El guía de lo que soy

Isidro Rolando
2/5/2019

En el año 48 mi hermana fue alumna de Ramiro Guerra en un curso que él impartió en lo que hoy es el hotel Riviera, donde antiguamente estaba el Palacio de los Deportes. Pero mi hermana, la pobre, no tenía ningunas condiciones para la danza, quien de veras asimilaba el curso era yo, a pesar de tener siete años. Esa fue la primera vez que escuché el nombre de Ramiro Guerra.

Ramiro Guerra. Foto: Internet
 

Al triunfo de la Revolución, cuando se estructura el Teatro Nacional con distintos departamentos, a él le asignaron el departamento de danza y yo acudí a la primera convocatoria. Siempre amé la danza como un loco, mi primer maestro había sido Gene Kelly, y esa fue una oportunidad de participar en una forma danzaria que estaba acorde a mis posibilidades. Pero yo no era más que un muchacho que bailaba y caí en el último grupo de la convocatoria. Ramiro se reunió con nosotros y nos explicó que necesitaba bailarines con algo de experiencia porque tenía muy poco tiempo para crear la compañía. Así que no nos aprobaron.

En ese momento me deprimí mucho. Incluso, mi hermana hizo una carta pensando que no me habían aprobado por problemas raciales. Pero qué lejos estábamos de la realidad, pues aquel hombre, por el contrario, estaba buscando caminos diferentes para la danza.

Después hice una prueba en la Asociación Cubana de Artistas, me dieron un permiso para bailar y comencé en la televisión. Allí coincidí con algunos de los miembros que estuvieron en los primeros tiempos en la compañía de Ramiro, algunos habían tenido problemas con él en la compañía Danza Contemporánea de Cuba, más que nada, por problemas de conducta. Entonces acordamos presentarnos a la segunda convocatoria del año 61 para ingresar a la compañía y, después de que nos escogieran, no asistir. Pero eso no ocurrió, ellos nunca fueron, a mí me escogieron y me quedé hasta hoy.

Ese fue mi despunte, no solo como bailarín, sino también desde el punto de vista cultural. Nosotros teníamos seminarios con muchas de las primeras figuras del teatro, de la danza, de las artes plásticas, etc. Siempre estábamos en los cursos de extensión cultural que se daban en la Universidad. Ramiro fue un guía para muchos de nosotros, no solo en el aspecto físico, sino también en mental y espiritual.

Por otra parte, la creación del Conjunto Folklórico Nacional, fundado por Ramiro, también influyó mucho en mi formación, porque yo iba todas las noches a los ensayos. A mí me gustaba mucho el tap y me inclinaba por la música americana, pero conocí realmente el sonido de un tambor en los ensayos de esa compañía.

Un elemento importante es que Ramiro buscaba que en sus ejercicios danzarios siempre apareciera el lenguaje gestual del cubano. Él siempre estuvo ligado a esa raíz de cubanía, eso se ve en muchas de sus obas: “Orfeo antillano”, “Rebambaramba”, “Mulato”, “Mambí”, “Medea y los negreros”. O sea, todo lo que hizo tenía detrás el soporte de la cubanía, sus movimientos reflejaban la forma en que nos movemos y articulamos los cubanos, fue algo que él supo canalizar muy bien.

Además de Ramiro, en Danza Contemporánea teníamos maestros como Irene Fresneda, Lázaro Ross, Jesús Pérez, y eso fue lo que hizo que me encontrara a mí mismo, mi verdadera identidad. Trabajábamos mucho, sobre todo después que llegó Elena Noriega, que ayudó a Ramiro a organizar el trabajo en la compañía en cuanto a las concepciones de la danza moderna. Por ejemplo, el análisis del porqué del movimiento. O sea, no agregar un movimiento gratuitamente, sino que el movimiento ayudara al desarrollo físico del bailarín, eso es algo que Ramiro siempre tenía en cuenta en sus coreografías.

Nosotros no pensábamos en el tiempo, a veces llegábamos a las siete y media de la mañana a recibir una clase y seguíamos trabajando hasta las diez de la noche. Llegamos a sentir la compañía como nuestra casa. Los tiempos más felices de mi vida los pasé allí, estábamos muy a gusto. Era un trabajo arduo, Ramiro era muy fuerte, a veces te decía una palabra que parecía irónica, pero uno se daba cuenta que en esa palabra había confianza y que estaba contento. Era un látigo, pero un látigo que, lejos de dejar marcas en nuestros cuerpos, marcó lo mejor de nuestras vidas.

Lo mismo organizaba una visita dirigida a algún museo, que nos hacía ver el estreno de una película. Después teníamos que hacer trabajos sobre lo que habíamos visto y nos daba libros como premio para estimularnos a estudiar.

La primera vez que entré al Museo Nacional de Bellas Artes fue un descubrimiento increíble. Dos cuadros me llamaron la atención, muy diferentes uno del otro. Uno fue “El rapto de las mulatas”, de Carlos Enríquez; y el otro, “La anunciación”, de Antonia Eiriz. Hice un trabajo sobre “La anunciación” y me gané un libro.

Pero “El rapto de las mulatas” me estuvo dando vueltas durante mucho tiempo. A mí me cuesta mucho trabajo decidirme a hacer coreografías, y fueron muchos los cuestionamientos y las ideas que deseché. Hasta que me di cuenta de que no podía hablar de Carlos Enríquez porque era un hombre muy controvertido, entonces creí que era mejor crearme una historia sobre qué lo motivó a hacer el cuadro, él descansa bajo un árbol y descubre ese lugar donde las mujeres iban a lavar, que sí existe, de ahí salió mi coreografía El rapto de las mulatas.

Pero no fue únicamente esa. Hay otra pieza que se llama “El portador del ternero”, una escultura que se encuentra en la Acrópolis de Atenas y que muestra a un muchacho que sostiene un ternero para ofrecérselo a la diosa Afrodita. Eso yo lo conocí en una clase de Ramiro, pero nunca me imaginé que algún día estaría delante del original. Y cuando fuimos Grecia, al ver aquello, supe que tenía que hacer esa coreografía. En ese momento teníamos dos bailarines en la Compañía con características especiales para hacerla: uno era pequeño y el otro era alto, hablo de Rubén Rodríguez y Luis Roblejo. Pero Rubén andaba demasiado ocupado con una coreografía que estaba montando y pensé en Miguel Iglesias. Así surgió “Rhombos y la ofrenda”, una pieza que luego me aportaría mucho. Eso también se lo debo a Ramiro.

Como nos dio una formación tan completa, la Compañía estaba muy bien preparada desde el punto de vista teatral. Los bailarines actuaban, cantaban, iban más allá del movimiento. Sobre todo estábamos preparados en lo psíquico y esto tiene mucho que ver con el cine. Es por eso que a mí incursionar en el cine no me costó trabajo, no me fue difícil adaptarme a ese lenguaje porque, de una u otra forma, también lo conocía.

Impartí la primera clase al primer grupo de alumnos que luego integrarían la Cátedra de Danza Moderna del Instituto Superior de Arte y ese día Ramiro estaba entre el jurado. A pesar de que llevaba mucho tiempo como profesor, para mí fue como el primer día, no sé quién estaba más nervioso, si los alumnos o yo.

Las personas que estuvimos ligadas a la enseñanza en esa época heredamos sus concepciones. Eso que encontré con él es mi vida y no puedo apartarlo. La danza no es estática, pero, a pesar de que uno evolucione, debe buscar la manera de conservar esos elementos que aún tienen validez. Siempre utilizo este ejemplo: en el terremoto del 85, en México, se derrumbaron muchos edificios, pero al de Bellas Artes no le pasó nada porque tiene buenos cimientos. Con buenos cimientos uno puede construir encima la estructura que quiera. Por eso es importante que los bailarines de ahora conozcan las bases que sustentan su trabajo.

En nuestro tiempo no éramos universitarios ni teníamos tanto conocimiento de la anatomía como tienen ahora, pero las bases que nos enseñó Ramiro fueron muy sólidas. Por eso Danza Contemporánea trata de mantener esos cimientos, aunque sin limitar la creación coreográfica. No digo que los bailarines de nuestra compañía sean los mejores, pero tienen un diapasón mucho más amplio en cuanto a interpretación y ejecución.

Si he logrado llegar hasta el 2012 en esa compañía fue por el legado de Ramiro Guerra, eso no lo negaré jamás. Tengo mucho que agradecerle en mi vida, porque él me abrió el camino para llegar a ser lo que soy.