Eduardo Galeano, mi hermano de siempre

Eduardo Heras León
19/2/2016

Pocas ocasiones mejores que ésta, durante la XXV Feria Internacional del Libro de La Habana, en que Uruguay es el país invitado de honor, para rendir homenaje al gran escritor, periodista, hombre de profundas convicciones éticas, que se llamó Eduardo Galeano; razones más que suficientes para sentirme profundamente honrado al evocar su entrañable recuerdo, porque para mí hablar de Eduardo Galeano es evocar la imagen de un hermano con el que compartí a lo largo de 45 años, afanes, sueños y esperanzas de un futuro mejor para América Latina y el mundo.

Cuando en abril del pasado año recibimos la dolorosa noticia de su muerte, diversos órganos de prensa, conocedores de nuestra íntima amistad, me pidieron unas palabras a manera de recuerdo y despedida. Pero yo no pude hacerlo. No podía escribir, la mano no me respondía, y la computadora se había bloqueado. Hice un enorme esfuerzo por redactar algo, una cuartilla, un par de párrafos, una oración que pudiera evocarlo, una palabra que con su magia rompiera el marasmo de la mente y de la facultad de volcar en un espacio en blanco, el aluvión de sentimientos y emociones que la muerte de Eduardo Galeano, de mi hermano Eduardo Galeano, había provocado en mí. Pero les confieso que sencillamente no podía. Porque ¿qué iba a decir? ¿Que había muerto uno de los grandes escritores de nuestra lengua? ¿Que había sido el más grande periodista latinoamericano de que tenga noticia? ¿Que ya no veríamos más a este ciudadano del mundo, al uruguayo universal que amó a Cuba visceralmente? “Siento que vuelvo sin haberme ido. Cuba siguió siempre viva dentro de mí”, dijo en su última visita. ¿Que fue un hombre que vivió siempre fiel a sus principios, un hombre de su tiempo, y que por eso será un hombre de todos los tiempos?

Cuando en abril del pasado año recibimos la dolorosa noticia de su muerte, diversos órganos de prensa, conocedores de nuestra íntima amistad, me pidieron unas palabras a manera de recuerdo y despedida. Pero yo no pude hacerlo.Todas esas cualidades y muchas otras poseía Eduardo Galeano, y eso lo saben quienes de alguna forma lo quisieron, lo conocieron, o leyeron su inmensa obra que irá creciendo con el tiempo.

Algo sucedió cuando nos conocimos en 1970, en su primera visita a la Isla como jurado de cuento del Premio Casa, en el que mi libro Los pasos en la hierba obtuvo una mención. Estaba hospedado en el hotel Nacional, su predilecto, y la noche en que lo despedimos, noche de amistad y experiencias recíprocas, cuando nos quedamos solos él, Germán Piniella y el que les habla, nos enseñó toda su ropa y unos zapatos nuevos, y conociendo ya la crisis que vivíamos en aquellos momentos, nos pidió que las aceptáramos como un regalo en nombre de una amistad que acababa de nacer. Por supuesto que le dijimos que no, de ninguna manera, que le agradecíamos su ofrecimiento, pero que no podíamos aceptarlo, y nos despedimos con un abrazo que selló para siempre nuestra amistad. Años después me diría que aquella noche supo que nos habíamos convertido en sus hermanos.

Tres años después, en 1973, volvió a La Habana, y luego de almorzar juntos realizamos un largo paseo a lo largo del Malecón, desde el Hotel Riviera hasta el Castillo de la Punta, para de nuevo regresar al hotel, con lo cual inauguramos una costumbre que se repitió en La Habana, en Montevideo, en Ciudad México, en Frankfurt, o en Guadalajara: largos paseos para conversar de todo lo humano y lo divino. A partir de entonces nos escribíamos a menudo cartas que todavía conservo, y nuestra hermandad se fue consolidando con los años. Eran pequeños mensajes donde se reflejaba un sentido del humor muy especial: ambos comenzamos a jugar con esos textos, aprovechando el hecho de que los dos éramos Eduardos, y él los firmaba Eduardo el Impostor, y me llamaba Eduardo el Verdadero; y como yo era un mes más viejo que él, yo firmaba Eduardo I y él era Eduardo 2; o yo era Eduardo el mayor (El Chino) y a él lo llamaba Eduardo el menor (El Otro Eduardo).

Algo sucedió cuando nos conocimos en 1970, en su primera visita a la Isla como jurado de cuento del Premio Casa, en el que mi libro Los pasos en la hierba obtuvo una mención. Cuando estaba enfrascado en la escritura de Memoria del fuego, esa verdadera obra maestra, en uno de sus viajes me pidió que lo acompañara a comprar libros de historia de Cuba, y durante dos días estuvimos recorriendo cuanta librería de libros viejos existía en La Habana. No exagero: compró más de 20 libros, sobre todo las obras de Fernando Ortiz que para su proyecto resultaron inestimables. Un tiempo después, cuando se disponía a escribir el tercer tomo, me escribió pidiéndome un favor: la columna vertebral de ese tomo serían las sucesivas muertes y resurrecciones de Miguel Mármol, el dirigente comunista salvadoreño, a quien Roque Dalton había dedicado un notable libro de testimonio, publicado por la Casa de las Américas. Pues bien, Eduardo me pidió que localizara al viejito Mármol, que estaba en Cuba en esos momentos, y lo entrevistara: el libro de Roque cubría hasta mediados de los años 40, y él necesitaba saber las otras muertes y resurrecciones de este fabuloso personaje hasta nuestros días. Me costó trabajo pero pude entrevistar a Mármol y luego le envié el original de la entrevista a Eduardo, que lo utilizó ampliamente en el tercer tomo de Memoria del fuego. Yo también tuve mi premio con ese libro: guardo como un tesoro la dedicatoria que me escribió: “Este libro, esta memoria es una manera de abrazar a mi hermano el Chino cada vez que se asome” y fui nuevamente premiado cuando me pidió que presentara la edición cubana, aquí en la Casa de las Américas.

Pudiera escribir sobre Eduardo Galeano un libro con todas las peripecias por donde transitó nuestra hermandad de tantos años, pero temo ocuparles demasiado tiempo. Prefiero ahora evocar a este extraordinario ser humano que siempre estuvo al lado de los humillados y ofendidos de la tierra, que siempre estuvo a nuestro lado, siguiendo el consejo de Carlos Fonseca Amador que tanto le gustaba citar: “Los amigos se critican de frente y se elogian por la espalda”. Cuando tuvo que criticar, criticó de frente, asumiendo plena responsabilidad por sus criterios, siempre ajustados a los principios que rigieron su vida. Por eso a veces sufrió incomprensiones, que él resistió y con su obra y ejemplo de coraje intelectual  salió incólume con una dignidad y una moral libre de manchas.

Pudiera escribir sobre Eduardo Galeano un libro con todas las peripecias por donde transitó nuestra hermandad de tantos años, pero temo ocuparles demasiado tiempo. Pero a pesar del dolor de su pérdida, no quiero terminar estos humildes párrafos en medio de una atmósfera de tristeza, sobre todo porque Eduardo Galeano fue un hombre que amaba la vida, y la disfrutaba plenamente y compartía esa alegría de vivir con sus amigos. Así nos escribió cuando inauguramos la sede del Centro Onelio: “Qué alegría. Las palabras tienen casa. En esa casa donde se enseña aprendiendo, encontrarán cobijo quienes trabajan con las palabras y en ellas creen y en ellas quieren”. Así era Eduardo Galeano. Y como no quiero repetir juicios sobre el valor de su obra, que ha sido abordada por la crítica de todo el mundo, pues nada nuevo voy a aportar, sólo añadiré que para mi vida fue un privilegio haber conocido a ese amigo inolvidable, que su hermandad es uno de mis grandes tesoros, y que quiero evocarlo siempre anotando alguna frase o una palabra en su libretita de apuntes, rodeado en su casa de los chanchitos que le llegaban de todas partes del mundo y que luego nos regalaba en sus hermosas dedicatorias. Prometo que lo evocaré desterrando para siempre la tristeza, conversando conmigo, caminando juntos por esos senderos del mundo o de la eternidad, donde seguramente estará escribiendo un nuevo libro. Y desde allí nos dirá: “Ahora hay que volver a empezar. Pasito a pasito, sin más escudos que los nacidos de nuestros propios cuerpos. Hay que descubrir, crear, imaginar. (…) Hoy más que nunca, es preciso soñar. Soñar, juntos,  Peleando por ese derecho, viven mis mejores amigos; y por él algunos han dado la vida. Ese es mi  testimonio ¿Confesión de un dinosaurio? Quizá. En todo caso, es el testimonio de alguien que cree que la condición humana no está condenada al egoísmo y a la obscena cacería del dinero, y que el socialismo no murió, porque todavía no era: que hoy es el primer día de la larga vida que tiene por vivir”.