¿Dónde está la madre del Peluso?

Ulises Rodríguez Febles
9/6/2016

¿Dónde estás, mamá? Esa es la pregunta que nos hacemos al leer cada una de las obras de la saga de Pelusín del Monte, de Dora Alonso. Ni una sola mención, una referencia, un recuerdo para quien lo engendró. Nada. Leemos, indagamos y no encontramos  ningún indicio.

Pelusín, sin duda, viene de una raíz, la de los Pérez y del Corcho, pero jamás se menciona a alguien de la familia, su legado, costumbres. Del Monte, se conoce que es para resaltar su cubanía, su esencia campesina. Solo aparece la abuela Pirula, que vive sola  con su nieto y es quien lo cría y educa. Es muy duro para todo niño vivir sin una madre. Es un trauma doloroso, pero jamás el guajirito de pelo amarillo y colorado reclama su existencia. ¿Por qué iba a hacerlo? Es una pregunta que responderemos más adelante.

En la época en que se escribe Pelusín y los pájaros (1956) no existían las altas cifras de divorcios que nos depararon el fin del siglo XX y el comienzo del XXI. Entonces, obviemos esta conjetura que, por demás, en toda la saga está también marcada por la ausencia paterna. Es importante apuntar que el Peluso es un niño campesino y la ruralidad constituye un espacio dramático donde la familia funcional y el patriarcado resultan esenciales como signo de estabilidad social. ¿Es posible que Pelusín no tuviera madre? No creo que fuera interés de Dora Alonso referirse a niños traumatizados, aunque sí alude a los abandonados por determinadas razones, la mayoría de las veces, trágicas. Tampoco Pelusín está dentro de los paradigmas de personajes al estilo de Pipa Medias Largas. Y menciono Pelusín y los pájaros porque fue la que creó un modelo familiar que se reitera en las siguientes.

La dramaturgia cubana, en sentido general, tiene a la familia como el centro de sus obsesiones. Desde las primeras obras escritas para el títere en los años 40, como La Caperucita Roja, de Modesto Centeno, o Poema con niños, de Nicolás Guillén, se encuentra la familia completa o, al menos, la presencia de la madre. Sin la figura maternal siempre se crea una especie de caos.

En las últimas obras escritas por autores cubanos, aun en lo disfuncional, encontramos la figura materna. En muchos ejemplos se le menciona, aunque esté ausente. Incluso en algunos casos, los niños están marcados por el suicidio paterno, como es la obra Balada para Jake y Mai Britt, de Yerandy Fleites. Lo extraño, como me sugería Rubén Darío Salazar, es que en la obra de Dora Alonso se repite esta circunstancia escritural, que no es única de Pelusín del Monte. Ocurre también en Aventuras de Guille, al que cría una tía solterona que carga con ella todos los enojos posibles y  también la sobreprotección maternal que signa a la mamá cubana.

“Ya habrá tiempo de convencer a mi madre de crianza”, dice Guille. Más adelante conocemos que ha perdido a sus padres en un accidente y entonces lo comprendemos todo sobre él, especialmente a la tía Lola. El protagonista de las aventuras en la geografía de Punta de Hicacos es un huérfano, pero Dora no hace de él una víctima, sino un héroe inteligente, arriesgado, audaz, valiente, estudioso, respetuoso y alegre. Dora Alonso sabe por qué, pues conoce muy bien este tipo de niños. En 1953, tres años antes de  concebir al Peluso, adopta a un niño llamado José Joaquín, y esta es una pista que hay que seguir de cerca.


Dora Alonso con Pelusín del Monte, 2000.
 

Martín, el personaje de El cochero azul, también asume a sus hijos sin la presencia maternal. Lo mismo ocurre con la Isabela de El Valle de la Pájara Pinta. En ninguno de los otros textos de Dora Alonso aparece la madre como figura dramática. Siempre se repiten otros paradigmas familiares. ¿Por qué? ¿A dónde llegar con estas ausencias y vacíos? ¿Lo son en realidad?

Revisando la biografía de Dora encontramos una familia sólida, admirable y admirada. Su madre, según ella misma ha contado, era hábil con los tejidos, la costura, la cocina, y amaba a los pájaros. Estos rasgos son esenciales para darnos cuenta de cómo luego Dora los incorpora a la abuela Pirula. La autora, quien sin dudas admira a su madre, tiene muy presente sus olores, sus pasos cotidianos con su vestido de holán por las habitaciones de la casa, con el quinqué en la mano; pero también recuerda  su especial sensibilidad artística. Es su madre la lectora y cuentera de la casa en esas hermosas noches de campo. Esta misma mujer después se convertiría en abuela de José Joaquín. Por otra parte, también ama a su padre, entre cuyos rasgos más significativos encuentra el riesgo y la valentía, su capacidad para dominar las reses.

Leyendo en entrevistas y memorias encontramos un abuelo, el Tata Félix, con el cual aprendió a amar la patria, conocer de las gestas libertarias y rechazar las discriminaciones. Es hermosa la historia de cuando el Tata era boyero y ofreció el No más grande al negarse a golpear a una negra esclava, aunque este acto le costara su único trabajo. La niña Doralina jamás olvidó este hecho, ni la manera en que su abuelo profesaba la amistad, la solidaridad y la igualdad de clases. En los recuerdos de Dora se  conservan las visitas que el abuelo hacía a sus amigos en los barrios más pobres para compartir un tabaco, un poco de aguardiente en jícara y muchísimas anécdotas.

También tiene Dora, para consolidar aún más a su familia, una madre de crianza, negra y exesclava. Cuando Dora nació, la mujer llamada Namuni  estaba a su lado y permaneció junto a la familia durante casi 40 años.

Quizá en los hermanos, que no la comprenden, haya algunas de las decepciones familiares de Dora. ¿Por qué no creer en su talento, en su sensibilidad, en su capacidad de imaginación? Este es uno de sus conflictos. ¿Por qué no creer en la capacidad de la mujer para elevarse por encima de los imposibles y alcanzar altos logros en la labor intelectual y social? Dora Alonso se convierte, posteriormente, en un modelo de las transformaciones sociales de la época, mas en todos los sentidos y desde cualquier perspectiva,  las incomprensiones a su talento, el prejuicio contra lo diferente, no vienen solo de su familia, sino de muchos de los que la rodean. Fue eso lo que la motivó a crecer y realizar actividades que la dignificaron, pero también a rebelarse contra los arquetipos establecidos.

Lo anterior demuestra que en Dora Alonso no vamos a encontrar las carencias familiares que a veces hayamos en otros autores. Solo hay un detalle que hay que tener en cuenta y no podemos pasar por alto: Dora nunca pudo ser madre biológica. Creó una abuela Pirulina que resumía todo lo que podían ofrecerle los otros roles familiares. Construyó un prototipo, un símbolo, y eso está claro desde el principio. Es ese sentido entrañable lo que hace inolvidable la relación fraternal con su nieto, en la que predominan el respeto y el amor sobre las sólidas bases de una ética.

Es cierto que dramatúrgicamente, además de crear una historia, un autor también selecciona los personajes. A veces pienso que no es algo racional, sino psicológico, emocional. Es la memoria la que inserta, enfatiza o anula.  Otras veces es una especie de homenaje a las vivencias personales y una manera de resarcir un vacío, especialmente cuando algo se reitera. ¿De qué hubiera servido dramatúrgicamente en El cochero azul una madre? Los niños al final van a contar a la familia lo que acaeció durante sus delirantes peripecias. ¿Por quiénes está formada la familia? Quizá haya una madre, pero nunca se menciona. Contaremos a mamá podía ser un texto que lo resumiera todo; aunque no es lo que se dice. ¿Hubiera funcionado igual la figura materna en la historia de Guille? Las tías y abuelas van a desempeñarse como modelos con otras características y atractivos.

Es importante señalar que en Dora, al adoptar a José Joaquín en 1953 —el año del centenario de nuestro Héroe Nacional—, las vivencias de los niños solos será algo que signará su existencia y, de alguna manera, su obra toda. ¿Quién es mi padre?, preguntó alguna vez el niño, y la sensible mujer le  contestó: José Martí. Antes le había señalado la casa como suya y a su madre —que ya hemos descrito— como su abuela. Dora escogió al niño de uno de los hogares más pobres. ¿Por qué ese que es mulato?, le preguntaron al adoptarlo, y la respuesta fue su firmeza en la adopción. Tres años más tarde escribió la primera de las obras de la saga de Pelusín del Monte. Posteriormente, Guille se define como un niño huérfano, y luego aparecen en su obra otros niños que, aunque no se explican los motivos, son cuidados por otros miembros de la familia: abuelas, tías…, como si de esta manera la autora quisiera decirle a su hijo adoptivo que no era el único sin mamá, a la vez que le confesaba la intensidad con que era amado por todos los que lo rodeaban, incluso por los personajes nacidos desde su sensibilidad.

¿Hasta dónde esta particular relación con seres tan distintos y a la vez iguales, como los miembros de su familia, propició el nacimiento de nuestro títere nacional, que cumple 60 años de existencia? ¿Sería lo mismo nuestro Peluso sin su abuela? Creo que no. En ese vínculo indisoluble está fundamentada la esencia del personaje. La abuela Pirulina lo resume todo: es madre biológica, porque es la suya; es de crianza, porque tiene algo de Namuni; también es abuela, como crisol de todo resumen de la familia, pero especialmente es la nación misma.

Es evidente que el sentido dramatúrgico, la capacidad de síntesis de la  técnica titiritera y su perspectiva de selección rindieron homenaje en Doña Pirulina a cada fragmento de los seres que vivieron con ella, que conformaron su universo vivencial y estético. Doralina construye un imaginario nacional sobre elementos biográficos. Pelusín del Monte nació  marcado por sus propios rasgos físicos, por los elementos de su origen rural. La no mención de la existencia de otros miembros de la familia logra una síntesis dramatúrgica, pero también tiene una connotación simbólica. Reitero, Pirulina tiene de su madre, su abuelo, de Namuni, y tal vez el Peluso posea un poco de su hijo José Joaquín y, por supuesto, de ella misma, la niña rebelde y audaz que desafiaba a su propia naturaleza, entre los animales y la polvorienta tierra roja de Máximo Gómez.


Pelusín del Monte y su abuela Pirula. Teatro de Las Estaciones.
 

¿Dónde está la madre del Peluso? La pregunta no es difícil, aunque  jamás la vayamos a encontrar por más que busquemos en sus textos. La respuesta es de carácter referencial y sígnico, está dentro de la sencillez y el lirismo de su poética escritural. Pelusín es mi primer hijo. Parecido a mí en lo físico y en lo espiritual. Así lo resume Dora, sin palabras imprescindibles. Aunque haya sido una idea de los hermanos Camejo y Carril, sin dudas es auténticamente de ella. Esta es la respuesta a las ausencias, que no constituyen un vacío, sino la fuerza poderosa del amor maternal, manifestado en la obra de una mujer que creó un canon en la literatura para niños y niñas en Cuba.

Dora Alonso es la madre de los otros que jamás hablaron de la suya; la que no logramos encontrar —aunque nos afanemos como lectores— en las novelas, obras de teatro y los relatos creados desde su pasión por la literatura. Fue ella misma quien concibió a esos hijos con su ADN de estirpe nacional. Esta es, quizá, la respuesta a la pregunta. Al menos es mi respuesta. Ella fue la madre de José Joaquín y también de los otros.

Pocas mujeres pueden alcanzar ese acto único de procreación. Dora Alonso lo logró. Inmortalizó una manera personal para hablarnos de la madre de sus criaturas literarias y escénicas. El único nombre para la inscripción de sus hijos sigue siendo el suyo. Hoy su hijo Peluso —porque de este hablamos—  sigue  vivo, estudiado, palpitante, vivaracho, y celebra 60 años de existencia. Es un adulto y ha sobrevivido las muertes y los olvidos. Ha glorificado al teatro de títeres y servido de inspiración a muchos. Se ha ganado los aplausos y el cariño. Dora también fue madre de sus jóvenes lectores y espectadores. Si hoy estamos aquí es porque también venimos a recordarla a ella. A decirle Madre de todos nosotros.