Domingos

Dazra Novak
15/4/2019

Sin ofrecer resistencia a esa pesadumbre tan propia de los domingos, que cae por su peso acostumbrado al absurdo silencio, al tráfico escaso, a la tarde siempre sobada por una luz tenue, repantigada en el viejo butacón de la sala me refugié en la inocente lectura de un libro. Volumen elegido al azar y casi con despecho, que de seguro vendría a saldar —eso quise pensar— las deudas de esta jornada.La más triste de la semana.

Portada de Los palacios distantes, de Abilio Estévez. Foto: Cortesía de la autora
 

Ayer leí Los palacios distantes, de Abilio Estévez. Rendida, como bien dije antes, ante los destrozos del día más tranquilo, creí ingenuamente que el libro no podría más que salvarme. Eso creí. Pero ya desde la primera página el viejo butacón comenzó a gravitar, a pesar mío, elevándome por sobre uno de esos expectantes silencios de teatro con que el público espera, más bien exige, una obra que por lo menos le saque del delirio existencial. En este, mi caso particular: de la flojedad del domingo.

También yo renunciando a mi viejo trono me fui con Victorio, el personaje principal, quien decidido —como yo a ignorar la desidia dominical— abandona su precario reino,un cuarto maltrecho en un edificio ajado de la Habana decrépita, y deambula por las calles. Caminó/caminamos juntos hasta develarla, tan triste, mi Habana, ay, tan sola, tan venida a menos, tan…. Abilio me regaló un domingo tan domingo en esa voz del Moro cuando asegura:

¿Tú no sabes que todos tenemos un palacio en algún lugar? (…) cada persona nace con un palacio asignado, para que viva en él y para que en él se realicen caprichos, gustos, aspiraciones(…) ¿Dónde están los palacios de mi mamá, de mi papá?, insistió el muchacho. Tienen palacios, lo que no quiere decir que los hayan encontrado, los palacios hay que buscarlos, y buscarlos bien, puede que muchos no los encuentren. ¿Tú has visto el tuyo?

¿Dónde están los palacios de mi mamá, de mi papá?, repetí como un mantra mientras iba a la cocina por una colada pensando que, quizás, este no fuera precisamente el libro más efectivo para taparle la boca a un domingo. Aupada por los comentarios de don Fuco, el payaso, quise probar si de verdad la porcelana mejora los sabores, pero el café seguía oliendo/sabiendo a lo que más lleva dentro: chícharo. ¿Tú has visto el tuyo?

De regreso a la poltrona me encuentro a la bellísima Salma siendo desvirgada por el bodeguero cuarto bate sobre los sacos de arroz, frijoles, azúcar; o manoseada por extranjeros que le pagan a Sábana sagrada, su guayabito personal; o tomando sopa, desnuda, después de haberle entregado su segunda boca a todo el que ha querido gozar con ella y ahí mismo a la Habana, ay, a mi domingo, por culpa de Abilio, le subió la temperatura.

Nunca imaginé —si bien lo sospechaba— que un payaso enano, enanísimo, le recorre a esta ciudad sus azoteas —uno de los tantos caminos que ofrece la Habana—.Payasea entre columnas derruidas. Payasea desde escaleras de incendios que no sirvieron/sirven para apagar la candela nuestra de cada día. Payasea haciéndonos reír… hasta de nosotros mismos.

He aquí que mis dedos habían pescado en Los palacios distantes al libro-domingo.

Abilio me hizo reír, y mucho, mapeando ocurrencias e irreverencias de nuestra idiosincrasia. Pero más me hizo llorar, con llanto dominical —que es tanto peor— preguntándome si esta butaca vieja tendrá también una historia, como mi Habana, qué vedette se habrá sentado en ella, qué gran poeta habrá parido sus versos. Me puse de pie al caer el telón. Aplaudí a teatro lleno, o lo que es lo que mismo, le arranqué los hilos a esta marioneta triste que soy los domingos.