El Barroco habanero (Parte I)

David López Ximeno
5/1/2021

A la memoria del Dr. Eusebio Leal Spengler
 

En La Habana el barroco transitó por dos vertientes fundamentales: la arquitectónica y la de ambientación de interiores. Ambas expresiones culturales se encontraban muy ligadas al soporte económico del sistema de plantación. La visión patriarcal y acomodada que se tenía del mundo por esta zona de la América insular estaba respaldada por la constante producción de riquezas, derivada del trabajo esclavo. Cuantiosos recursos eran destinados a la renovación de los inmuebles, que desde los puntos de vista constructivo y decorativo debían permanecer impecables para el uso y disfrute de la acaudalada familia. Por ejemplo, para decorar sus viviendas, el patriciado habanero suministraba a los artesanos elementos culturales foráneos, en lo fundamental procedentes del occidente de Europa, que fueron reelaborados con las técnicas tradicionales del mudéjar. Estos detalles derivados de un arte culto acentuaron la peculiar estética de la vivienda habanera. En múltiples casos la decoración de interiores hacía alusión a ambientes franceses o italianos, que luego resultaban tropicalizados con el empleo de elementos como pinturas murales, trabajadas con motivos vegetales muy locales y símbolos clásicos como cuernos de la abundancia, cariátides y floridas guirnaldas.

 Vista parcial de la Catedral de La Habana, exponente del estilo barroco, y construida entre 1748 y 1832.
Fotos del autor

 

Por resultar tan relevante la ambientación de interiores en el confort de la vivienda habanera dentro de este período histórico-artístico, dedicaré a ella un análisis particular. Para destacar la importante función desempeñada por los trabajadores manuales criollos en la ejecución de la arquitectura y el arte barroco habanero, cabría señalar: “En manos, pues, de los artesanos, de los trabajadores manuales, estuvo la arquitectura cubana temprana y mediante ellos mismos se proyectaron las aspiraciones y necesidades de la sociedad en la que tuvo lugar, según el mandato de cada etapa, en virtud de los niveles alcanzados por el desarrollo económico del complejo social”. 

Llueve a raudales sobre la ciudad antigua, y desde la bahía hacia el interior de sus callejas, bajo la cortina de lluvia, se tamiza la luz con una tonalidad broncínea. Este color bronce viejo también escapa de la piedra, de las rejas y los portones manchados de humedad. Sobre los adoquines corre el agua, arrastra cuanto desecho encuentra para depositarlo luego en las esquinas. Los torrenciales aguaceros espantan a los transeúntes y ejercen su poder limpiador sobres las calles, aceras, tejados y azoteas. También anega los patios y las galerías, pero desde antaño la labor imprescindible de los aguaceros era golpear sin clemencia la piedra, el rostro más genuino de la ciudad. Historiadores y cronistas coinciden en resaltar este elemento como característico en la fisonomía de la ciudad histórica. Con excepción de escasas viviendas, en los primeros tiempos, este recurso natural solo fue empleado a plenitud en la construcción de las fortalezas, hasta que en el siglo XVIII se utilizó a gran escala.  

Los lienzos de muros de piedra de La Habana antigua gozan de popularidad dentro del imaginario de artistas y transeúntes, porque adherida a su indeleble materia yace la pátina del tiempo, como en un cuadro con diversas capas de óleo y barniz. La renovación arquitectónica y artística que penetró de la mano del Siglo de las Luces utilizó la piedra como materia prima para la fabricación de viviendas y edificaciones religiosas, hoy de un alto valor estético y patrimonial. Así, puede sostenerse que la majestad del barroco habanero resulta admirable entre otras razones por el empleo de los impresionantes bloques de piedra conchífera, a los que se les retiró el revoque en la primera mitad del siglo XX, bajo el pretexto de resaltar aún más la hermosa factura estética de aquellos inmuebles.

Sin embargo, el barroco habanero no solo resulta admirable por el empleo de la piedra conchífera, sino también por sus formas sobrias y elegantes, y porque sus dimensiones hacen gala de un acercamiento más inmediato a la escala y la naturaleza humanas, cosa esta de la que prescindió el barroco europeo, al no tomarla en cuenta en su afán de otorgar protagonismo a los elementos ornamentales.

La humanidad del barroco habanero se encuentra en plena concordancia con sus antecedentes mudéjares. El carácter modesto e intimista del mudéjar, sus proporcionadas escalas, y el concepto de parasol recreado por la vivienda morisca habanera fueron incorporados casi de inmediato al nuevo canon artístico-constructivo. Uno de los elementos destacables dentro del perfil urbano de la ciudad barroca es la profusión de columnas, que aunque ya se empleaba, logró apoderarse de la visualidad habanera cuando en sus principales plazas públicas se edificaron los portales, consecuencia directa de las remodelaciones acometidas en inmuebles del siglo XVII y a las que por su importancia me referiré con posterioridad. Al respecto Carpentier escribió:

Cuba no es barroca como México, como Quito, como Lima. La Habana está más cerca, arquitectónicamente, de Segovia y de Cádiz que de la prodigiosa policromía del San Francisco Ecatepec de Cholula. Fuera de uno que otro altar o retablo de comienzos del siglo XVIII donde asoman San Jorges alanceando dragones, presentados con el juboncillo festinado y el coturno a media pierna que Louis Jouvent identificaba como los trajes de los héroes de Racine, Cuba no llegó a propiciar un barroquismo válido en la talla, la imagen o edificación. Pero Cuba, por suerte, fue mestiza —como México o el alto Perú. Y como todo mestizaje, por proceso de simbiosis, de adición, de mezcla, engendra un barroquismo, el barroquismo cubano consistió en acumular, coleccionar, multiplicar columnas y columnatas en tal demasía de dóricos y de corintios, de jónicos y de compuestos, que acabó el transeúnte por olvidar que vivía entre columnas, que era acompañado por columnas, que era vigilado por columnas que le median el tronco y lo protegían del sol y de la lluvia, y hasta que era velado por columnas en las noches de sus sueños.

En Cuba, el florecimiento del arte barroco se entrelaza con el auge económico alcanzado por la pujante clase criolla, con la explotación del trabajo esclavo en los latifundios azucareros. Las transformaciones económicas que beneficiaron a esta élite social vinieron acompañadas de nuevas proyecciones ideológicas y estéticas, que colocaron su mira en la renovación artística que se producía en el continente europeo.

 El barroco se caracterizó por el empleo de líneas sinuosas y motivos curvilíneos que dotan de movimiento las fachadas e interiores.
 

El patriciado cubano sintió la necesidad de hacer suyos los nuevos patrones, y para ello reafirmó su voluntad de ostentar a toda costa la riqueza adquirida, trasladando a sus viviendas el lujo desbordado y la admiración por lo foráneo. En este contexto socioeconómico cubano el nuevo canon artístico penetra la arquitectura y la decoración de interiores, sin poderse despojar de las esencias de la cultura popular precedente. El barroco habanero resulta también un arte mestizo, al que se le añade la visión magnificente de la clase social que lo incorpora y fomenta, y la imposibilidad de los artesanos nativos de replicar con exactitud sus patrones estilísticos. Existe una relación contradictoria entre la psicología de ostentación de la sacarocracia  y la incapacidad de los artesanos criollos para dar respuesta en toda su dimensión a sus encargos constructivos. El principal obstáculo se encontraba en la limitación para acometer creaciones artísticas de marcada factura culta y de un alto rigor intelectual, muy alejadas de la raíz popular trasmitida por generación espontánea. No es que le faltaran a nuestro gremio de obreros habilidades manuales para hacerlo, sino que no poseían la preparación técnica y el conocimiento suficiente para derivar su creatividad hacia aquellos derroteros. Si bien la barrera no pudo ser superada en su totalidad, los elementos europeos occidentales —franceses e italianos— sí se entremezclaron de alguna forma con los mudéjares para lograr una arquitectura más evolucionada que mantuvo sus vínculos con el clima y el medio ambiente de la Isla, y profundizó aún más sus diferencias con la arquitectura ejecutada en otros territorios bajo el dominio español.

Aunque en Europa fue ejecutada por obreros, no podría considerarse la arquitectura barroca como un arte de estirpe popular. Sus conceptos no provenían de la tradición, y sus diseños eran cuidadosamente elaborados para satisfacer los más exigentes y refinados gustos de la aristocracia, de los miembros de la realeza y de las cortes del viejo continente. Se inserta su canon estético dentro de un período histórico-artístico que marca su trayectoria entre 1600 y 1780 aproximadamente. Solían los aristócratas ofrecer su mecenazgo a connotados artistas, para que bajo sus órdenes se ocuparan de proyectar y dirigir las obras constructivas de sus lujosos inmuebles. Este comenzó siendo el origen de una arquitectura de autor, que ya desde el Renacimiento mostraba sus primeras luces, cuando se conciliaban los intereses del cliente con el conocimiento, la cultura y  las habilidades técnicas del  maestro que fungía como arquitecto.

En el primer siglo del barroco se produjo una reactivación de los niveles de creatividad que irradió hacia todas las artes. En la arquitectura, uno de los signos más notables de su explosión creativa, fue la exuberancia de los ornamentos, en franca contraposición con la sobriedad de las líneas renacentistas. Con su ímpetu renovador, el barroco también hizo tributarias de sus códigos ornamentales a la pintura y la escultura; pero entre los beneficios estéticos que legó a la arquitectura se destaca la inserción de elementos clásicos como columnas, arcos y escalinatas en su complejo sistema artístico-arquitectónico, caracterizado por el empleo de líneas sinuosas y motivos curvilíneos que acentúan el movimiento y la armonía de las fachadas e interiores. Además, era notable el uso de conjuntos escultóricos en las monumentales portadas, donde la superposición de los volúmenes arquitectónicos de naturaleza curva ayudaba a destacar los contrastes entre luces y sombras, mientras que en las áreas exteriores de palacios y mansiones alcanzó un lugar preponderante el elemento paisajístico, concretado en el empleo de la jardinería artística de origen francés. Era este, pues, un arte concebido desde el poder para el disfrute de los poderosos.

Podrá advertirse que la arquitectura barroca llega a La Habana tardíamente, cuando ya en la metrópoli el estilo había transitado por dos etapas fundamentales. Primero, la del barroco primitivo o primario, que se caracterizó en lo fundamental por la pervivencia de elementos de la arquitectura renacentista y local, junto a las formas primarias de un novedoso corpus artístico, que sin duda marca una transición; y segundo, la etapa del barroco evolucionado, en plena madurez estética. Debemos comprender que antes de su arribo el arte barroco pasó por un proceso de asimilación y decantación de elementos y tendencias, que con posterioridad influyó en su mejoramiento cuantitativo y cualitativo. Tradicionalmente la península ibérica fue un crisol cultural, donde cada grupo étnico o nacional aportó a su región de origen sus características socioculturales. En cada manifestación de la vida social y material de las diferentes regiones españolas era posible observar dichas peculiaridades o diferencias, a las que por razones lógicas no escapó la arquitectura. Cuando los reyes católicos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón consumaron la unidad dinástica española, el proceso político de unificación y consolidación del Estado no trajo consigo la pérdida de los valores culturales regionales; tampoco los menguó o redujo su impronta en las artes. Por tales razones la alta cultura también bebió de estas raíces, para luego transformarlas y acomodarlas a los intereses clasistas de la aristocracia nacional, que impuso su huella excluyente. Así pues, la carga etnográfica, popular y tradicional de la arquitectura regional fue filtrada hasta el tuétano; limpiada en lo posible de su estirpe popular por la sapiencia de los artistas. Estos últimos, influidos por los nuevos cánones estéticos occidentales —entiéndase franceses e italianos—, lograban colocar en manos de sus mecenas un reinventado producto artístico. Según lo visualiza Joaquín E. Weiss, con su tesis evolutiva de la arquitectura peninsular, en España durante este período se producen cambios muy interesantes desde el punto de vista estilístico, dignos de tomar en cuenta al momento de realizar un análisis particular. Él confirma lo siguiente:

Su trayectoria, partiendo de las obras de los sucesores de Juan de Herrera, como Juan Gómez de Mora y fray Francisco Bautista, condujo a una progresiva libertad y acumulación de los elementos arquitectónicos y decorativos, respondiendo al gusto español formulado bajo estilos eminentemente plasticistas —como el morisco, el gótico flamígero, el mudéjar y el plateresco—, en cuya sucesión el severo estilo herreriano aparece como un simple paréntesis. La culminación se alcanza en las obras de Churriguera y los hermanos Tomé, y se prolonga hasta comenzar el siglo XVIII, cuando la nueva dinastía borbónica propugna un estilo moderado, con tendencias clásicas.

Con la formulación de esta tesis se demuestra que el barroco español estuvo sometido a un proceso muy profundo de mestizaje cultural proveniente de todas las regiones de la península. Cosa esta que en esencia lo hizo diferente al del resto de Europa. En el caso del arte barroco con fuertes influencias mudéjares, como lo es el andaluz y el habanero, su estilo artístico y constructivo no pudo limitarse a la acumulación de tantos siglos de cultura morisca. Entonces los prolegómenos del estilo habanero se hayan insertos en las edificaciones del siglo XVII que le sirvieron de antesala, porque estas aportaron ese aire hispano-morisco-criollo que tanto cautiva a los estudiosos, y que muestra de forma concisa un sentido de continuidad dentro de la arquitectura colonial habanera.

Fue sin duda afortunado que el cauce por el cual nos llegó la influencia de la arquitectura barroca española fuese Andalucía, debido a que sus puertos —Sevilla y Cádiz— eran los únicos habilitados para el tráfico de la Isla con la metrópoli, pues el sincretismo del arte andaluz facilitó la aplicación de sus formas a nuestra arquitectura. Nuestros modestos artesanos y escultores tal vez no hubiesen tenido mucho éxito en transmutar el estilo churrigueresco, con su riqueza y complejidad de formas, a nuestra dura piedra conchífera; pero en cambio realizaron una magnífica labor a base de los motivos esquemáticos y lineales de la arquitectura andaluza. Por otra parte, esta arquitectura era más desenvuelta, más ligada al acervo artístico nacional y más de acuerdo con el gusto popular que el barroco italianizante y aristocrático del Norte. A estas circunstancias se sumaron las adaptaciones aconsejadas por el medio físico y humano de nuestro país y el empleo de sus materiales naturales, para impartir a nuestras construcciones del siglo XVIII una personalidad propia, esto es, independientemente de los modelos consagrados del estilo barroco. 

Las transformaciones conceptuales y decorativas que aparecen en la arquitectura habanera del siglo XVIII de ningún modo lograron establecer un punto de ruptura con la tradición morisco-andalusí. Su carácter popular perduró por encima de los remilgos afrancesados e italianizantes de la sacarocracia. Los rasgos que identifican el estilo habanero son típicos de una arquitectura sin arquitectos, no por ello de menor factura o valor que la arquitectura de autor. Su sentido utilitario, de constante búsqueda de la confortabilidad familiar dentro de los íntimos espacios de la vivienda, pervive y se reafirma como lógica herencia mudéjar, que la morada barroca habanera reelabora y eleva a un alto grado de sublimación. Sin embargo, tampoco podemos desconocer que junto a los rasgos populares de nuestra arquitectura barroca conviven en perfecta armonía elementos culturales de las clases ilustradas. Tanto en la arquitectura que refleja los intereses de la clase alta, como en las edificaciones de la clase media y las destinadas a las clases populares, se observan elementos de procedencia culta. La búsqueda de “lo culto” también formó parte de esa autosuperación a que se sometieron los artesanos criollos, y como en un ajiaco arquitectónico, dichos elementos contribuyeron a acentuar la aglomeración de estilos de la que Weiss hablara en su análisis evolutivo del barroco español.