Acaso nunca podríamos fijar a las cuántas gotas de agua un arroyo se convierte en río, un lago en mar, y un mar en océano; pero siempre hay una mínima cantidad de algo que marca fronteras, destroza conceptos o transmuta sustancias.

Fue el Papa romano San Gregorio quien, en el siglo VI, y tras revisar trabajos de Evagrio y Casiano, dejó una lista definitiva de los llamados pecados capitales. Estos pecados quedaron fijados en 7: lujuria, pereza, gula, ira, envidia, avaricia y orgullo. Cada uno de ellos era inducido por un demonio diferente: por ejemplo, la lujuria, era incitada por Asmodeo, aquel que se disfrazó de serpiente para tentar a Eva en el Jardín del Edén. Siempre la mujer encabezando la quinta columna del enemigo. 

Durante la Edad Media, no solo el sexo fue objeto de prohibiciones; esta llegó a otros géneros de diversiones terrenales.

¿Pero, a las cuántas gotas de despecho, una admiración puede convertirse en envidia? ¿En qué prodigioso minuto del reloj la tonificante pausa se vuelve pereza? ¿Y cuál sería la mordida en el muslo de pollo, o la cucharada de mermelada, que marcaría el límite entre la honesta alimentación y la pecadora gula?

En su libro Historia sexual del cristianismo, Karlheinz Deschner nos avisa que durante buena parte del medioevo “los esposos no podían ni besarse con la lengua. Como esta práctica había comenzado a ser considerada apenas un pecado venial, el papa Alejandro VI condenó semejante relajamiento en 1666.

Más adelante, en tiempos más progresistas, la Iglesia católica llegó a ofrecer una casuística que incluía indicaciones exactas acerca de cuántos milímetros podía penetrar la lengua para que el beso siguiese siendo honesto y cuál era el límite en el que comenzaba la deshonestidad. O sea, comerciar con el enemigo a veces es necesario, pero todo tiene un límite.

Los padres de la iglesia se empeñaron en hacer del amor una suerte de prótesis. Algo que primero habríamos de advertir antes que sentir. Es como caminar con una pata de palo de modo que no atendamos instintivamente al camino, sino sobre todo a los pies. Aparejado el amor con semicírculo, regla, cartabón, compás para no sobrepasar los grados, los ángulos, el límite de lo honesto, la autoridad nunca estaría ociosa en su función de someter. Pero quizá sin ambicionarlo, o quién sabe si por anticipado cálculo, colocaron al diablo en permanente emulsión con lo divino.

A apenas un milímetro podía estar la frontera del pecado: un movimiento de más durante el vertiginoso orgasmo, un tocamiento involuntario en medio de esas caprichosas Simplégades que aleatoriamente colisionan en los insondables pontos de la pasión, podía llevar a que el muslo no estuviese acariciando el muslo deseado, sino rozando sin querer la pata negra y peluda de Satán.

Fue el Papa romano San Gregorio quien dejó una lista definitiva de los llamados siete pecados capitales: lujuria, pereza, gula, ira, envidia, avaricia y orgullo.

Si las plazas sitiadas suelen ser convincente argumento para establecer regímenes de excepción, y de ese modo limitar en mayor o menor medida las libertades individuales; la dinámica del combate excluye cualquier convención que signifique la palabra libertad. Heinrich Böll dice: “el soldado que comienza a pensar casi ha dejado de serlo”. Hoy semejantes fenómenos forman parte de los estudios de la Psicología de masas, rama que se encarga de investigar por qué los individuos se contagian con el comportamiento de los demás y se limitan a repetirlo sin cuestionamiento alguno.

Así se instalan los estereotipos y los prejuicios: esas píldoras mentales que distorsionan la percepción, y que —aun cuando ya no creamos que la mujer surgió de una costilla y sea la causante de la mortalidad humana— siguen incitando la falsa creencia de que la feminidad se identifica con subordinación, entrega, pasividad y seducción, mientras que la masculinidad presupone poder, propiedad y potencia.

Pero, durante la Edad Media, no solo el sexo fue objeto de tales prohibiciones; esta llegó a otros géneros de diversiones terrenales. Tan temprano como el siglo III d. C., Clemente de Alejandría, uno de los más notables maestros de la Escuela Catequística de Alejandría, proscribió los adornos, el maquillaje y el baile, y asimismo exhortó a renunciar al vino, y no comer carne. Incluso, algo tan inocente como la risa, también fue motivo de arduos debates. En esos tiempos, los teólogos especulaban con la risa de Cristo, en tanto al menos uno de los evangelios apócrifos aseguraba que nunca había reído. Bajo tales principios, Basilio el Grande (San Basilio), padre y doctor de la Iglesia de Oriente, determinó prohibir a los cristianos toda diversión, incluyendo la risa.

En la novela El nombre de la rosa, una obra donde se combinan acertadamente los géneros policíaco e histórico, el escritor italiano Umberto Eco nos asoma tangencialmente al tema. En ella se cuenta la investigación realizada por el fraile franciscano Guillermo de Baskerville, y su pupilo Adso de Melk, para develar el misterio de ciertos crímenes ocurridos en una abadía benedictina de los Apeninos septentrionales italianos. Tras estos asesinatos está la intención de ocultar un libro que se creía perdido: el segundo de la Poética de Aristóteles —donde se supone que el autor abordara el tema de la comedia.

En el clímax de la obra, un interesante debate se suscita entre Guillermo de Baskerville y Jorge de Burgos, un intolerante bibliotecario ciego. Mientras literalmente devora página tras página del libro de Aristóteles, Jorge de Burgos justifica los asesinatos argumentando que la risa proporciona la mentira y fomenta la duda; es una herejía que sacude el cuerpo, deforma la cara y hace que el hombre parezca un mono. 

Obviamente, la censura no pudo impedir que la diversión siguiera formando parte de la vida.

Este parlamento, que Eco pone en boca de Jorge de Burgos, hace recordar también el empleado por Agustín de Hipona para ridiculizar el acto sexual: “un fenómeno que se apodera completamente de uno haciéndole perder el control provocando sacudidas violentas, movimientos epileptoides que no responden al control de la voluntad”.

El remedio contra el inconveniente de la risa era llorar. Llorar lo más que se pudiera. Deschner nos relata: “Muchos gemían noche y día: el famoso donum lacrimarum. El Doctor de la Iglesia Efrén, un fanático antisemita, lloraba con tanta naturalidad como otros respiran. “Nadie le ha visto nunca con los ojos secos”. Shenute, un santo copto que apaleaba a sus frailes hasta que sus gritos podían oírse en toda la aldea, por lo visto derramaba unas lágrimas tan fructíferas que la tierra bajo él se convertía en fiemo. A San Arsenio, que llenaba su celda de hedor para ahorrarse el olor pestífero del Infierno, hasta se le cayeron los párpados de tanto llorar; llevaba un babero ex profeso para sus torrentes lacrimógenos”.

En cualquier caso, había que mortificar el cuerpo, no divertirlo. Cada falta, incluso las de pensamiento, había que pagarla con penitencias que incluían ayunos, vigilias, plegarias y abstinencia sexual, entre otras. Tras cumplir la penitencia se alcanzaba la redención, y entonces el pecador recobraba o rehabilitaba su relación con la Iglesia, Dios y la sociedad.

Obviamente, la censura no pudo impedir que la diversión siguiera formando parte de la vida; pero si bien no consiguió recluirla al armario de la tradición, sí tuvo mayor fortuna al excluirla de los manuales de la historia. En su ensayo “La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento”, Bajtin dice: “la risa popular y sus formas, constituyen los campos menos estudiados de la creación popular” —algo que no debería asombrarle; él mismo habría de sufrir en carne propia las razones por las cuales lo considerado “no oficial” termina siendo reprimido.

Durante la Edad Media la Iglesia fue más allá de procurar soldados en cada feligrés: había que no pensar, no sentir; pero ni siquiera se trataba de no pecar.

Historia y tradición deberían ser conceptos sinónimos, pero no siempre ha ocurrido así en la propia ¿historia-tradición? El aparente retruécano, o titubeo, se explica cuando vemos que el primero siempre ha respondido a intereses de la clase dominante, mientras que el segundo es genuina expresión de una cultura dada. La tradición es democrática (depende de quien la vive), la historia no (depende de quien la escribe), de modo que cuando se riñen ambas percepciones de la realidad, se abre campo la doble moral.

De la tradición popular nos han llegado textos de esa época donde podemos ver que la fortaleza tenía sus grietas, y por ella penetraban enemigos. En la colección francesa de Anatole Montaicilon, de seis volúmenes, se recopilan manuscritos originales con títulos como El debate de la concha y el culo, De putas y cogedores. De una sola mujer cuya concha servían cien caballeros y El obispo que bendijo a la concha. La caricatura de costumbres y la farsa teatral servían a la diversión popular en Francia, con piezas que se solazan en el lenguaje grosero y escatológico: Farsa de Taraban Tarabás; Farsa de la mujer a quien su vecino comienza a dar una lavativa y Farsa de las mujeres que se hacen llenar la parte baja. El erotismo medieval también tenía su expresión en las cortes, con el libro De amore, de Andreas Capellanus, y los poemas eróticos de Eustache Deschaws.

Barthes, arranca el prólogo de El grado cero de la escritura, procurando inquietar con el hecho de que Herbert nunca empezara un número del Pêre Duchêne sin poner algunos “¡mierda!” o algunos “¡carajo!”. Pero, comentando a Borges, diríamos que aún perdura una supersticiosa ética —aunque no solo del lector, sino también de críticos e incluso de autores— en relación con determinados recursos expresivos que se instalen en esa parte de la historia censurada hace muchos siglos por la autoridad medieval. No serían ya los —¿acaso inocentes?— supuestas fallas comentadas por Borges, relativas a la adjetivación, concisión, disonancias, entre otras; si no aquellos donde algún fragmento resulta cómico, o se mencionen, por ejemplo, las partes sexuales a la manera en que lo hace la tradición popular.

Historia y tradición deberían ser conceptos sinónimos, pero no siempre ha ocurrido así en la propia ¿historia-tradición?

El eco de esa dicotomía expresiva medieval, nos sigue llegando por dos canales distintos: determinado automatismo —formalidad o autocensura— a la hora de expresar la palabra escrita, lo cual se opone al desenfado de la expresión popular. Y si bien la novela ha conseguido superar un tanto de esos prejuicios: sobre todo gracias a los genios de Rabelais y Cervantes —quienes los combatieron desde el mismísimo umbral de la Edad Media—, todavía estos cercenan importantes espacios a la poesía y el ensayo.

Sin embargo, no debería extrañarnos tales mutilaciones expresivas. Por ejemplo, según el diccionario Océano, sinónimos de la palabra cómico son: “ridículo”, “grotesco”, “extravagante”, términos que encierran significados peyorativos; mientras que sus antónimos son palabras como “serio” y “auténtico” —lo cual significa que la risa es una manifestación de inmadurez, adulteración del verbo. Por su parte, la palabra “erótico” tiene como sinónimos “lascivo”, “libidinoso”, “mórbido” y “obsceno”. Sus antónimos son: “casto” y “virtuoso”, entre otros. 

Durante la Edad Media la Iglesia fue más allá de procurar soldados en cada feligrés: había que no pensar, no sentir; pero ni siquiera se trataba de no pecar. El dilema aparecido con el concepto de pecado no era semejante al de Hamlet: “Ser o no ser”, sino que, a la vez que se era, tampoco se debía ser en absoluto. Una paradoja explicable si de pronto comprendemos que ante la total ausencia de pecado, tampoco sería necesaria la existencia de la Iglesia —del mismo modo que una tiranía solo es posible cuando enfrente acecha el peligroso enemigo. Así, de pronto me parece entrever un guiño socarrón en aquella frase de Quevedo: “Política de Dios, Gobierno de Cristo y Tiranía de Satanás”.