El arte de Jasmine Norman-Girvan (III y final)

Nancy Morejón
17/2/2016

                                                                Para Carrie

El arte de Jasmine Norman-Girvan es una prueba fehaciente de su capacidad para poner ante nuestros ojos antiguas confluencias, sobre todo, aquellas que enlazan la experiencia histórica común de los archipiélagos antillanos cuya identidad va moviéndose día a día entre el quehacer cotidiano y aquellos otros avatares provenientes de su existencia como mujer.

Género e historia se dan la mano en las creaciones excepcionales de esta artista nacida alguna vez en Jamaica pero asentada por elección personal en esa tierra bípeda que conocemos como Trinidad y Tobago. Son los misterios del Caribe que todavía perduran.

En la parte alta de Puerto España, la capital de las dos islas, está la casa de Jasmine que es un surtidor de arte ancestral y moderno. Erigido entre la práctica de la escultura y la instalación, su aliento demuestra la proverbial observación del poeta Derek Walcott, Premio Nobel de Literatura en 1992: La historia es el mar. Por el mar llegaron los esclavistas y, claro, los esclavizados. Jasmine procede de una estirpe única; aquella que hace suya la declaración del martiniqueño Frantz Fanon: “Interiorizado pero no convencido de mi inferioridad”.

Con ese emblema y con la mirada renovadora de su tiempo, la artista ha creado una galería de criaturas fantásticas hechas con toda suerte de objetos: naipes, piedrecillas, recipientes, cajas, polvos, alambres, ramas, figuras humanas que han ido poblando un cosmos cuya primera disposición es relacionar, poéticamente, su entorno, el lirismo de su biografía personal y nuestro ser colectivo, cuajado en esa identidad polivalente que llegó desde numerosas encrucijadas para encontrar el camino de su verdad.

Al pie de unas rejas alzadas contra la rutina diaria, que Jasmine convierte en encantados castillos construidos sobre puentes levadizos en cuyo fondo nadan sin tregua un sinnúmero de peces multicolor, y torres almenadas de piedrecillas, máscaras breves y objetos aparentemente sin función alguna, Jasmine Norman Girvan rescata y socorre a unos inmigrantes que trajeron su piel y su espíritu y cuyo único crimen es su instinto vital y el ansia, siempre presente, de crear una nación nueva rodeada de amor y libertad por todas partes.

En muchos espacios de su hogar, verdadero taller —en una casa a la usanza de las empotradas en las laderas de las montañas— se aglutinan obras indefinibles aunque impactantes en su extraña belleza, en su comunicador grito de firmeza existencial y de fuerza expresiva. Quien tenga el privilegio de visitar su espacio hogareño encontrará infinidad de sus obras que me han parecido refugios medievales, sin la pátina y los arcos sublimes que conocimos en nuestra niñez en las atractivas aventuras de Robin Hood, saturadas de una violencia muy ingenua aunque sangrienta, sustituidas hoy por las de ese diabólico Harry Potter cuyo encantamiento no por falso deja de atraer a los más jóvenes en los más disímiles sitios del planeta. 

Estamos ante una maga de las formas que rinde culto a la materia sea vegetal, industrial o incluso virtual.

Sin embargo, qué lejos su expresión del materismo comercial de la segunda mitad del siglo XX. Las figuras de Jasmine, solas, se organizan en espiral, en diversos planos y respiran, a su modo gutural, el aliento de la materia, única e indivisible, como sabemos pero marcada por la presencia de una naturaleza selvática interrumpida, atravesada por ciertos objetos cotidianos, láminas, hilos, alambres cuya presencia es un hecho diario en el mundo moderno aún en sociedades como las nuestras en donde las economías pertenecen, por derecho propio, al universo del subdesarrollo. Esclavas negras, hombres cautivos, atropellados en las embarcaciones que atravesaron el océano; acarreados por la Trata Negrera, mediante el Atlántico, hasta nuestras islas. El estrago físico y psicológico en cada una de estas figuras, como en la pieza Dulce o en Tejiendo zunzunes, es el legado que denuncia su arte poniendo el dedo sobre la llaga que no se borra.

Esos ambientes suyos nos transportan a un mundo irreal que tocamos todos los días, buscando la belleza escondida de una naturaleza ambiental, poderosa y mágica, en su incontenible curso forjado por la luz solar y esa sombra en diagonal que nos convence que vivimos una realidad plástica de latas en conserva, de alambres de púas, de cercas de madera ancestral que nos indican que estamos en un mundo nuevo como el que forjara Carrie, una mujer sagaz, valiente, alguien que se adelantó a su época y vió, junto a Norman Girvan, la tragedia inocultable de la injusticia social, de la depredación económica. Carrie visita a Jasmine traída de la mano por las aspiraciones de toda una generación que se forjara buscando la legítima identidad del Nuevo Mundo que nos trajera, con sus trampas y contribuciones, La Niña, La Pinta y La Santa María.

Como decía el gran escritor colombiano Jorge Zalamea: “en poesía no existen pueblos subdesarrollados” [1]. En arte, mucho menos. Los dibujos de los esquimales, en realidad los inuit de la Isla Baffin, al norte de Canadá, poseen un trazado refinadísimo que emula con el de murales rupestres de Altamira, cuna del arte de la humanidad.

Porque las impresiones que emanan de la cosmovisión de Jasmine, su mundo plástico, se relacionan con la poesía. Su habilidad para encontrarla a través de caracoles, piedras pulidas, retratos, todo tipo de fárrago hogareño, restos de una cortina vieja, monedas actuales o antiguas, nos hace encontrar en este lengua un nuevo sentido no sólo del materismo que por ejemplo en Cuba apareció cuando nacía el grupo de los Once, en la década de los 60, sino una incursión en el legado que dejara para el arte contemporáneo un mago que se llamó Marcel Duchamp, cuando reveló los poderes alcanzables mediante la realización de lo que conocemos como un ready-made.

No por azar, la crítica de arte y performera Miriam Atkin, residente en Nueva York, llamó la atención sobre la pertenencia de Jasmine a un mundo que reconstruye sus ruinas en tiempos de tantos desastres naturales y bélicos y, de modo sagaz, ha logrado registrar las esencias más características de su arte cuando afirma:

 

“Sus piezas van absorbiendo la materia mientras la revisan desde el propio universo de la artista. Es como una práctica suya al ingerir su entorno, convirtiéndolo en un tema orgánico de su propia poética, que se parece mucho a ciertos aparatos cuya función es procesar los pensamientos y sentimientos que, por lo general, le prestan al arte su más preciada sustancia”. 

 

Por otra parte, la Sra. Atkin, al referirse a un gran ensayo de su colega Barry Schwabsky, trae a colación una observación del gran poeta norteamericano Wallace Stevens cuando argumentaba: “En tiempos de guerra, el arte, automáticamente funciona más como conciencia de ciertos hechos externos que como un acto de la imaginación”. [2]

Puerto España, la capital de Trinidad y Tobago, está en el centro de sus producciones, avalada por una creación artística tan especial, tan única, de una mujer enfrentada a la lucha cotidiana de la familia, entendida en su acepción más amplia; a la soledad y a la muerte. Jasmine Norman-Girvan descubrió las potencialidades de su vocación artística a través de la familia que creara, con el más puro amor, junto al inolvidable Norman Girvan.

 
Notas:
  1. Ver Jorge Zalamea: La poesía ignorada y olvidada, 2da edición, La Habana, ed. Casa de las Américas, col. Premio, 1979, p. 7
  2. Ver Miriam Atkin: “El arte como labor”. Reseña del domingo 24 de enero de 2016. a la exposición Field Notes: Extracts que tuvo lugar en el Museo de Artes Diaspóricas Africanas Contemporáneas (MoCADA) del 18 de junio al 27 de Septiembre de 2015. Su curadora fue Holly Bynoe.