El gusto y el consumo: ¿libres o inducidos?

Jorge Ángel Hernández
5/3/2018

Uno de los más socorridos recursos de manipulación de masas en el proceder nunca regulable de la industria cultural, consiste en colocar a una figura en extrema popularidad y dominio de la moda como garante de sus propios intereses. La fórmula es didáctica, de manual ortodoxo, y se ha repetido con muy pocas variables. Cualquier Historia de la comunicación, por conservadora que se muestre, aportaría varios ejemplos. No es de extrañar que, alrededor de la propaganda que legitima a los grandes premios del mundo del mercado del disco, e incluso del cine, como sucede con los Grammy, los Emmy y los Oscar, entre otros, se regenere la validación según los resultados de ventas, o sea, según los intereses del empresario empleador. No quisiera, aunque en tantas ocasiones parece volverse necesario su rescate, reincidir en la cardinal explicación de Marx de cómo el incremento de ingresos genera más explotación para el asalariado en el mercado laboral capitalista.

 La idea de que la masa es incapaz de entender el arte, corresponde
al periodo más elitista de la burguesía. Foto: Diana Inés Rodríguez Rodríguez. Fuente: ACN

 

Esto explica un poco por qué aparece, con relativa frecuencia entre nosotros, este patrón de uso, asociado a alguno de los artistas populares del momento. Son, por otra parte, operaciones de fácil deconstrucción, cuyas hipótesis pretenden imponer a los seguidores del artista y, por su conducto, al resto de la sociedad, que la lógica mercantil del éxito es perfectamente legítima en nuestras circunstancias. Se combinan para estructurar la operación mediática la popularidad acumulada por el ícono seleccionado y el horizonte de éxito asociado exclusivamente al valor económico que abiertamente se propugna.

Las ideas de resistencia cultural y de transformación emancipatoria han quedado de golpe en la utopía, en el pasado iluso. Y ello responde, justamente, a la ocupación totalitaria del mundo del trabajo que ha llevado la industria cultural al girar la bisagra de fin de siglo XX. Los agentes de esas figuras populares no han vacilado en desacreditar de plano, y sin el más mínimo diálogo, a nuestras publicaciones si se atreven a colocar en sus plataformas criterios que desacrediten siquiera parte de su obra. Sobre todo en el caso de las publicaciones cubanas sostenidas por el amplio sistema institucional de la cultura, que privilegia el valor creativo y de recepción antes que el de las ganancias monetarias y, por ello mismo, eroga importantes partidas de subsidio a ese trabajo.

El patrón de guerra cultural establece, sin demostraciones científicas que negarían tal hipótesis, que limitar hasta un nivel razonable la propaganda de esas manifestaciones concesionarias representa censura y temor. No somos, para los agentes del mercado y la industria cultural, libres de criticar sus grandes y prolongados shows mediáticos. No nos asiste el derecho de diseccionar su modus operandi y revelar, como lo hicieran Marx, o Gramsci, sus mecanismos perversos de usurpación del talento y de la propiedad intelectual.

En términos culturales, ceder el terreno del juicio de valor a los resultados de venta y listas de éxitos mediáticos, equivale a atenernos a esa vieja frase de “pan para hoy y hambre para mañana”. ¿Nos hemos cansado en el enfrentamiento al ejercicio global de dominación capitalista? ¿Renunciamos a apostar por una creación que transmita contenidos de valor para la masa? ¿Cundió por fin el pragmatismo de la moda banal y vamos a aceptar que las multitudes solo están en condiciones de consumir composiciones pobres, elementales y ligeras? Quisiera recordar que la idea de que la masa es incapaz de entender el arte corresponde al periodo más elitista de la burguesía en la consolidación de su poder. E insistir en que es netamente revolucionaria la idea de que la masa admire un Picasso, un Guayasamín o un Wifredo Lam. Demasiados comentarios al pie de la polémica indican cuánto ha penetrado la filosofía mercantilista en nuestra población.

Mucho me duele comprobar que en un ensayo de hace años califiqué a este fenómeno como un “conformista acto de autofagia progresiva, irreversible y lenta.” “Del mismo modo en que vamos depredando los recursos naturales del planeta —escribí entonces—, para satisfacer las necesidades inmediatas de la larga cadena de sus usufructuarios, una visión del producto cultural como recurso predice su posible agotamiento”. Y, para que la vigencia se marque y me resienta un poco más de mis propios asertos, topo en ese mismo ensayo con otra frase que, lamentablemente, pudiera esgrimirse como de ahora mismo:

“Se produce y se reproduce en función de una utilidad mercantilista, fetichista y filistea, aun cuando esas características se correspondan con una necesidad de vida o muerte, pues, si bien pudiera ser en utopía posible que el creador decida su suicidio en virtud de conservar los valores tradicionales de la cultura, no lo es, de ningún modo, en relación con los consumidores en general y menos en el caso de los niveles que atañen a lo popular [1].”

La manipulación explotadora —insisto en las lecciones de Marx en El Capital, vigentes a pesar del tiempo y la expansión de monopolios que se apropian y controlan la propiedad intelectual—, se ha introducido en nuestras filas y ha generado productores de opinión, y de productos fáciles, que usufructúan la universalidad educativa de la institucionalidad socialista y, al mismo tiempo, aceptan las condiciones de explotación mediante aumento de ingresos. Por si no fuera poco, convierten su gesto en llamado a la masa, aprovechando el vaivén de las modas y la ligereza en el manejo de los datos. Cualquier periodista sabe cómo hacerlo, pues se aprende en los programas de estudios; se disecciona el mecanismo en ejercicios de clase. Algunos, usan ese conocimiento para la emancipación cultural, para la resistencia al mercantilismo; otros, cómo no, piensan que hacer concesiones al mercado y su monopolización del gusto, no tiene nada reprobable.

Añado apenas esta breve pregunta, de tan amplia respuesta: ¿Es personal la decisión, o es la industria y su necesidad insaciable de reproducción acrítica quién cunde y contamina?

Notas:
 
[1] Una visión menos ensayística del tema puede consultarse en el artículo “Industria cultural y división del trabajo”, recientemente publicado en Cubaliteraria, http://www.cubaliteraria.cu/articuloc.php?idcolumna=29