El hombre que cayó de las Torres Gemelas y la realidad de la muerte

Mauricio Escuela
20/4/2020

¿Una conspiración mundial más?, ¿el plan de George Soros y del Club Bilderberg para un Nuevo Orden?, ¿otra manipulación mediática con miras al año electoral norteamericano? La pandemia de la COVID-19 ha desatado la creatividad, el desasosiego, superando cada versión a la anterior, en una carrera desinformativa que tiene a los pueblos en vilo, mientras se crea una cultura de la inseguridad, del encierro, una que nos lleva a preguntarnos cuánto puede durar la crisis, que nos replantea el sentido de cuestiones que ya parecían resueltas, que coloca todo de cabeza.

La pandemia de la COVID-19 ha desatado el desasosiego, en una carrera desinformativa que tiene a los pueblos en vilo. Fotos: Internet
 

En Youtube, esa red social que se ha convertido en el campo desinformativo por excelencia, un influencer, el periodista Nicolás Morás, lanza un video donde habla de una supuesta llamada de Soros para extender el encierro en Argentina, a cambio de renegociar la deuda externa que dejó el neoliberal gobierno de Macri. En medio del caos, los consumidores del material en la web toman una actitud crédula, acrítica, asumiendo que quien habla del otro lado, por el solo hecho de ser verosímil, ya tiene la razón. Los medios tradicionales, por otro lado, sostienen una agenda que muchas veces o sirve de coartada a los bulos, o están tan sujetos a líneas de mensaje que siquiera prestan atención a las necesidades informativas reales de los públicos. La versión de Morás, si bien interesante, hasta coherente y probable, queda como una más de tantas que circulan en ese laberinto borgeano que es la web.

El peligro real de que, tras la cuarentena, la realidad sea otra, se entiende cuando leemos a Jean Baudrillard, básicamente su libro La guerra del golfo no ha tenido lugar, donde él refiere que no existe como tal una realidad, sino la construcción mediática y de percepción de la misma, que no hay forma de saber qué es lo que está sucediendo en el mundo, ni aun bajo el tan recalcado universo plural del contraste de fuentes, la contrainformación y el chequeo. Vivimos en un momento virtual, débil, poco lúcido, donde cualquier cosa es la realidad, si se la construye como tal. Y recordemos que, durante la Guerra de las Malvinas (antes de la del Golfo), el general Galtieri y su prensa oficial ofrecían unos partes tan fabulosos, que el pueblo argentino creyó en la imposible victoria durante buena parte del tiempo. Hasta que los ingleses deconstruyeron esa realidad por la suya, a golpe de cohetes. “Vamos ganando” decía Galtieri.

“El peligro de que, tras la cuarentena, la realidad sea otra, se entiende cuando leemos a Jean Baudrillard, básicamente su libro La guerra del golfo no ha tenido lugar”.
 

Las relaciones culturales, ya desde antes lastradas por un reparto enloquecido de las riquezas, pudieran enajenarse aún más de la masa, hasta desaparecer, ya que la cultura y la comunicación necesitan que exista en el ser humano una capacidad crítica de asimilación. Pero entre el bulo y la construcción de realidades baudrillardianas, no hay espacio para la formación de públicos cultos, que generen ellos mismos una retroalimentación espiritual y por ende un enriquecimiento. Fue Stefan Zweig quien, en la obra El mundo de ayer, hablaba de la muerte de las ideologías del progreso humano entre finales del siglo XIX e inicios del XX, a medida que se enajenaban más las relaciones económicas, léase reparto del globo, ya que esencias que antes incordiaban a la juventud, como la filosofía de Kierkegaard, los cuentos de Hoffman, el estudio de la poesía de Hörderlin o de Novalis, dejaban paso a otras como el deporte, el culto al cuerpo, el consumo de drogas o el vestir. El proceso, conocido como desmitificación, ha dado sitio a un mundo desarrollado que es incapaz paradójicamente de una fe, pero cree firmemente cualquier bulo, al menos un tiempo, hasta que aparece otro y así va en su vagancia crédula, a la cual confunde con el concepto de libertad.

En el caos de la web, de la desinformación sin contrastes, sin que haya una fuente a la cual referirnos como centro, en esta comunidad de locos que hablan cualquier cosa, la verdad no cuenta. Y el virus podría darle el último puntillazo, ya que no conviene que se sepa nada más allá de lo que preserve ese orden en el caos, esa matriz del vórtice del huracán que es hoy la comunicación de la cultura. Baudrillard se refirió a ello, las luces y las llamas televisadas para millones, una guerra como la del Golfo, convertida en espectáculo de masas. El pan y el circo posmodernos. Nadie podría decir, si es que se trataba a fin de cuentas de un show, que aquella fuera la verdad, así que aquel civil muerto, o edificio incendiado, no tenían por qué preocupar ni levantarle la sensibilidad a la gente. Y es que la realidad construida, al desinhibir al morbo, elimina sentimientos solidarios, de identidad con el prójimo, de conciencia colectiva. “La COVID-19 es para ellos, los latinos y negros, no nuestra”, dicen los millonarios de Nueva York que en medio de la crisis se marchan en sus jets privados. Sí, en la mente aburguesada y acomodaticia de las élites, los enfermos “no existen”, son realidades construidas.

“En el caos de la web, de la desinformación sin contrastes (…), la verdad no cuenta”.
 

Es muy fácil, más limpio y aceptable, matar bajo la ideología posmoderna, que en la moderna, ya que en esta última la humanidad existe, así como las categorías, el Derecho y todo lo que ello provee en materia concreta. En cambio, para el pensamiento débil (pensiero debole, diría Gianni Vátimo) el hombre ya ha muerto, por tanto eso que muere no es un hombre, nunca lo fue ni lo iba a ser. El posmodernismo ha sido funcional a la praxis sociopolítica y económica del dogma neoliberal, justo la doctrina que ha llevado al mundo a su actual parálisis y atomización frente a la crisis de la pandemia. Más allá de lo útil que fue su obra para entender los procesos disciplinarios, la sentencia de Michel Foucault del hombre como una invención reciente que ya ha muerto, apunta la organicidad de un sistema donde ese concepto duro, el hombre moderno, beneficiado por un derecho natural a la vida y la felicidad, ya no conviene. Y es así en tanto el nuevo reparto, el mismo que ya en tiempos de Zweig estaba desmitificando al mundo, necesita de una menor sensibilidad y espíritu crítico, de una capacidad de aceptación de la barbarie que ya no pasa por las piadosas visiones de un humanismo cristiano, que iba a llevar supuestos beneficios a las regiones menos desarrolladas. El nuevo acto de despotismo incluye el arrasamiento de poblaciones, la eugenesia, la ingeniería social para reducir el crecimiento demográfico y el genocidio de negarles asistencia, derechos y alimentación a los que ya moran en la faz de la Tierra. La COVID-19 lo demuestra, ya que para los medios y el poder, para las élites, los muertos somos nosotros, las construcciones, los números, los que, en términos posmodernos, no somos ni hombres.

Un pensamiento débil que, en su descentralización del sujeto occidental, ha olvidado que, por mucho que se hable de la multiplicidad de relatos en contraste con la univocidad del sentido, la muerte es una sola. Nadie tiene una segunda oportunidad para comenzar de nuevo, siendo otra cosa de lo que ha sido. En esa orfandad del que apenas posee su cuerpo enfermo, va el fruto de un sujeto que sí existe, que es ruin, y que actúa hoy más que nunca, aunque los popes de la academia europea y norteamericana hablen de caleidoscopios, juegos con la realidad, conceptos intercambiables y aparatos lingüísticos. “Lo que no se habla, no existe”, dicen los posmodernos, pero aunque callásemos la palabra virus, su presencia sigue cobrando vidas, por ende sí hay una ontología dura, independiente de los dictámenes ideológicos de un pensamiento que ha querido adelgazar a la conciencia, adocenarla en banalidades, tornarla en el no pensar orwelliano.

“La COVID-19 es para ellos, los latinos y negros, no nuestra”, dicen los millonarios de Nueva York que en medio de la crisis se marchan en sus jets privados.
 

Para eso hace falta la realidad, para cambiarla, de ahí que haya que defender su entendimiento, desde presupuestos que supongan la inevitable existencia de un sujeto. No hay leyes de la Historia, tal como ya lo sabemos, ya que el decurso es un caos, que a veces parece avanzar y otras retroceder y que, incluso, pudiera terminar de un momento a otro. No hay un telos o finalidad, que inevitablemente se vaya a cumplir. Pero eso nos debiera incordiar, más allá del acatamiento de dogmas y juegos posmodernos, a hacernos cargo de esa Historia, asumir que o somos su sujeto, u otro sujeto se la apropia. Porque eso, la centralidad del pensamiento y la acción, va a ser siempre un fenómeno propio del hombre, mientras camine sobre este mundo. La vida es una lucha por el dominio de la sujeción, de la verdad, de la construcción mediática y por ende cultural.

En tiempos de epidemia global, la posmodernidad nos transmite la sensación de que nada nos toca a nosotros, que son los otros quienes sufren, que formamos parte de una privilegiada élite que mira desde sus lunetas. Pero la realidad, aunque Baudrillard no lo acepte, es dura y toca a la puerta de cualquiera, sin importarle cuánto dinero haya en la cuenta bancaria, ni la raza o procedencia étnico-cultural. Por mucho que los medios se empeñen y los académicos y los influencers, sí hay una vida y una muerte, ambas se excluyen y no son intercambiables ni van a desaparecer por no mencionarlas.

Citemos un cuadro de René Magritte titulado Esto no es una pipa, que solo reflejaba, en efecto, una pipa. En la obra existe una intención marcada para defender el concepto moderno de realidad, negando lo virtual, recordándonos que eso no es otra cosa que una pintura, que no serviría para fumar.  No podríamos suplantar con una imagen lo que es en sí mismo otra cosa de la imagen. De la misma manera, aunque la posmodernidad quiera ver en la foto del hombre que se lanzó de las Torres Gemelas en llamas, solo una obra de arte, o sea la imagen, esta entraña una dura razón, que implica una historicidad y por ende un sentido de los valores humanos. El neoliberalismo, basado en la fe de los mercados, juega con esta academia posmoderna, funcional a la muerte en tanto la invisibiliza, la trivializa y debilita ante nuestros ojos. 

Tras el decreto del fin de la historia de Fukuyama en 1991, ha sido más conveniente a los poderes culturales el decirnos que en realidad nunca hubo un orden, ni un telos, que los sentidos no existen y que la realidad es pura percepción de la imagen multiplicada por los medios de prensa. El proceso que antes desvió la atención de la juventud de la poesía y los pensadores hacia el deporte y la trivialidad del culto al cuerpo, acaba por decirnos que ni eso importa, que nada importa. En el filme norteamericano Network, los productores de un programa planifican el asesinato en cámara del locutor: sería un show para levantar las audiencias y luego aprovecharse de ese pico de mercado. En la mentalidad mediática, la muerte pasa a ser un simulacro, aunque ocurra de veras. Ojalá y la tragedia de la COVID-19 cambie esos estándares posmodernos y restaure la conciencia de lo que somos, a fin de cuentas: simples mortales.

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