unificados dentro de la condición de sujetos humanos y, a la misma vez, diferenciados dentro de clasificaciones que obedecen a nuestro género, identidad sexual, “raza”, creencia religiosa, procedencia geográfica o territorial, clase, edad, etc. Lo que tampoco podemos olvidar ni un segundo es que el contenido de estas clasificaciones, su significado y también el valor de “ser”, “estar” o pertenecer a “eso” que ellas puedan ser o alcanzar, es una invención humana, algo que nos van enseñando desde que nacemos, que nos hacen ir poniendo en práctica, nos refuerzan y premian cuando lo hacemos “bien”, nos castigan y critican si nos desviamos o fallamos. Desde los prejuicios hasta las costumbres o las normas del llamado “buen gusto”; de la transmisión de valores en el ámbito familiar a la enseñanza formal en los sistemas escolares; de la conversación de esquina al debate en la prensa; de las prohibiciones impuestas por los padres a los instrumentos legales existentes en una sociedad concreta, todo el entramado que nos rodea y dentro del cual se desarrolla nuestra existencia es escenario para estas interacciones. Una pedagogía de la vulnerabilidad es un concepto que nace en la institución escolar, pero que es útil para repensar, desde el humanismo, las estructuras e intercambios que conforman la sociedad global.

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VIII

Voy a concluir el presente texto celebrando y sumando a nuestro análisis el término “interseccionalidad” que, proveniente de la teoría feminista, nos permite comprender de forma más profunda los variados impactos que una “pedagogía de la vulnerabilidad” combina con el empleo de “buenas prácticas” para abrir oportunidades de transformación en nuestras interacciones cotidianas. La “interseccionalidad” es un término nacido a fines de los 80 del pasado siglo y que, pese a su juventud, muestra una larga genealogía dentro de las luchas por la igualdad en las mujeres negras de Estados Unidos; el término, en su formulación original, proponía que hay un tipo de opresión de la mujer que, si bien está exactamente basada en el género (o sea, en el hecho mismo de ser mujer) al mismo tiempo “intersecta” con otras opresiones (en particular, la que obedece a la raza). Desde entonces, y hasta la fecha, el uso del término se ha ido amplificando para también dar cobijo a otras discriminaciones y exclusiones, como las que obedecen a la clase social, la edad de los sujetos, su identidad sexual, sus prácticas religiosas, etcétera.

Para los teóricos, activistas y, en general, estudiosos de la interseccionalidad, lo que hace el concepto tan novedoso, fuerte y productivo es el imaginar que hay un punto donde las discriminaciones no solo conviven, fundidas en una masa o entidad nueva, monstruosa y casi sin nombre, sino que se alimentan entre sí gracias a los prejuicios y estereotipos que cada una genera. Dicho de otro modo, para poner ejemplos, la lesbiana negra es excluida y discriminada como mujer, por negra y por su identidad sexual, en un proceso que ocurre sin que ninguna característica sea principal respecto a la otra, sino reforzándose mutuamente. O el caso de un hombre obeso, de piel negra, rasgos marcadamente afroides, con dificultades de articulación verbal y con identidad homosexual; o individuos procedentes de ambientes de marginalidad histórica donde la pobreza endémica se cruza con la raza, la mala salud, la desnutrición crónica, la falta de educación formal y las “malas maneras”. Lo que importa entender es tanto que cada uno de los elementos posee su propia historia de discriminación, sus características, pero también que el encuentro de todos en una misma persona (la intersección) hace de los sujetos descritos entidades inéditas e incomprensibles, “monstruos” que no “encajan” en orden positivo alguno y que, por tanto, merecen silencio, agresión, limitaciones, violencia, discriminación, exclusiones.

Una conceptualización humanista y revolucionaria reúne las partes que la opresión demerita, atraviesa el monstruo de las discriminaciones y nos recupera a todos, en la más elevada condición de la persona, como seres humanos vulnerables, iguales y solidarios: nos salva de la violencia y el miedo. Nos enseña que la armazón de los prejuicios y estereotipos son construcciones sociales que, al convertir la simple diferencia en antagonismos irreconciliables, dividen, fragmentan, aíslan y así fortalecen la dominación y el privilegio. El mecanismo igualmente ilustra de qué modo, donde tocaría festejar lo diverso, la diferencia es convertida en desigualdad y la desigualdad, a su vez, es transformada en opresión cuando se torna duradera en el tiempo y extendida o traducida a costumbres, códigos de vida familiar, barrial o laboral, leyes, contenidos de enseñanza, mensajes en los medios masivos y, en general, cultura. Una conceptualización humanista y revolucionaria se apropia de la teoría, la reelabora de manera crítica, la “piensa” y pone a dialogar con circunstancias nuevas, se reescribe a sí misma y reconstruye el mundo sobre bases de verdadera igualdad y justicia. En este accionar presente es elaborado el futuro y vamos siendo, cada vez, mejores ciudadanos, más libres, más plenos.


Bibliografía:

Brantmeier, E. “Pedagogy of vulnerability: Definitions, assumptions, and applications”. En: Lin, J., Oxford, R. & Brantmeier, E. (eds.) Re-Envisioning Higher Education: Embodied Pathways to Wisdom and Transformation. Charlotte, NC: Information Age Publishing, 2013.

Guevara de la Serna, Ernesto: Pasajes de la guerra revolucionaria.
 Solla Salvador, Carmen: Guía de buenas prácticas en Educación Inclusiva.   Madrid. Save the Children (2013).Viveros Vigoya, Mara: La interseccionalidad: una aproximación situada a la dominación. Debate Feminista, No. 52 (2016) 1–17 (página 6).