En 1922 el arqueólogo inglés Howard Carter halló en el área conocida como el Valle de los Reyes, en Egipto, la tumba de Tutankamen, o más correctamente, Tutankamón (el final lo toma de Amón-Ra, dios del Sol venerado por los antiguos). Tan significativo suceso para la historia universal y para la arqueología ocurrió el 4 de noviembre.

“Se le consideró el descubrimiento más importante de tesoro histórico alguno en los tiempos modernos”.

Días después, bajo la dirección de Carter, se procedió a entrar en el monumento funerario, que, aunque varias veces sometido al pillaje de los saqueadores de tumbas, conservaba aún suficientes tesoros intactos. Uno de ellos, el más importante, era la capilla mortuoria del joven faraón Tutankamón. La noticia se corrió por todo el mundo. Se acrecentaron la curiosidad y el embullo por el estudio de la egiptología, y muchos soñaron con llegarse al lejano Egipto y contemplar aquella momia por siglos inviolada.

Tutankamón, también conocido como el Faraón niño, fue coronado a muy corta edad. Se afirma que no alcanzó a vivir los 20 años y que su reinado transcurrió hacia mediados del siglo XIV a.C., o sea, hace más de 30 siglos; tiempo que permaneció sellado aquel sepulcro sin que entraran en él ni las moscas. Fue tal el alboroto generado por este hallazgo, tal la información que a partir de entonces pudo conocerse sobre la historia, las costumbres y la civilización de los antiguos pobladores del valle nilótico, que se le consideró el descubrimiento más importante de tesoro histórico alguno en los tiempos modernos. De aquella fecha se cumple ahora un siglo.

Tan interesante historia nos toca a los cubanos por una razón muy especial que seguramente el lector ya está intuyendo, y es que nuestra insigne escritora y Premio Cervantes de Literatura, Dulce María Loynaz, en sus extensos andares por Europa y más allá, en 1929 se llegó por el Valle de los Reyes, donde se inspiró para la creación de su célebre “Carta de amor a Tut-Ank-Amen”, poema acerca del cual Eliseo Diego afirmó: “Hay uno especial para mí, la ‘Carta de Amor a Tut-Ank-Amen’. Es de esos poemas que se escriben, y solo con ellos basta para toda la vida”.

La más conocida de las cartas de amor de una autora en torno a la cual se ha tejido una aureola de sequedad, hastío y soledad, nos la revela en estos párrafos con la vitalidad, elegante pasión y arrojo de una mujer para quien el amor existió, donde el amor creció y donde la palabra arropó con magistral lirismo el más puro sentimiento. He aquí los fragmentos finales de la carta. Vívalos:     

Si las gentes sensatas no se hubieran indignado, yo habría besado uno a uno estos juguetes tuyos, pesados juguetes de oro y plata, extraños juguetes con que ningún niño de ahora —balompedista, boxeador— sabría ya jugar.

“Yo te habría sacado de tus cinco sarcófagos, te hubiera desatado las ligaduras que oprimían demasiado tu cuerpo endeble”.

Si las gentes sensatas no se hubieran escandalizado, yo te habría sacado de tu sarcófago de oro, dentro de tres sarcófagos de madera, dentro de un gran sarcófago de granito, te hubiera sacado de tanta siniestra hondura que te vuelve más muerto para mi osado corazón que haces latir… que solo para ti ha podido latir, ¡oh, Rey dulcísimo!, en esta clara tarde de Egipto —brazo de luz del Nilo.

Si las gentes sensatas no se hubieran encolerizado, yo te habría sacado de tus cinco sarcófagos, te hubiera desatado las ligaduras que oprimían demasiado tu cuerpo endeble y te hubiera envuelto suavemente en mi chal de seda…

Así te hubiera yo recostado sobre mi pecho, como un niño enfermo… y como a un niño enfermo habría empezado a cantarte la más bella de mis canciones tropicales, el más dulce, el más breve de mis poemas.

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