La semana había sido durísima. Además de un millón de actividades por la Feria del Libro, que aunque placenteras, agotan, con lanzamientos de libros, de revistas, atender a invitados de Colombia, (país de honor), crear espacios y participar en paneles, correr de una subsede a otra, también sucedieron eventos de dudosa naturaleza: fuga de gas en un piso de hotel de la avenida Prado, misterioso corte de fibra óptica que dejó internet y telefonía móvil fuera de servicio, incendio de cañaveral que afectó torres de transmisión, y dejó a las provincias orientales sin luz, y por si fuera poco, el sábado, un error humano en una termoeléctrica condicionó un apagón imponente en trece de las catorce provincias del país. Estábamos agotados de lidiar con tanto en apenas siete días, de manera que ya casi nada nos sorprendía, por mucho que aparentáramos normalidad. Poco a poco, todos los descalabros fueron corregidos, y regresábamos a la paz de la rutina. Sin embargo, al mediodía de la séptima jornada, una amiga me dijo “Oye, Luisa Valenzuela está en la ciudad”, y eso, me derrumbó, lo confieso. Como si en una sola frase la contundencia de la semana me cayera encima, creí que me desplomaba. “No es posible…”, murmuré. Luisa Valenzuela, mi “ídola”, mi paradigma, la autora de maravillosos libros, como Hay que sonreír, El gato eficaz, Como en la guerra, Cola de lagartija, Realidad nacional desde la cama, Novela negra con argentinos, La Travesía, El Mañana, Cuidado con el tigre, La máscara sarda, el profundo secreto de Perón, cuyos volúmenes de cuentos hasta 1999 fueron reunidos en Cuentos completos y uno más (Editorial Alfaguara), y desde entonces han aparecido Tres por cinco y Generosos inconvenientes y cuatro volúmenes de microrrelatos, Luisa, Doctora Honoris Causa de la Universidad de Illinois; Miembro Honorario de la American Academy of Arts; Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires, pero, sobre todo, y más que todo eso, mi amiga personal, ¿estaba en La Habana? “No es posible…”, repetí.

La autora y Luisa Valenzuela. Foto: Cortesía de la autora

En realidad, quería decir “No es posible que no me haya avisado”, porque Luisa Valenzuela, mi admirada escritora, la monarca argenta de las letras, es de una delicadeza proverbial. De inmediato, quise saber dónde se hospedaba, “En el Hotel Presidente”, dijo mi colega. Me dispuse a ir a verla, como es natural, pero una misma interrogante me machacaba. “Y por qué no me habrá dicho que venía?”, para acto seguido, dar paso a la paranoia correspondiente, tan nuestra. “¿Qué le habré hecho a tan ilustre y amada escritora? ¿Acaso la disgusté, la ofendí, fui descortés con ella?” Podía soportar la ignorancia con respecto a qué sucedió en el cañaveral, qué pasó en el hotel, en la termoeléctrica o incluso en la telefonía móvil, pero la idea de haber ofendido a mi entrañable amiga argentina, me afectaba muchísimo.

“Luisa Valenzuela, mi ‘ídola’, mi paradigma, la autora de maravillosos libros”.

En lo que tomaba una decisión, me puse a revisar nuestros más recientes intercambios por WhatsApp, quizás allí encontraba la clave de su disgusto ante mi ofensa, porque obviamente ella estaba muy molesta conmigo. Con una lupa repasé cada una de mis palabras dedicadas a Luisa: “Maestra, Monarca argenta, Diosa”, todo estaba en orden, con mi desborde habitual cuando estimo a alguien. Por ejemplo: Marta Valdés es la Reina Floreada; Doime es El Genio de las tablas aunque también es El sobreviviente —él sabe—; a Norge le digo amol, (así, con falta de ortografía); Jaime Gómez Triana es El hijo de mi madre; Yamil Díaz, el Hijo de mi padre; Eberto es El contramaestre; Ricardo Riverón es mi Hermano santo; Arístides Vega es mi Carísimo; Alfredo Zaldívar es Hado; mi amiga Eva es Cukicándida; Hilda María es Neni; Josefina de Diego es Fefa; Fowler es El Filósofo; Cipe Fridman es Cípele; Juan Carlos es Volno; y Sergio Mareli Mi hermanito, por solo citar algunos ejemplos. Todo estaba bien, así que la revisión del teléfono no me ofreció ninguna clave, por lo cual me dirigí al correo electrónico. Se imponía conocer el motivo de la ofensa que sufría Luisa, razón que explicaba su insistencia en ocultarme que ella vendría a mi ciudad. En la computadora solo encontré imágenes donde ella y yo paseábamos por Habana Vieja, con la complicidad y el cariño de toda la vida. También hallé textos suyos, cuentos nuevos, que generosamente comparte conmigo, su devota lectora, y además, ahí están mis opiniones, como constancia de que no solo me leo todo lo suyo, sino que me dedico con verdadera pasión a disfrutar cuanto brota de su fértil imaginación.

“En la computadora solo encontré imágenes donde ella y yo paseábamos por Habana Vieja, con la complicidad y el cariño de toda la vida”.

Absolutamente ignorante de qué habría pasado, me dispuse a dirigirme al Hotel Presidente, dispuesta a subir la escalera de rodillas, pidiendo perdón. Perdón por el cañaveral, perdón por el hotel, perdón por la fibra óptica, por perdón por sentirme responsable de apagones, perdón por ser la humana que erró en un botón termoeléctrico, y hasta perdón por ser culpable de la guerra ruso ucraniana, si con ello recuperaba el afecto de mi querida amiga. A punto de salir de casa, mi colega me llamó, para decirme, con una tranquilidad espartana: “Oye, acabo de saber que no es Luisa Valenzuela, sino Laura Restrepo quien está de visita, pero igual llégate al Hotel Presidente y salúdala, que es muy buena persona.” Me quedé helada, la verdad. Sin saber qué responder, atiné a colgar el teléfono. Me dejé caer en un sillón y suspiré aliviada. “Qué bueno que Luisa Valenzuela no está aquí”, pensé. Hablando en plata: Me encantaría verla, porque nos queremos tanto, tanto, aunque en realidad, yo no tengo la menor idea de electricidades, de fibras ópticas, de tuberías de gas ni de cañaverales. Bueno, ni ella tampoco, y eso es lo que tenemos en común. Ah, y el amor a Cuba, claro.

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