Este año se cumplen treinta y cinco de la premonición distópica de Orwell. 1984, publicada en 1949 fue instrumentalizada en la guerra fría para tornarla unos de los libros más citados del siglo XX pero a la vez, uno de los más caricaturizado y reducidos. Nos cuenta Manuel Vázquez Montalbán[1] que la evolución del británico Orwell, en realidad de nombre Eric Arthur Blain, es la de un luchador internacionalista por la República Española que se alistó en las milicias del Partido Obrero de Unificación Marxista en 1936, donde no solo fue testigo, sino víctima, de las luchas internas entre las fuerzas republicanas. Tales pugnas, que condujeron a eventos sangrientos incluyendo asesinatos y desapariciones, fueron justificados con la necesidad de reprimir a mercenarios infiltrados, quintacolumnistas y traidores que escondían batallas que debieron ser ajenas a la epopeya española, como la guerra sin cuartel de Stalin a todo lo que sospechara a Troskista. De regreso al Reino Unido, una depresión lo envolvió por la decepción de la experiencia española, lo que junto a la destrucción de Londres por los bombardeos nazis, y lo que consideraba la insensibilidad de las autoridades británicas en la reconstrucción del país, lo llevaron a escribir lo que el escritor español calificó como «la más brillante muestra del pesimismo de la izquierda literaria», se refería a las obras de Rebelión en la Granja y 1984.

Cubierta del libro 1984 de George Orwell. Foto: Sitio de OPEN CULTURE, tomado de Internet

Secuestrada por la maquinaria cultural de la ideología burguesa, 1984 se tornó en la representación arquetípica del “totalitarismo comunista”, desafortunadamente, hechos sistemáticos en el “socialismo realmente existente”, nombre acuñado por Hobsbawm,[2] ayudaron a hacer que la realidad se pareciera a la caricatura y, ya muerto Orwell, que el valor de su obra fuera desfigurada de un lado y otro de la contienda global que marcó la posguerra en el mundo. Pero más allá de las desfiguraciones, las obras de Orwell en lo literario, adelantaron deconstrucciones que fueron luego justificadas teóricamente en el posmodernismo reaccionario.

Fruto de esa misma visión distópica e influida de manera evidente por la obra de Orwell, fueron Animal y The Wall, por Pink Floyd, publicadas en 1977 y 1979, respectivamente, en realidad las criaturas de su entonces líder Roger Waters. El padre de Roger Waters había muerto en la segunda contienda mundial y en la película animada que siguió al segundo álbum, Pink, el personaje central del mismo, culpa del deceso a la mala conducción de la guerra por parte de quienes dirigían al ejercito. En realidad la obra es una introspección de la alienación individual, conducida por un músico con aparente tendencia a la demencia, que decide aislarse con un muro como forma de combatir la enajenación impuesta socialmente. El intento resulta en un aborto. La obra musical también fue instrumentalizada como parte del combate ideológico contra el socialismo y en esa medida, malinterpretada en nuestro país desde el desconocimiento. Sobre todo la pieza musical Another Brick in The Wall II, que siendo una crítica contumaz al sistema educativo británico, fue, irónicamente, vista como un intento de asalto ideológico a la juventud cubana. Para ser justos, el contexto que rodeaba a la isla era de polarización extrema, lo que alimentaba tales malentendidos, junto a la carencia de fuentes de información adecuadas y la ausencia de análisis serios desde la crítica ideológica o artística. La visión de estas obras y sus autores, en la guerra cultural, venían arropados de la maquinaria propagandística imperial, lo que determinaba la visión defensiva desde Cuba. A ello se unía el dogmatismo importado de la URSS, facilista e intelectualmente cómodo, que hacía mella en determinados sectores de decisión dentro del país.

Pink Floyd ya ha trascendido a la mítica del rock. Ellos fueron y aún son maestros de la atmósfera sicodélica grandilocuente con los códigos de los años setenta y posterior. Su carácter mediático invita a clasificar sus conciertos como calientes, de acuerdo a la idea de Herbert Marshall McLuhan.

Hasta la llegada del rock los hechos extramusicales no tuvieron el protagonismo que alcanzó con ese movimiento. Es cierto que el jazz y el blues tuvieron viñetas que marcaron obras y músicos, pero la importancia masiva y casi exclusiva de la anécdota no se alcanzó hasta la llegada de la música que marca, de manera distinta a cualquier otra, la contemporaneidad occidental.

Si de rock se trata, en eso de crear atmósferas Led Zeppelin tiene buena ventaja sobre la mayoría, solo seguida, aunque de naturaleza distinta, por el propio Pink Floyd. En el caso de los primeros, en los conciertos había poco ensayo, mucha bebida y otros alucinógenos reflejado en los movimientos escénicos y el despliegue actoral de sus integrantes. Los conciertos de Earls Court Arena, en mayo de 1975, son posiblemente los más definitorios de la historia del heavy metal. Hay una magia en el desempeño de Plant y Page que de seguro tiene que ver la actitud gay, como se entendía esa palabra en antaño. Quienes señalan la manera descuidada en que Page toca la guitarra, casi chapucera, no han entendido que el rock, en última instancia, no se define como hecho musical sino como un hecho de interacción. Claro que la calidad importa, pero solo to a certain point, from there on is the feeling, stupid. El que no lo crea, que oiga Kashimir antes de llegar a Starway to Heaven para descender en esa inmensa sinfonía de atmósferas que es Dazed and Confused. Hay momentos en que Robert Plant invoca a Aquiles y Jimmy Page trae de vuelta a Odiseo. En el caso del primero, se trata de la ligereza con la que asume su papel de primero en el orden de batalla; en el caso del segundo, te hace deambular caminos intrincados donde crees que estás perdido, para de pronto, a la vuelta de un acorde, descubrir que estas más cerca de casa. Así de astutos son.

Grupo de Rock Pink Floyd. Foto: Sitio Bundle4Life, tomado de Internet

Pero ellos no son los únicos que dominaron el sentido de hacer de su música atmósfera perdurable. Es ineludible nombrar a una de las grandes hechiceras: Janis Joplins. ¿Acaso hay alguien más chapucero al cantar? La dicción se le perdía constantemente y sin embargo…, ah! Sin embargo.

No quiero hacer de esto una lista interminablemente aburrida. 

La atmósfera puede estar marcada por leyendas de enfants terribles que destrozan habitaciones de hoteles o parejas que invitan a los periodistas a la cama nupcial, pero es en el escenario donde en definitiva se alcanza lo definitorio.

En la actualidad, con una realidad demasiado ocupada en los números, ya sea en quienes son los top ten de cualquier cosa, como si el arte fuera deporte de competencia, o en la racionalidad matemática de cuantos acordes es capaz un instrumentista de sacar por segundo, los árboles han terminado por ocultarle, a muchos, el bosque.

También ha ocurrido que la maquinaria social hegemónica, adelantada desde los ochenta del siglo pasado, terminó por imponer la impostura a la escena musical rockera. El glamour rocky, sus vástagos pervirtieron el impulso original y trocaron la autenticidad de las atmósferas en pose prefigurada y ensayada. La desgració. Su éxito comercial, en un proceso que engullía en el sistema la irreverencia inicial para embotarle el filo, fue de tal magnitud, que los pioneros terminaron en su mayoría engolfados por ella. Para ello, la desintegración de los formatos originales fue un paso necesario para recomponer a los músicos en otras agrupaciones o en carrera de solistas donde ya se perdía su impulso inicial, y solo quedaba la pose histriónica. Led Zeppelin y Pink Floyd sucumbieron. También muchos otros. No es casualidad que grupos renunciantes a pretensiones sociales ni políticas como los Rolling Stones, son los que han sobrevivido el desgaste del tiempo para repetirse esencialmente en un aburrido remake año tras año.

La reconversión ideológica conservadora de los ochenta se llevó por delante el magnífico impulso del rock progresivo con sus intentos de modernizar el lenguaje musical europeo bebiendo de sus fuentes clásicas y huyendo de la simplificación musical. Emerson, Lake and Palmer, Genesis o Yes entre otros, son exponentes de esa búsqueda que también tenía una componente de ruptura socio-musical. Muchos de esos músicos, ya reciclados, y fuera de sus orígenes, regresaron sin la atmósfera y la experimentación de antaño, ya sea en solitario como Jon Anderson o Phil Collins, o en agrupaciones como Asia o Whitesnake.

Al margen de la excelencia individual como músicos, Queen fue un grupo con demasiado gusto por lo efectista, que hizo de su música un hecho dispar con demasiadas superficialidades y sin embargo, la atmósfera glamour que como brujo magnífico conjuraba su cantante y acompañaban sus colegas, les conquistó por momentos un lugar en el parnaso. Sin embargo, en otros términos, nunca fue.

El asalto punk, nascituro desde los sesenta pero eclosionado a finales de los setenta, no solo respondía a lo monótono que se había vuelto el escenario del rock, también era respuesta al acomodamiento del glamour y el ahogo pop. Según el editor de la revista del mismo nombre “punk rock tenía que llegar porque la escena del rock se había vuelto tan apagada que actos como el de Billy Joel y Simon and Garfunkel eran llamados rock”. En Estados Unidos fue también respuesta a las perretas y las poses de niñatos hippies y flower power. Para el Reino Unido fue además resultado de la necesidad de los sectores marginales, que no se sentían representados en lo que oían, de hallar una expresión socio musical a su contexto. Mientras Apple anunciaba en su campaña publicitaria de la Mac, precisamente en 1984, que ese año no sería como la novela, la realidad británica mostraba otra cara. La explosión Punk fue respuesta a la Thatcher llegada a primera ministra en 1979, la huelga de los mineros del carbón de marzo a marzo desde 1984 hasta 1985 y la llegada brutal del neoliberalismo que enterraba al laborismo histórico. Clash afirmaba en 1977 “No Elvis, Beatles o Rolling Stones” que para Sex Pistols se volvió “Ningún futuro”. Anunciaba en lo musical, paradójicamente, el entierro ideológico del laborismo histórico representado por Tony Ben e, irónicamente, en su antítesis, el nacimiento del nuevo laborismo de Tony Blair, ese remake camuflajeado de un 1984 distinto, en clave glamorosa de tercera vía. El Punk buscó la simplificación musical por un lado y la antiestética glamour por otro, recordando a los dadaistas, era la provocación como retorno a las raíces que no habían sido. Musicalmente dejaron una rebeldía mal digerida en Clash, Los Ramones, Sex Pistols, cuya fuerte influencia hoy se halla sumergida en otros músicos y sus originales apenas son recordados más allá de Camden Town.

Pocas rebeldías fuera del Punk suscitó en el mundo del rock la llegada neoliberal. Roger Waters, irreductible y renuente a la palinodia, publicó Radio K.A.O.S.; Bruce Springsteen parió Born to Run en 1975, siguió The River en 1980 y luego llegó Born in the U.S.A. otra vez en el ubicuo 1984. ¿Qué tendrá ese año?

Aún en la vejez, Bruce Springsteen sigue siendo un soplo de aire social fresco al rock contemporáneo. The Boss, a pesar de sus altas y bajas, mantiene una esencia genuina bebida en las calles de New Jersey que derrota en buena medida la impostura. Su espectáculo teatral antiglamour, que ha impactado la escena de Broadway desde el 2017 hasta el año pasado, así lo testifica. No se le puede pedir mucho más. Sus canciones siguen hablando de los hijos de cuello azul, sus desesperanzas y sus heroicidades cotidianas. Su presencia escueta y cruda, tiene poco de glamour. Su rescate de los renegados, sus baladas casi folk, su expresión del corazón humilde de los Estados Unidos, su tristeza honesta, obliga al saludo respetuoso más allá de determinadas comprensibles inconsistencias.

Al Punk lo domaron con el Grunge. El dadaísmo de los primeros derivó en el pesimismo oscuro y nihilista nacido en Seattle, que tuvo su arco desde finales de los ochenta, pasando por el Ten de Pearl Jam en 1991 hasta la muerte de Kurt Cobain en 1994. A pesar del aire de rebeldía, Nirvana ya era postre del sistema y para mediados de los noventa, parafernalia Grunge era vendida en las cadenas de tiendas de EE.UU hasta el punto que la revista de moda Vogue le dedicó su atención en 1993 con las supermodelos Naomi Campbell y Kristen McMenamy posando en vestimenta grunge. James Truman, editor de la revista Details fue el encargado de decirlo claramente “para mí el grunge no es anti-moda, es no-moda. Punk era anti-moda. Punk era sobre hacer una declaración. Grunge es no hacer declaración alguna”.

Paralelo a estos retrocesos en lo musical y en su proyección social, y sin pretensiones cronológicas, otras agrupaciones surgieron del heavy metal con una visión técnica del rock. No es que faltase formación musical en muchos que formaban las agrupaciones anteriores, pero estos hicieron del manejo excelso de la técnica el signo distintivo de sus actuaciones. Tales derroteros no bastan, pues en el proceso, se pierden otros discursos tan importantes como el mero hecho musical. Los músicos de Rush son probablemente los más técnicos de su generación y de la que los inspiraron y, sin embargo, no logran alcanzar a sus dioses. La explicación quizás radica en aquello que Carpentier dijera sobre otros músicos anteriores: “Un Caplet, un Ingelbrecht, un Glazounoff, un Teneieff, fueron excelentes músicos, más conocedores de su arte tal vez, que otros que pasaron a la posteridad. Pero fueron incapaces de traer una atmósfera peculiar al universo de los sonidos”. Hay que reconocerlos, no obstante, por no sucumbir a la payasada del glamour, ni a la pobreza musical del punk.

A esta altura poca rebeldía auténtica quedaba en el rock con posibilidad de algún impacto. Gun’n Roses, innovadores musicalmente, fueron pose en todos los demás términos. Dire Straits, igual innovadores, ni tan siquiera pretendieron ser rebeldes. Aerosmith era pura impostura escénica y AC/DC el colmo de la malcriadez niñata. U2 se hizo arquetipo de lo políticamente correcto: fachada de preocupación social pero aparcadora de cualquier impulso transformador, el grupo fetiche de la Tercera Via. REM la aventura posmoderna. Cold Play, bueno aquí estamos hablando de gente seria.

La negatividad de Orwell en ese pesimismo nihilista siempre me trae por asociación contrapuesta la visión de condottiere de Andre Malraux. A Malraux, a quien Wifredo Lam calificó con acierto como “un gran aventurero”,[3] habría que perdonarle determinadas cosas, a pesar de sus inconsistencias escribió La condición Humana, uno de los grandes libros del siglo XX. Siglo tan lleno de grandes libros. Pocas veces se ha descrito con tal intensidad el dilema del revolucionario que tiene el deber de matar como parte del proceso de gestación de una nueva realidad emancipadora. Y la derrota del empeño termina siendo partida para un nuevo comienzo.

Como mismo el siglo pasado trajo dos guerras mundiales que auparon visiones destructivas como la de 1984, también trajo, por primera vez quizás, epopeyas igualmente globales. La última afirmación puede parecer difícil de defender frente a la globalidad de la revolución francesa, así que haríamos bien en repensarla, no obstante la sostengo por la inmediatez de su impacto. La proyección telúrica de la toma de la Bastilla tomó años en trascender a Europa y su alcance más global tuvo que esperar a Napoleón. Hechos similares del siglo XX dejaron impronta global inmediata. ¿Y en la literatura? ¿Cuándo aparecen en la literatura los héroes universales? No me refiero a aquellos resemantizados a posteriori y construidos globales fuera de las obras que los crearon, sino a los diseñados como tales desde su concepción. Qué alguien me saque de la duda. Quizás sea imposible eregir un héroe literario global creíble. No se trata de incapacidad de creador, sino de que toda obra maestra bebe de la necesaria localidad que la genera y es desde allí que, con el tiempo, se proyecta universal. Lo demás es impostura como el glamour rock.

Los únicos héroes (¿literarios?) diseñados globales desde su inicio son los falsos personajes de los comics, tan superficialmente heroicos que se vuelven de cartón con sus dilemas pueriles, sus castraciones freudianas y sus perretas de consentidos. Bruce Wayne o Toni Stark, los burgueses millonarios que nos salvan de los bandidos, por lo general emanados de la marginalidad o llegados como invasores extraños, esa otredad que aterroriza al imaginario de la clase media. O superhéroes que vienen también de más allá del planeta a salvarnos de nuestra incapacidad de defendernos y de nuestra esterilidad, en sus famélicas construcciones sociales, de generar a los protagonistas de nuestras propias transformaciones, siempre peligrosas. Estéril se proyecta el afán de un mundo mejor que solo conduce a las distopías orwelianas, el corolario lo puso Churchill “Democracy is the worst form of government, except for all the others”.[4] Donde dice democracia lean capitalismo. Los otros héroes (¿musicales?) diseñados globales son las estrellas prefabricadas de música enlatada, iguales de pueriles, de peor cartón y aún peor factura. Puro fraude.

Filósofo Eric Hobsbawm. Foto: Tomada de Internet

Esta conversión hacia la pose falsa, fue más dramática en el plano filosófico. Hobsbawm defiende la tesis de que en el último cuarto del siglo XX el marxismo entró en recesión temporal y sus ideas intrascendentes en la práctica política activa. El fenómeno venía de antes con la tremenda operación esterilizadora que se practicó desde el “socialismo realmente existente” que determinó, que en sus sociedades, sigo a Hobsbawm, la tendencia, para todos aquellos cuya actividad estaba fuera de espacios que precisaban de la ideología, era la despolitización: “El marxismo tampoco tenía profundas raíces en los miembros del partido”. El hueco filosófico global vino a llenarse con todo tipo de imposturas, no en último lugar, un elitismo idiota y pedante que pretendió traer al análisis social, como instrumental válido, teorías físicas como la cuántica, la relatividad, los fenómenos no lineales, o áreas de las más abstractas de las matemáticas: sin sentido, sin conocimiento, todas para pretender demostrar que las epopeyas solo conducen al escenario descrito en 1984. La mirada continua al ombligo, de estos nuevos filósofos, los volvió el glamour rock de las ciencias sociales: escondían que detrás de la fachada, no había vela alguna encendida. Al igual que en el rock, sus héroes, salvo contadas excepciones, se tornaron personajes que bien cabían en el panteón de los famosos caricaturescos como el de los comics y las estrellas pop.

Frente a esa victoria temporal de la verdadera distopía como pérdida de los anhelos emancipadores, pocos reductos de resistencia quedaron, al menos en el poder. China, si bien pujante, dejó de ser (y aún no es) referente ideológico a nivel global. Tampoco parece interesarles. El empeño en aplastar a Cuba debe entenderse como el asalto a uno de los últimos refugios emancipadores globales que pueden servir de cuna a nuevos renaceres. El encono del enemigo en lograr conversos criollos en el plano intelectual y cultural, a golpe de lentejuelas, se explica de esta forma. La guerra cultural imperial necesita de los renegados tornados en mero glamour para ser exhibidos. Aún en la confusión programática, los procesos sociales desde la izquierda en América Latina demuestran el peligro ideológico de la Isla para el status quo capitalista mundial. Una vez más, Cuba se erige como fiel, sin glamour, pero con mucha Síntesis.

La actualidad para el luchador social contemporáneo se debate en cómo responder la pregunta esencial de la praxis revolucionaria: ¿es el imperialismo derrotable? El impacto del derrumbe del “socialismo que realmente existió” trajo el pesimismo a las fuerzas transformadoras, y la duda aniquiladora se instaló en el imaginario teórico y práctico de las huestes revolucionarias. Hoy se trata de reconstruir esa certeza que de sentido, más allá de lo numantino, a la lucha. Pero, a pesar de la visión posmoderna y la carencia de referentes teóricos asentados, lo cierto es que la historia se niega a sucumbir al nihilismo.

A pesar de la mal citada frase de que las personas piensan como viven y que la propia biografía de Marx desmiente en su interpretación reduccionista, la vida se vive también de acuerdo a como se piensa. Frente a la misma realidad que hizo a Orwell escribir su pesimismo lapidario, Wifredo Lam testimonió como “en España”, en el bando republicano, “se hacía la guerra cantando”, testimonió la heroicidad del pueblo desarmado de Madrid tomando, poniendo pecho a las balas, el cuartel de la montaña y años después, recordó cuanto de La Pasionaria había en Fidel cuando este dijo “¡Nada de componendas!”[5] y los rebeldes entraron en Santiago de Cuba.

Superando, a veces desde la alcantarilla como el punk, debates de salones académicos, la partera sigue y seguirá generando líderes revolucionarios genuinos desde lo local para hacerlos universales. En el rock aún perdura un Roger Waters defendiendo a Palestina y la Venezuela chavista. Cuba recuerda a todos, que en la superación de sus cortedades, ya lleva treinta y cinco años después de 1984, fertilizándose para reinventarse heroica en la voluntad de que un mundo mejor no solo es deseable, sino posible y sobre todo, alcanzable.


Notas:
[1] Las citas y referencias de Manuel Vázquez Montalbán son tomadas de El escriba sentado, Editorial Mondadori, España, 1997.
[2] Las referencias a Hobsbawm son todas tomadas de Como cambiar el mundo, Editorial Paidós, Argentina, 2013.
[3] Las citas de Lam son tomadas de Wifredo Lam, Antonio Nuñez Jiménez, Fundación Antonio Nuñez Jiménez de la Naturaleza y el Hombre, 2017.
[4] Wiston Churchill, House of Commons, 11 November 1947.
[5] Frase que La Pasionaria, Dolores Ibárruri, hizo famosa en Barcelona cuando, frente al empuje fascista, se pretendió llegar a un acuerdo con las fuerzas de Franco y que luego Fidel retomara para negar cualquier posibilidad de entendimiento, a espaldas del pueblo, con las tropas de Batistas que no incluyera la rendición absoluta de estos a los combatientes del 26 de Julio.