El grito de Mayrin Arteaga

Yamil Díaz Gómez
28/4/2017

 

Qué fácil es pintar la historia como un juego a los tiros entre malos y buenos: conquistadores o conquistados, cowboys o indios, mercenarios o patriotas… Pero lo simple conduce a lo engañoso. Tomemos, por ejemplo, la Segunda Guerra Mundial: a esta altura, muy pocos dudarían en ubicar del lado oscuro a los sanguinarios nazis y el tenebroso Eje Berlín-Roma-Tokío.

Se dice “campo de concentración”, y acto seguido pensamos en el holocausto del pueblo hebreo. En cambio, ¿quién recuerda a los 120 mil hombres, mujeres y niños reconcentrados en los Estados Unidos, puestos tras la alambrada solo por su condición de compatriotas del emperador Hirohito? ¿Quién recuerda a los 350 reclusos que —por el único delito de ser japoneses mayores de edad— pasaron cuatro años de soledad absurda, de humillación y de hambre (mucha hambre) en el Presidio Modelo?

Bueno, en verdad sí hay alguien que los rescata para nuestra memoria: la joven autora de La isla de los confinados, recién dado a la luz por la editorial Sed de Belleza [1].

Yo no sabía nada acerca de Mayrin Arteaga Díaz aquella tarde en que, tímidamente, me pidió que presentara su primer libro. Pero ahora sé algo sobre Mayrin: ella practica la decisión de no rendirse ante nada, tan propia de los grandes reporteros. Tiene sensibilidad a la hora de escoger los temas y dominio de la lengua para darnos una pieza eficaz y conmovedora. Y ya aprendió, siendo una joven profesional, un par de grandes verdades que numerosos periodistas no descubren nunca: que la crónica no es sinónimo de melcocha y el dolor no lo es de melodrama. Con un discurso contenido, con una prosa sin alarde, conduce a los lectores por camino seguro y pone en práctica esa suma tan necesaria de lo que llamaríamos, con Ortiz, ciencia, conciencia y paciencia.

 

Y he descubierto algo más en esta colega: su magia y tino para comenzar una crónica. En la carrera de Periodismo nos enseñan que la entrada de cualquier texto debe tener gancho. Eso se resuelve en muchos de los grandes medios mundiales con una puñalada de sensacionalismo, a lo que sigue el desengaño ante un discurso que se desinfla. Mayrin sabe atraernos con inicios como este: “En la Isla de la Juventud hubo un samurái. Vivía en un asilo de ancianos, aunque tal vez él no lo sabía”. O como este otro: “Poco después del lanzamiento de la bomba atómica en Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, Misao Minato sintió un estremecimiento de muerte en su hogar de Isla de Pinos”. De ahí en adelante lo que nos queda es pegarnos a la silla hasta al final de un relato siempre consecuente con lo que prometió.

Eso se llama oficio.

Mayrin nos entrega 20 historias que recogió tras duro bregar por la Isla de la Juventud y varias provincias occidentales de Cuba. Llamó a la puerta de 20 familias que fueron descabezadas en virtud del Decreto Ley 3343, con que el Gobierno de Batista dictó a fines de 1941 la reclusión y expropiación contra los “enemigos” radicados en nuestro territorio.

“Si algún día yo puedo ir a Miami —asegura Nobor Miyazawa hijo—, yo se la tengo prometida a la familia de Batista. Las cosas que hizo ese hombre no tienen perdón, destruyó muchos hogares aquí. Y yo se las cobro, yo se las cobro”.

Sin embargo, la autora no describe demasiado el calvario de los recluidos: en parte, por el manto de silencio que ellos mismos echaron sobre su desdicha; en parte, porque para la fecha de la investigación solo quedaba un sobreviviente: el samurái Sanrichiro Shimazu, quien —a sus 106 años— andaba por las tierras exóticas de la demencia. Y en parte porque, verdaderamente, a Mayrin le interesa más el heroísmo de las esposas de aquellos inocentes, a veces poco duchas en español y amenazadas por la xenofobia, que alimentaron a sus hijos en medio de muy dramáticas circunstancias.

¿Cuál de estas biografías se alza como la más estremecedora? Kamaichi Iha regresó a casa y escuchó preguntar al más pequeño, que no lo recordaba: “Mamá, ¿qué hace ese hombre aquí?”. Luego rompió su guitarra de tres cuerdas, su shamisén, cuando el insecticida le mató a otro de sus muchachos. Risei Uyema tejió tras las rejas un suéter para cada uno de sus hijos. Satochi Enomoto no salió vivo de prisión. Al niño Kiosi, huérfano de madre, no le permitieron entregar a su papá las monedas que llevó a la visita. Hisao Iwasaki censó a sus compatriotas. Los hijos de Takizo Uratsuka no aprendieron a escribir la lengua de sus abuelos porque un cabo de la Guardia Rural quemó los libros y luego vieron a su madre Masae quedar inválida por exceso de trabajo. A Rosa Tachikawa la borraron del árbol genealógico por el horrendo pecado de divorciarse… ¿Cuál de las biografías se alza como la más estremecedora? Quizás alguna de las 330 que no llegaron a estas páginas.

Mayrin no nos ahorra, sin embargo, breves chispazos humorísticos. Comenta que Kiyo Sakura, cuando le llevaron al esposo, se las vería “negras, o mejor dicho blancas”, que es el color de luto allá en Japón. O cuenta cómo Sanrichiro Shimazu se valía de las artes marciales para evitar que lo bañaran, y Goro Naito creyó que lo apresaban por un beso robado.

La autora no es tampoco esquiva a esa ironía trágica que se cierne sobre Matsu Miyasawa cuando viene a Cuba precisamente para que no lo enrolen como militar. O sobre el pobre Matazo Inoue, quien en 1939 lo vendió todo para volver a su patria, pero la Segunda Guerra Mundial lo sorprendió cuando ya estaba a punto de montarse en el barco.

La cultura nipona deviene desgarrado telón de fondo que no se muestra mucho; de todas formas, terminará en el inventario de las pérdidas. No obstante, hay en La isla de los confinados primorosas pinceladas etnográficas como la siguiente: “Existe en Japón la creencia de que quien pueda conservar un árbol en una maceta tiene asegurada la eternidad. Tal vez por eso los japoneses siembran bonsáis desde hace más de mil años”.

Pero, en verdad, estos hombres sufrieron tres derrotas: la primera, al no encontrar en el Caribe las riquezas materiales de las que les habían hablado; la segunda, al ir sin culpas a la cárcel, y la tercera, cuando vieron su idiosincrasia nacional ceder ante la fuerza arrasadora y sandunguera de la cultura cubana. Sus descendientes comenzaron a llamarse Manuel, Modesto, Olga, Eduardo o Margarita. Hasta el viejo Shimazu hablaba “espanjaponés” y tenía una virgen cubana junto a un santo heredado de sus ancestros. Sayda, pese a ser hija de un budista, exhibe en la sala sus guerreros africanos y nos revela: “Papá siempre quiso que nos educáramos como japonesas, pero con las más chiquitas no se pudo”. Y la admirable mamá de Sayda, Sadame Arakawa, se cubanizó al punto de que cuando el dueño del central quiso desalojarla se le paró en treinta y tres y le espetó: “Si usted nos mata a mí y a mis hijas puede cogerse la casa, pero yo no tengo a dónde ir y no voy a meterme debajo de una mata de mango con las niñas”. A eso en mi barrio le llamaban “tirarse pa’l solar”.

La frase vale también para Mayrin Arteaga Díaz, pues ella se tiró para el solar, para el batey, para el pueblecito perdido o para la capital del archipiélago, luego de verse atada a su tema por una cuerda tremendamente humana.

Desde que tuve el honor de presentar el título con que una muchacha talentosa abandona las filas de los autores inéditos, ando muy deseoso de leer su segundo libro, que de seguro volverá a humanizarnos con ese modo suyo de enfrentarnos a historias únicas, emocionantes y aleccionadoras.

Pero no puedo cerrar La isla de los confinados sin preguntar ¿a qué buen periodista no le encantaría haber escrito crónicas como “Samurái”, “Shamisén” o “Jardines”? No puedo cerrar La isla de los confinados sin agradecer a Mayrin ese recordatorio de que la vocación artística y un sentido profundo del deber generalmente evitan ser ahogados por la prisión y las adversidades. No puedo cerrar La isla de los confinados sin admirar en la escritora su capacidad para componer una obra tan original y su temprana madurez para transitar por lo trágico no con un tono quejumbroso sino más bien altivo, en un ético grito de protesta.

Cuando no vive ninguno de aquellos 350 encarcelados de tan turbio momento, alguien pudiera preguntarse para qué sirve una obra así. No, ciertamente, para reparar una infamia que ya no tiene remedio, pero sí para evitar que caiga sobre aquellas personas la segunda (y oprobiosa) injusticia del olvido. Sirve para obligarnos a pensar en la desventura de seres que —en cualquier nación y época— sintieron tropezar su historia individual pequeña, y tal vez feliz, con los terribles sacudimientos de la historia colectiva. Para recordarnos que lo épico colectivo se alimenta de la tragedia individual. Sirve para lanzar al mundo una advertencia: he aquí un capítulo oscuro de una guerra que ya pasó; pero nunca ha pasado el ademán de emprenderla contra el otro únicamente por su país de origen… Sirve para mantenernos en guardia contra cualquier forma de discriminación y xenofobia y para no perder las esperanzas de que el periodismo cubano, en la voz de los más jóvenes, encuentre los caminos arriesgados que algún día lo salven.

 

Notas:
 
1. Mayrin Arteaga Díaz: La isla de los confinados, 160 pp., Editorial Sed de Belleza, Santa Clara, 2016, ISBN: 978-959-229-232-1. Todas las citas proceden de esta fuente y corresponden, por ese orden, a las páginas 23, 47, 31, 57, 78, 51 y 133.