La porosa relación de prosa y poesía en la obra de Dulce María Loynaz, esa perfecta imbricación de trozos líricos y pasajes narrativos que hallamos en sus textos, se unieron al hecho de que hubiera redactado un diario de viajes —casi en su totalidad desechado— y dos colecciones de crónicas de idéntica temática, para decidirme a aventurar la relectura de algunos de sus poemas como páginas en las cuales se impregnan mutuamente la experiencia de la viajera que narra sus impresiones y la del sujeto poético.   

Los viajes

Dulce María Loynaz vivió su infancia y gran parte de su adolescencia y juventud prácticamente sin salir de sus casas de La Habana y el Vedado.  En sus últimos treinta y tantos años apenas cruzó las fronteras de su hogar y su país. Pero por los años 40 y 50 fue una gran viajera que dejó abundantes, aunque en su momento ocultas, trazas de sus itinerarios.

“El museo es uno de los espacios tópicos que los viajeros incluyen en sus recorridos y páginas”.

En 1920 Loynaz había hecho, como toda la élite y clase media alta cubanas, su viaje iniciático a la modernidad, a los Estados Unidos. De este viaje no ha quedado ningún testimonio literario directo, aunque es posible descubrir sus huellas en la ciudad descrita en su novela Jardín desde la perspectiva de Bárbara, su protagonista. En ese u otro viaje posterior se origina su poema “Retrato de infanta”,[1] dedicado a su prima María Teresa, cuyo presunto referente es el “Retrato de la infanta María Teresa de España”, o más bien uno de los tres lienzos de igual nombre, originalmente atribuidos a Velázquez,[2] y pertenecientes a los fondos del Metropolitan Museum de Nueva York. El hablante poemático se interesa en marcar en los primeros versos el espacio en que se desarrolla su experiencia: “El retrato /que una tarde de lluvia /vemos en un museo”, y lo reitera al final: “es un pálido cuadro de museo: /Solo resta al que pasa junto a ella, mirar… / Mirar y pasar” (Loynaz, 1993: 16, 17).  Recordemos que el museo es uno de los espacios tópicos que los viajeros incluyen en sus recorridos y páginas.  Pero, volviendo al texto, entre el “vemos” y el “mirar y pasar” se desarrolla una intermitente écfrasis que atiende a diversas secciones del cuadro. Al confrontar la descripción con sus supuestos referentes descubrimos que lo que leemos es solo una ingeniosa y reflexiva versión pictórica de Loynaz de lo que habría sido un retrato de infanta “a la manera” de Velázquez.

En 1929, para celebrar su titulación de abogada, acompañada por su madre y su hermana menor, hace un viaje turístico que solo una familia tan rica como la suya podía costear; viaje que se inscribe entre los últimos destellos del imaginario colonial orientalista del XIX: Turquía, Siria, Libia, Palestina… Pero que tuvo otro poderoso y muy actual atractivo: Egipto, donde cinco años antes se había descubierto la tumba de Tutankamón, prácticamente intacta y de inmediato convertida en sitio del mayor interés para viajeros.  Allí, en Luxor, Loynaz escribe su “Carta de amor al rey Tut‑Ank‑Amen”, en la que nos detendremos más adelante.  Ahora basta con señalar, entre los muchos comentarios que a lo largo de años dedicó a este poema, la confesión de que fue “el único fragmento que quiso conservar de[l] extenso Diario de Viajes” que escribía por entonces. (Simón, 1991: 8).

Tras muchos años sin salir de la Isla, entre fines de 1945 y los primeros meses de 1946, nuestra autora realiza, también con fines turísticos, un largo, nada común y también costosísimo periplo sudamericano que la lleva sucesivamente a Colombia, Ecuador, Perú, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Argentina y Brasil.  

“El viejo espíritu de recorrer tierras lejanas, tanto tiempo dormido, se despertó en el lecho de plumón de cisne que yo le había preparado. Quise ver también lo que ellos habían visto”. Imágenes: Tomadas del sitio web de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes

En Fe de vida, libro escrito en 1978 como homenaje y biografía de su esposo, el cronista de sociales Pablo Álvarez de Cañas —fallecido cuatro años antes—, pero que en su segunda parte se convierte en una suerte de autobiografía de la autora —inevitable, según ella, para entender mejor la vida de él—, Loynaz habla abundantemente de las circunstancias que rodearon este singularísimo viaje. Sus hermanos Carlos Manuel y Enrique acababan de transitar ese mismo itinerario. “El viejo espíritu de recorrer tierras lejanas, tanto tiempo dormido —dice—, se despertó en el lecho de plumón de cisne que yo le había preparado. Quise ver también lo que ellos habían visto” (Loynaz, 1995: 196). Como estaba en trámites de divorcio de su primer esposo y no muy bien de salud, su madre decidió que debía viajar acompañada por Carlos Manuel. Mas no solo este la acompaña, sino que Pablo Álvarez de Cañas, su pretendiente desde hacía dos décadas, siempre rechazado por la familia, realizará el mismo recorrido, amparado en el patrocinio de la Comisión Nacional de Propaganda y Defensa del Tabaco Habano. Durante los tres meses y medio que dura la excursión, aparecen en el diario El País, de La Habana, siete “Crónicas desde Sudamérica” firmadas por él.

“Aquel viaje habría de decidir ya toda mi vida”.

En la economía narrativa de Fe de vida la inclusión del viaje está motivada por lo que este significó para Loynaz: “aquel viaje habría de decidir ya toda mi vida”, “viaje en que se decidió mi destino” (Loynaz , 1995: 197, 212).    Y lo fue, sin duda, en cuanto a las relaciones de la pareja, que si bien en su último tramo fueron tormentosas y confusas, terminarían poco después, como el libro, en matrimonio. Sin embargo —en estas páginas mías abundarán las frases y conjunciones adversativas—, la autora, centrada, por una parte, en expresar, sobredimensionándolas, las circunstancias y consecuencias de su desencuentro amoroso, y por otra parte, interesada en testimoniar la falibilidad de la memoria, asegura:

De aquel viaje a Suramérica apenas guardo unas cuantas visiones borrosas, como si se tratara de una película antigua, deteriorada a tramos, que en vano intentara volver a proyectar.

Pena me da que de tan espléndido escenario, únicamente se hayan salvado escenas sueltas, pasajes a veces desvaídos, a veces vividos, pero pasajes nada más (212).

Algunos ejemplos de estas “visiones borrosas” a las que dedica varias páginas muestran una percepción muy singular y una elaboración poética del recuerdo de experiencias tenidas casi 30 años antes. A continuación cito algunos de ellos:

De los Andes tengo solo una imagen difusa, a veces distorsionada, pese a que volábamos o sobrevolábamos casi rozando sus cumbres. Lo más que alcanzo a ver es el pequeño avión deslizándose como un pececillo entre los altos picos, no encima de ellos. Y esta visión la tengo, como si yo estuviera fuera de la cabina, no dentro (213).

Colombia es (…) la ventana por donde escapó Bolívar ayudado por Manuelita Sáenz, cuando iban en su persecución. La ventana estaba en una casa de campo en las afueras de Bogotá, lugar triste con muchos eucaliptos. Creo que la quemaron luego. También Colombia puede ser la iglesia de la Compañía, un delirio barroco laminado en oro. No sé si igualmente la quemaron (213).

De Ecuador solo veo la danza ritual de los indios en un templo precolombino; y también los danzantes quedan súbitamente paralizados hasta en el revuelo de las faldas multicolores, aunque el yaraví en las dolorosas quenas sigue sonando (213-214).

Apenas recuerdo la inmediata excursión a Machu Picchu, la fabulosa Ciudad Perdida de los Incas, cuatro siglos tragada por la selva. Solo percibo un montón de pedruscos en lo alto de un pico, al cual hubimos de subir a lomo de mulos (214).

Hay también remembranzas más cercanas a las letras. En Uruguay, su encuentro con Juana de Ibarbourou (214); o en Argentina, “la caminata que yo sola realicé en Mar del Plata, buscando el sitio donde se había arrojado al mar Alfonsina Storni (…). Pregunto y pregunto, pero nadie sabe, nadie se interesa o no recuerda ya” (214-215). Sobre su estancia en Brasil, escribe:

Río de Janeiro dicen que es muy bello, pero yo no lo vi. O lo vi solo a través del cristal de la lucerna, desde mi cuarto de enferma.

(…) Más bien he visto a Río desde el balcón del hotel Gloria. Hay un balcón más, con árboles debajo, a través de cuyo ramaje los carnavales pasan en visión fugaz y feérica. (¿Plaza de Uruguayana, Río Branco?)

Estuve más de dos meses en Río de Janeiro y solo me han quedado esos despojos de recuerdos.

(…) Sin embargo, algo inolvidable fue volar casi a ras de la gran selva intocada, salvajemente virgen, asistir desde un mínimo avión que apenas podía remontarse, a la desembocadura del Amazonas en el mar, todo envuelto en cendales iridiscentes al romper del alba (215-216).

Las crónicas de viaje

Decía que en 1978 Loynaz escribe Fe de vida como homenaje a su esposo, y que en este libro reconoce la importancia decisiva del viaje que ambos realizaron, pero que ella apenas puede recordar. A inicios de los 80, cuando la renovada estimación de su obra se hace evidente y la Biblioteca Nacional de La Habana comienza a preparar una bibliografía suya, declara  por escrito, en documento que se conserva en esa institución, que las “Crónicas de Sudamérica” y otras crónicas de viaje firmadas por Pablo Álvarez de Cañas fueron escritas por ella.

Junto a Álvarez de Cañas en su residencia. Imágenes: Tomadas de Internet

Si bien la razón por la cual Loynaz decide reconocer y reivindicar la autoría de esas crónicas parece evidente y perfectamente justificada, es muy difícil determinar las razones por las que aceptó escribir unas páginas que otro firmaría, y en las que hasta cierto punto debía proyectar la imagen de su fingido autor. ¿Lo habría hecho esa vez, y también más adelante, por amor, por compasión, como ejercicio literario? Me parece que todo fue más práctico, más realista. La respuesta que me he inclinado a ofrecer es que entre los dos se estableció un pacto: él la protegería de todo contacto no deseado; supliría, como lo hizo, su falta de iniciativa comercial/editorial; se convertiría en su asistente personal y su agente literario cuando aún estas especies no existían. Y a cambio, ella lo dotaría, con su pluma y con su compañía, de un barniz cosmopolita y de un estatuto literario de los que él carecía, y que les resultaban imprescindibles a ambos si su pacto incluía el convertirse en matrimonio. No quiero opinar sobre la naturaleza de la unión matrimonial de Loynaz y Álvarez de Cañas, pero hay páginas a lo largo de Fe de vida que permiten por lo menos suponer que este fue un matrimonio de conveniencias para ambos, forjado al calor de la utilidad que por igual les reportaba esa unión y de la devota admiración que el afortunado inmigrante canario sentía por la rica aristócrata cubana, tan buena conocedora de los límites del hombre con quien se casaba como para 30 años después ponerlos por escrito en su presuntamente halagadora biografía, como poco deseosa de lidiar con temas de la vida práctica y de continuar espantando viejos o nuevos pretendientes a los que esta boda pondría coto. 

Nuevos viajes y nuevas crónicas

En el segundo semestre de 1947 Loynaz recorre, con quien ya es su esposo, Inglaterra, Francia, Islas Canarias y España. De estos viajes hay crónicas publicadas en El País bajo la rúbrica de “Impresiones de un Cronista”, y firmadas por Álvarez de Cañas; textos que Loynaz tambiénreinvindicó como escritos por ella. Una lectura contrastiva de las 11 crónicas originadas en las Islas Canarias y publicadas en el diario entre el 8 de julio y el 26 de septiembre de 1947, con Un verano en Tenerife, su libro de 1958, no deja dudas acerca de su evidente relación genética, de su condición de antetextos, de memoria textual, que se constituyó para mí en el punto de partida para un estudio —en prensa— del proceso de creación del que fuera para nuestra autora su mejor libro.

En 1958 fue publicado Un verano en Tenerife, que constituye un relato de su estancia en las Islas y que fue calificado por la autora como “lo mejor que he escrito”.

Poemas náufragos

En 1991 Loynaz publica un pequeño volumen en el que recoge lo que llamaría sus Poemas náufragos: nueve textos en prosa, de distintas épocas, que por diferentes razones no había dado a conocer en su momento, o había publicado en revistas y ediciones no venales.  Quince años antes había descrito así a un amigo la colección de textos que estaba reuniendo bajo este título: “Especie de trabajos líricos de cierta extensión, lo cual los diferencia de los Poemas sin nombre,todos breves” (Loynaz 1997: 98). De una incisiva reseña de la edición gaditana[3] de Poemas náufragos, marcada por la sorpresiva reaparición de Dulce María Loynaz en el proscenio literario español —“llegó por azares inescrutables del premio Cervantes al máximo galardón hispánico al filo de los 90 años”—, rescato lo más ponderado que Joaquín Marco expresara, que, por cierto, resume muy bien su tono y contenido: “Los poemas reunidos en esta breve antología (…) mantienen unas constantes: inspiración religiosa, utilización de imágenes o parábolas evangélicas, culto a la sensibilidad, técnica descriptiva y marcado simbolismo” (Marco, 1993: 9).

El rey Juan Carlos de España entrega a Dulce María el premio Cervantes.

La viajera en los poemas

En Poemas náufragos, a más de “Carta de amor al rey Tut-Ank-Amen”, encontramos otros poemas referidos explícitamente a viajes realizados por su autora. Ellos son dos breves sumas de textos unidos entre sí y presentados como pequeños cuadernos. Del primero, “Tríptico de San Martín de Loynaz”, que incluye “I. Las cuatro estaciones de San Martín de Loynaz”, “II, Escorzo al aire de dos santos vascos”, y “III. Una pequeña lanza en el camino”,[4]  me interesa particularmente el último texto. El segundo y más pequeño cuaderno, “Dos Nochebuenas”, es un díptico conformado por poemas con título y datación propios, pero concebidos en circunstancias similares y a muy poca distancia temporal uno de otro: “Nochebuena en Granada” y “La Paz, 24 de diciembre de 1945”.

Poema de entusiasmo, pasión y juventud, arrancado con gesto seguro de aquel diario de viajes desechado, “Carta de amor al rey Tut-Ank-Amen”[5] exhibe las marcas de lo que habría sido su primer destino literario.  Tiempo y espacios tópicos de la literatura de viajes, el ayer inmediato del encuentro fascinante con lo anhelado, de la contemplación demorada de cada detalle en las salas del museo; y el hoy de su registro, de su anotación minuciosa, única forma de retenerlo. El espacio visitado, público, y la soledad de la habitación de hotel donde escribirlo, recrearlo… Y trascendiendo estos límites, el deslumbramiento de sentir que el fiero peso de las edades puede ser vencido por el querer y el saber humanos y por la belleza del sentimiento y la imaginación. 

“‘Carta de amor al rey Tut-Ank-Amen’ exhibe las marcas de lo que habría sido su primer destino literario”.

El 27 de noviembre de 1947 aparece en el diario El País de La Habana, firmada por Álvarez de Cañas, una crónica sobre el viaje de él y su esposa a Guipúzcoa, evidente antetexto del “Tríptico de San Martín de Loynaz”.  En su primera sección, el “Tríptico” recorre con riqueza descriptiva e histórica, nutrida de un indudable conocimiento de la narrativa española, buena parte de tiempo y escenarios del siglo XVI en que nace en Beasaín, estudia y toma los hábitos en Alcalá de Henares, y alcanza el martirologio en Japón, quien sería al siglo siguiente canonizado y conocido como San Martín de la Ascensión de Loynaz, un miembro lejano de la familia vasca de la autora; la cual, en la segunda sección, traza un singular, insólito e inteligente paralelo entre la recia figura de Ignacio de Loyola y el casi desconocido y local San Martín, examen tan acorde con sus sutilezas de sentimiento e intelecto, que al final ambos dejan de parecernos tan abismalmente dispares.  La tercera sección, a pesar de su enunciación por un sujeto poético en tercera persona, se construye desde el inicio como crónica de viaje, con la referencia explícita a los dos forasteros llegados en una mañana de octubre de 1947 a Beasaín. Dos viajeros, “ella y él, ya entrados como el lugar en el otoño; grises las ropas, grises los cabellos y los ojos con un solo gris de muchas y distintas lejanías (…) que venían de América en pos de un sueño” (Loynaz, 1993: 182); el encuentro del santo tras cuyas huellas van a recorrer la comarca, hasta que, con un súbito tránsito a la primera persona del singular: “Regreso a media tarde, a media melancolía, a medio andar entre la realidad y el sueño” (184);  se impone la voz del pensamiento, que “dejó paso al sueño inasido y a la verdad reacia” y le señaló cómo lo que buscaba había estado siempre en todo y en ella misma (184-185). 

Con la primera de las Nochebuenas, la de Granada, sucede lo mismo que con el “Tríptico”: hay una crónica de Álvarez de Cañas fechada en esta ciudad el 26 de diciembre del 1947 que es parte del proceso de creación del poema. Como “los viajeros se mueven entre los diferentes grupos y capas sociales con una facilidad de la que muchas veces carecen en su país” (Ette, 2001: 12), y nadie viaja a lo ignoto, sino a espacios ya visitados por otros autores, en este poema la festividad religiosa es un mero pretexto para la presentación por el sujeto poético, que se asoma al balcón de su hotel, o transita por las calles, del jolgorio navideño y de la más variada gama de peripecias y tipos populares. Pero al fin su personalidad vence, y todo un trasfondo de lecturas cruzadas borra el interés mostrado en la descripción del ambiente festivo: “He pasado en Granada unos días que pudiera llamar ensimismados. Días vagos, aislados en mi vida. Ando como una sombra por el Albaycín (la verdadera Granada, la que amó y lloró Boabdil; lo demás es postizo y populachero)” (Loynaz, 1993: 195). 

Monumento en honor a Dulce María emplazado en Puerto de la Cruz, Tenerife, realizado por el artista cubano Carlos Enrique Prado.

La navidad de La Paz tiene un sentido totalmente distinto, es un impresionante poema transido de la religiosidad sincrética con que los pueblos indoamericanos adoptan y practican el cristianismo. El origen del poema no se vincula a una crónica. Como Loynaz cuenta en Fe de vida, Álvarez de Cañas no viajó a Bolivia: “Nos separamos al salir del Cuzco, porque nosotros teníamos empeño en pasar la Nochebuena en La Paz, y a él lo retenían otros intereses no turísticos en Lima” (200). Y cuenta cómo  en aquella Nochebuena pasada en La Paz escribió a su amiga Angelina Miranda “una carta que a lo mejor en el año 2000 o 3000, los jóvenes de entonces tendrán por una joya de la literatura universal” (Loynaz, 1995: 201). Legítima carta de una viajera que asiste en una ciudad paupérrima, atada a las redes de un poder colonial aún vigente, a la representación del nacimiento de Jesús: “Sobre el alero de un tejado está posada la estrella del Prefecto. Estrella española hecha con el oro de la Conquista.  Pero esta noche un niño indio ha sido Dios. / Un pastor rezagado trae su ofrenda, una oveja y un nido de gorubís… En su lecho de juncos Dios se ha dormido” (Loynaz, 1993, 204).

Carta que llegaría a ser este poema que conocemos después de que su autora lo despojara del drástico final que tuviera en su primera versión —y que podemos imaginar. Y esto lo logró, según me contara, haciendo retroceder su fecha, como lo indica el título en su primera versión, al siglo precedente: “La Paz, 24 de diciembre de 1845”, para que esa Nochebuena fuera menos violenta, menos dolorosa.

Noticia y deseo 

En 2017 se editaron, finalmente, por Letras Cubanas y Ediciones Loynaz, las “Crónicas de Ayer” que Loynaz publicara los sábados, con su firma, en El País, por 52 semanas, entre el 16 de octubre de 1954 y el 15 de octubre de 1955. Quedaron pendientes las tituladas “Entre dos primaveras”, que aparecían al día siguiente, es decir, los domingos, en Excélsior, también a lo largo del mismo período. Quiero confiar en que tanto estas últimas crónicas como las páginas de viajes que reivindicara en 1980 como escritas por ella, despojadas de las adiciones que el oficio de su marido les impuso y bien editadas, no tarden mucho en estar también impresas y a nuestra disposición.

Bibliografía:

Ette, Ottmar (2001): Literatura de viaje, de Humboldt a Baudrillard, México, UNAM, 2001.

Loynaz, Dulce María (1997): Cartas que no se extraviaron, Valladolid / Pinar del Río, Fundación Jorge Guillén y Ediciones Hnos. Loynaz, 1997.

̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ :  Fe de vida,  La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1995.

̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶  :  Poesía completa, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1993.  

Marco, Joaquín: “Poemas náufragos” ABC, Cultural, 08/01/1993, p. 9 (http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/cultural/1993/01/08/009.html)

Ramón-Laca Menéndez de Luarca, Luis: “Retratos de la infanta María Teresa por Velázquez y Martínez del Mazo”, Locvs Amœnvs 13, 2015, pp. 43-56,       

(http://revistes.uab.cat/locus/article/download/v13-ramon-laca/155-pdf-es)

Simón, Pedro,  (1991a):  “Al lector”, en Loynaz, Dulce María: Poemas náufragos, La Habana, Letras Cubanas, pp. 6-10.

̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ ̶ (1991b): “Conversación con Dulce María Loynaz”, enDulce María Loynaz. Valoración Múltiple, (Pedro Simón, comp. y prol.),La Habana, Casa de las Américas / Letras Cubanas, pp. 31-66.


Notas:

[1] Incluido en su primer libro: Versos (1920-1938), La Habana, Úcar, García y Cía., 1938.

[2] Pintados por Juan Bautista Martínez del Mazo, yerno de Velázquez, se conocen como retrato de la infanta niña, de la infanta jovencita y de la infanta con mariposas en su tocado. (Ramón-Laca, 2015: 43-46).

[3] Cádiz: Imprenta Sur, Artes Gráficas, 1992.

[4] Los tres poemas habían sido publicados en la revista Beasaín Festivo, de Guipúzcoa, el 8 de mayo de 1948, pp. 12-13, el 28 de mayo de 1949, pp. 16-17, y el 3 de mayo de 1951, pp. 5-6. 

[5] Publicado en versión reducida en la revista Grafos, La Habana, 1938, vol 7, no. 63, p. 67, tuvo dos ediciones no venales en 1953, realizadas en Madrid,  por la Nueva Imprenta Radio. 

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