Duras Penas

Laidi Fernández de Juan
30/12/2019

Si de veras creyera que el duelo paraliza definitivamente, dejaría de escribir para siempre, y esa es cuestión fuera de discusión. Puedo permitirme ciertos lujos (caminar en lugar de viajar en ómnibus, recibir atención médica sin esperar turno, leer cuanto quiera sin necesidad de ir a una biblioteca ni consultar internet), pero entre esos privilegios no estará nunca dejar de escribir. Aun sabiendo que me desborda la tristeza, o quizás por lo mismo, debo hacerlo.

Debo sentarme, con disciplina y tenacidad, enfrentar la temible hoja en blanco (sobrevalorada, añado), y dejar que mis dedos martillen el teclado. Brota mucho dolor, que luego deshecho. Ninguna comicidad me auxilia, como antes, ni se me ocurren ideas novedosas, si es que algún día las tuve, y, en fin, es esto más o menos lo que necesito decir: termina 2019, y con este final, cierro un ciclo medular de mi existencia. Se acaban los dos peores años de mi vida: en 2018 murió mi madre, y hace apenas cinco meses mi padre fue a hacerle compañía. Ambos sepultados en el mismo mar, me han dejado, como dice el tango, “sola, en la ruta de mi destino”.

Retamar junto a Adelaida de Juan en la celebración de su 80 cumpleaños. Foto: La Jiribilla
 

El lamento, tanguero y cursi que debo corregir, insiste en quedarse, y a estas alturas, le permito el triste regalo de permanecer, de ser leído y, seguramente criticado. Poco importa, confiesa mi recién nacida insolencia. Que vengan las clarias y las tilapias, los carroñeros de siempre, y se burlen. Que venza el más fuerte, me digo. Y justo de eso se trata, me dice cierta voz: de fortalezas.

Creer en milagros (peculiar manera de resistir), fue siempre premisa en mis padres, y al cabo de pasar medio siglo mofándome de esa empecinada manía de conservar más esperanza que fe, me sumerjo en la misma ola, me dejo llevar por luces que no encuentro, me dirijo al final de un túnel ciego, me batuquean voces como manos, las mismas que me impulsan, me acarician, me evitan rozaduras, y así, acompañada de fantasmas, aupada por brujos y sintiendo abrazos fríos como la nieve que nunca vi, avanzo a tientas. Apenas logro moverme, pero este mínimo paso que voy alcanzando, me da fuerzas para continuar. Todo gira alrededor de los muertos, de los que me pertenecen, de los míos, de los para mí, en mi corazón.

No temo a la sensiblería, no me preocupa el estilo, ni la forma, ni centrarme en “el asunto”. Ni siquiera hago Literatura per se, sino más bien dejo que afloren mis sentimientos, porque solo así recibo una pizca de alivio. También me impulsan los lectores/as que me preguntan dónde estoy, qué hago, debajo de cual piedra me escondo. Como quien ha perdido su casa y camina bajo la lluvia, escribo.

No obstante, quiero, necesito agradecer a todos, a todas, a esas personas que sin conocerme me ofrecen condolencias mientras voy por la calle, o estoy en mi portal, o riego las plantas de mi jardín y coloco bebederos para zunzunes. Rostros que nunca he visto, pero que igual se detienen, se asoman, pasan, y me dicen “Los quise mucho. Les debo tanto. Los recordaré siempre.”

A mis amistades de toda la vida les agradezco el apoyo infinito, los ánimos, los abrazos, las frases, los mensajes. A mis hijos, que no cesan de preguntarme “¿Cómo vas, mamá?”, y, sobre todo, a mi compañero José Manuel Valladares le debo su paciencia, su constante apoyo, su “estoy aquí, amor, siempre”. Supongo (espero, imploro) que el 2020 nos traiga alegrías. Debo creerlo, aunque sea a duras penas.  

Diciembre 2019.