… Lo que, al final, parece que sucedió, o pudo haber sucedido
Juan Rulfo

Volver a leer a Juan Rulfo fue un redescubrimiento, una nueva admiración. Regresar a Juan Rulfo fue retornar a quedar fascinado. Deja uno de leer a los grandes por cierto tiempo y la grandeza —en toda su sacra y tremebunda dimensión— tal vez en algo se difumina, pues a los grandes como Rulfo uno debería volver cada año, como hijo pródigo.

Juan Rulfo es indudablemente el escritor mexicano más leído sobre la faz de la Tierra”.

El caso de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno —nacido en Jalisco en 1917 y fallecido en Ciudad de México en 1986— es verdaderamente asombroso, paradigmático. Apenas 17 cuentos dan talla a El llano en llamas, publicado en 1953. Antes se habían publicado algunos cuentos,los primeros en 1945, en una revista de Guadalajara. No más de 150 páginas levantan Pedro Páramo. Dos libros. Dos géneros: uno cuento; otro novela. La sumatoria hace aproximadamente poco más de 300 páginas, según la edición de la que se trate. Esos tres centenares de páginas lo imantan y lo inundan todo.

Pedro Páramo se escribió, según el mismo Juan Rulfo, en 5 meses: de abril a septiembre de 1955. La revolución mexicana (1910-1920) y la primera guerra cristera (1926-1929) constituyen lo que puede ser llamado el environment de esas obras. Ese es el zeitgeit, el espíritu de la época, al decir de Hegel. Son solo dos libros, repito. Rulfo se alza desde ellos —y por ellos— como precursor, como padre fundador. Alguien podría citar una segunda novela El gallo de oro, escrita entre 1956 y 1958, y publicada en 1980, con edición posterior en 2010—, mas podría decirse que esta, en cuanto a la grandeza de Rulfo, llega a destiempo. No sienta cátedra alguna, porque, urge decirlo, esas cátedras estaban ya sentadas. Después de 1958 Rulfo queda en silencio. Un silencio de tres décadas. Desde ese silencio continuó imantándolo todo y a todos. “Yo hago mutis —parece decirnos—, ya dije lo que debía decir. Ite, missa est, podría decirse. O mejor: alea iacta est. Caso paradigmático, repito, sui generis. Fallece en 1986. No obstante resultar la literatura mexicana un corpus vasto y robusto —para probarlo citemos la trilogía que conforman Alfonso Reyes, Octavio Paz y Carlos Fuentes—, Juan Rulfo es indudablemente el escritor mexicano más leído sobre la faz de la Tierra.

Se alzó como padre y semilla germinativa del realismo mágico”.

En México fundará la literatura mexicana moderna, la literatura de la posguerra, y será el cierre de la literatura rural. En Hispanoamérica imantará absolutamente la literatura del boom, pues se alzó como padre y semilla germinativa del realismo mágico. Sobre ello, su compatriota, el también jalisqueño Juan José Arreola, en 1998 sostuvo: “No, a Rulfo hay que ubicarlo en el territorio superior del realismo mágico”.

Juan Rulfo hace notar su impronta desde el qué narro —esos temas rulfianos como lo rural, la miseria, la muerte, las almas que penan, la frontera indeleble entre vivos y muertos, tan cara a su tierra, el susurro de almas, el bisbiseo de la naturaleza—, para maravillar con el cómo narro, esa magia que es el estilo rulfiano: la palabra precisa, el destierro de las florituras, la exclusión del más mínimo de los excesos. Todo llano, simple, sin desbordamientos. Cauce sí, pero preciso; ola sí, nunca tsunami. En la apoteosis de la muy sacra precisión hacer aflorar, desde la muerte y la desesperanza —sí, porque en Rulfo la desesperanza es total y omnímoda, Rulfo está ahíto, harto, atiborrado, aguijoneado de desesperanza y ¡poesía!

“Con dos libros Rulfo hizo historia y dejó imperecedero legado”.

La desesperanza en Rulfo es tan poética como esa suerte de tristeza sempiterna y humanísima que nos inunda desde la poesía de César Vallejo o desde el desconsuelo de ternura que nos asedia en un filme de Chaplin. La palabra en Rulfo es roca. Dura. Filosa. La palabra rulfiana está hecha de la piedra de su tierra: el tezontle, piedra hecha del polvo, el alma, la sangre, el magma y el fuego de México. Por eso el tezontle es rojo. Con dos libros Rulfo hizo historia y dejó imperecedero legado. Dos libros y padre fundador. Dos libros y legado. Dos libros y lecciones para no olvidar. No se tiene en Hispanoamérica algo similar.

A Juan Rulfo le fascinaba la historia. Se dice que hurgaba en los códices prehispánicos y poseía un amplio conocimiento de la cosmovisión de los habitantes primigenios de su tierra. En cierta ocasión él mismo se autovaloró más como conocedor de historia que como escritor. Fue, además, un gran fotógrafo: ahí están los 6000 negativos fruto de su labor detrás de la cámara. Susan Sontag, por ejemplo, lo creía el mejor fotógrafo de América Latina. No faltan hoy quienes trazan paralelos entre su arte fotográfico, su quehacer con la cámara, sus imágenes y su literatura. Era, hay que decirlo, un hombre triste, taciturno, reservado, introspectivo, de mirar imperturbable y pocas palabras, tímido, amante de la soledad. Un hombre ajeno a las multitudes.  

Juan Rulfo fue también un genio de la fotografía.

En 1929, con El sonido y la furia, Faulkner fundó su mítica Yoknapatawpha. En 1950 Juan Carlos Onetti publicó La vida breve, su primera novela, y aparece la no menos mítica Santa María. La primera edición de El llano en llamas data de 1953; comprende quince relatos. En 1970, fecha de la segunda edición, se incluyen otros dos cuentos: “El día del derrumbe” y “La herencia de Matilde Arcángel”. Diecisiete relatos conformarán la versión definitiva. Aparece entonces la rulfiana Comala. La obra se iba a titular Los cuentos del Tío Celerino, como homenaje de Rulfo a un tío suyo. Pedro Páramo, el viaje de Juan Preciado a Comala, llegará dos años después. Con La hojarasca, primera novela de Gabriel García Márquez, publicada en 1955, Gabo funda su Macondo —tendrá su mítico apogeo en 1967 con Cien años de soledad. Indudablemente Faulkner los lanzó a todos, especialmente en lo que respecta al fundacional afán toponímico. Las desdichas del sur faulkneriano se geolocalizaron, literariamente, todavía más al sur. Se geoliteraturizaron. Sobre las influencias estilísticas que pudieron llegar desde Faulkner, el mismo Rulfo sostendrá en 1985: “En aquel entonces yo aún no leía a Faulkner”.

“Para el creador de Comala vida y amor solo se alzarán como sinónimos de la desesperanza y la muerte”.

Desde el punto de vista temático —y humano, podría decirse—, en la literatura en general bullen tres grandes temas: el amor, la vida y la muerte. Esos precisamente fueron los temas de Rulfo. Pero para el creador de Comala vida y amor solo se alzarán como sinónimos de la desesperanza y la muerte. No habrá enmienda. No habrá aliciente. No habrá victoria. Si para Hemingway un hombre puede ser derrotado pero no vencido, para Rulfo el hombre, todo ser humano, puede ser derrotado, vencido, ultrajado y defenestrado. El destino es cruel y siempre el mismo: la desesperanza, la nada, el dolor, la muerte. El hado es inmodificable; la providencia, inmisericorde. No hay expectativa. No hay elección. En el ajedrez, por ejemplo, se tienen dos términos: zeitnot y zugzwang. En el primero uno de los jugadores carece de tiempo para continuar la lidia: ha perdido. En el segundo tiene uno de los jugadores el turno para jugar, mas toda jugada posible le será adversa. Así, en zeitnot y zugzwang, se hallan precisamente los personajes de Juan Rulfo. Carecen de tiempo. Carecen de posibilidades para ganar. Para vivir. Para amar. Para triunfar. En el ajedrez se gana, se pierde, o todo queda inalterable al resultar un universo que contempla la posibilidad de tablas. En la literatura de Juan Rulfo todo personaje hará su juego, y el final estará —desde la primera letra— previsto. Desde la Ananké todo personaje será perdedor. Todo personaje perderá algo: la vida, un padre, la mujer, el amor. Y lo perderá porque para Rulfo no existe la contingencia de hacer tablas. No. Para Rulfo la vida no hace tablas. La muerte tampoco. Frente a tales todo es derrota.

Todo personaje perderá algo: la vida, un padre, la mujer, el amor”.

Para Rulfo, en consecuencia, no hay Eros, solo Tánatos. Y es que los muertos no tienen sexo. En las páginas rulfianas el sexo —anatómicamente hablando— se sabe en los cuerpos, pero los cuerpos parecen estar exentos de sexo. Para (auto)referenciar el erotismo, anunciarlo, entreverlo —para que podamos verlo y entreverlo nosotros, sus lectores— se alza apenas un personaje, un ser que intenta erigirse negación misma de la muerte y asunción telúrica del Eros: Susana San Juan. Rulfo la crea y la coloca ahí, en esa tierra de muertos, con el erotismo terrenal de la vida. En la infancia une a Pedro Páramo y a Susana para hacerlos empinar cometas. En ese cuerpo de muertos que es Pedro Páramo el erotismo está out. Es un erotismo sin Eros. Un erotismo tanático. Y lo es porque los fantasmas carecen de erotismo, de sexo. Como en “Luvina”, ese cuento magistral de El llano en llamas —¡mi preferido!—: los fantasmas solo tienen el privilegio de escuchar el silencio. “Los muertos no tienen tiempo ni espacio”, declaró alguna vez Rulfo. De ahí, podría decirse, que los fantasmas rulfianos moren en un tiempo ajeno al tiempo y en un lugar expulsado del lugar.

Elena Poniatowska recordaba que Pedro Páramo inicialmente estaba destinada a tener por título Los murmullos. Y sostenía: “Eso es lo que se oye en toda la novela, (…) rumor de ánimas en pena”. Cuando se preguntaba a Rulfo sobre tanta muerte en Pedro Páramo respondía aseverando que la gente moría en todas partes, que su novela era universal precisamente porque los problemas humanos resultan comunes en todos los sitios: “No son temas nuevos —decía— el amor, la muerte, la injusticia, el sufrimiento”.

Cierta anécdota sostiene que el ordenado desorden de la novela tiene su origen en lo casual, en el hado. Juan Rulfo, renuente a terminar la obra, solicita ayuda a su coterráneo Juan José Arreola. Ambos disponen las cuartillas, pero he ahí que una avalancha de hojas se va al suelo. Los dos hombres se esmeran, las recogen. Al albur. Lo mixturan todo. Así, respetando ese albur, se dice, las llevaron a la imprenta. Ello —no tiene ni que decirse— resulta pura invención. Puro mito. Toda gran obra y todo gran autor lo conocen. La segunda reseña publicada por la prensa mexicana acerca de Pedro Páramo —la primera fue escrita por Edmundo Valadés, apenas una decena de días después de la publicación de la obra— resultó de la autoría de Alí Chumacero: “Una desordenada composición que no ayuda a hacer de la novela la unidad”. Eso adujo Chumacero. Por esa misma fecha, sin embargo, el uruguayo Mario Benedetti avizoró en esa novela lo que denominó “armonía de tono y lenguaje”, y alabó la “bien pensada incoherencia” de la trama. Pedro Páramo tuvo siete versiones. Ello denota trabajo, pensamiento, reincidencia en el urdir y el rumiar. No pocas veces al genio se le conmina al reino de lo intuitivo, de lo casual, del azar. No pocas veces al genio se le deniega el esfuerzo, el pensamiento, la profundidad, la capacidad de tramar, el talento, la disciplina, el tesón. Y un gran autor es todo eso. Rulfo era todo eso. “Súmula, nunca infusa”, nos legó Lezama. Cuando lo casual asoma, convengamos, el talento lo ha invocado.

Gabriel García Márquez aseguró que nunca debía preguntársele a un escritor por qué no escribía más. Y concluyó, rotundo: “Si yo hubiera escrito Pedro Páramo no (…) volvería a escribir nunca en mi vida”.

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