El marxismo frente a la historia global

Jacques Bidet
6/5/2020

La historia global, al menos en las versiones que se basan en el paradigma del “sistema-mundo”, se inscribe en la larga línea de los materialismos históricos salidos de la Ilustración. Por ello parece abierta a un despliegue de programas teóricos y políticos inspirados en el marxismo. Pero se puede decir también que, por lo contrario, asesta un golpe fatal a la visión de la historia desarrollada por Marx en términos de sucesivos “modos de producción” que conducen finalmente a la superación del capitalismo por el socialismo. En efecto, en la medida que se verifica la fecundidad del concepto sistema-mundo, la perspectiva lineal, teleológica, propia de la tradición marxista, dirigida a una emancipación que se entiende como culminación de la modernidad, parece ceder la primacía a una concepción cíclica. El futuro ya no es lo que era.

Karl Marx. Foto: Tomada de Cubadebate

Los teóricos marxistas de la historia global han subrayado la deficiencia geográfica del marxismo, pero, en mi opinión, sin comprender plenamente el fundamento, que radica en la propia naturaleza de su concepto matricial (el de “modo de producción”, en el que la “relación de clase” es el correlato). Ya que un sistema-mundo concierne a un conjunto de vínculos (centros, periferias, etc.) determinados concretamente, un modo de producción, que define un tipo formal de relación entre fuerzas productivas y relaciones sociales de producción, hace abstracción de cualquier referente territorial. Este for­malismo limita al marxismo en su aptitud de aprehender los fenómenos históricos, y principalmente este momento nuestro, el de la mundialización neoliberal, cuan­do lo que se desarrolla es una paradójica territorialidad mundial.

Algunos, como David Harvey, han emprendido ciertamente un fecundo programa de análisis geográfico del capitalismo. Pero en mi criterio solo han logrado llevarlo a término a costa de una refundación del marxismo. Han desarrollado la teoría marxista de forma unilateral y coja, que solo puede mantenerse en pie a condición de reconstituirla en una concepción más amplia, definiendo la estructura social moderna a partir de una mejor concepción de su “metaestructura”, es decir de sus presupuestos, en el sentido en el que, en Marx, el mercado, como forma jurídico-económica, es el presupuesto “lógico” del capital. Este enfoque, que designo como “metaestructural”, permite, según creo, concebir la relación que existe entre una territorialización sistémica (la del sistema-mundo) y una territorialización estructural (la del Estado de clase nacional), un concepto que la tradición surgida de Marx no ha logrado elaborar. Este concepto aporta al marxismo, llevado al nivel de un meta-marxismo, los medios para afrontar la problemática cíclica propia de la historia global; le brinda, en cierto modo, una segunda oportunidad. Es un concepto que define no un orden venidero, en el que se superarían las relaciones de clases, sino en primer lugar un elemento de hecho, una transformación epocal de la relación entre la especie humana y su “territorio”: no una posmodernidad, sino una ultimodernidad caracterizada por el embrollo entre el sistema-mundo moderno y un Estado-mundo de clase [1].

Marx fue un filósofo, economista, sociólogo, periodista, intelectual y militante comunista. Foto: Internet

Cómo la historia global pone al marxismo en crisis

El descubrimiento progresivo, principalmente desde hace dos décadas, de nuestra historia globalmente común, debería ser para todos los seres humanos una gran alegría. Nos hemos interrelacionado durante milenios. No somos tan diferentes. Un pensamiento así debería reconfortar a quienes se dan por tarea la lucha por un “porvenir común”. ¿Quién iba a decir, sin embargo, que este descubrimiento desataría entre los herederos de Marx una crisis sin precedentes, una crisis de identidad? Y he aquí que el marxismo se encuentra ahora confrontado no a los puntos de vista de sus adversarios, sino a una idea que se ha desarrollado en su propio seno.

En lo inmediato, el concepto de sistema-mundo parece apropiado para aportar al marxismo un nuevo impulso; constituye, sin duda, la principal innovación aparecida en el marxismo en la segunda mitad del siglo xx, que permite tomar por objeto lo que el marxismo de Marx, centrado en las relaciones entre las clases, no teorizó de manera operativa: la relación entre las naciones (y otros territorios). La teoría del imperialismo indicaba, es cierto, la dirección en la que había que progresar. La “teoría de la dependencia” había sabido dar una gramática a la lucha antiimperialista. En este contexto, el desarrollo por Wallerstein [2] del análisis braudeliano* en términos de “sistema-mundo”, define un marco a partir del cual se podía concebir la sociedad capitalista moderna en su conjunto, y principalmente en su dimensión colonial, centros-periferias. Eso es lo que una teoría de las clases sociales y del Estado no puede ofrecer.

Pudo en principio parecer que el enfoque en términos de sistema-mundo moderno no era finalmente sino una forma nueva de colocar a Europa en el centro del dispositivo. Pero resultó que ese concepto tenía una importancia más vasta, que se podía aplicar a otras áreas geográficas, y que también proporcionaba un esquema pertinente para la articulación entre las grandes eras históricas. [3] Se mostraba capaz de reunir y reciclar a los factores del análisis marxista: modos de producción, clases, luchas de clases y otros procesos estatales e ideológicos encontraban su lugar. Este modelo abarcador abría una perspectiva relacionista (versus esencialista), implicando una comprensión de los elementos a partir del todo. Enriquecía la panoplia marxista con nuevas herramientas, más apropiadas para entender las relaciones económicas, políticas y culturales entre las sociedades. Liberaba al marxismo, que pudo aclimatarse sin dificultad al territorio de investigación que así se definía, y que se convirtió desde entonces en su terreno de ejercicio cotidiano: estudios culturales, estudios subalternos, estudios poscoloniales, altermundialismo, ecosocialismo… Queda por saber, sin embargo, si este nuevo enfoque debe comprenderse como una extensión de la conceptualidad marxista, o más bien como el paso a otro paradigma.

Marx fue el fundador, junto a Friedrich Engels, del socialismo científico, el comunismo y el materialismo dialéctico. Foto: Tomada de Juventud Rebelde

En efecto, este enfoque hace resaltar los límites y las ambigüedades del concepto marxista de “modo de producción”. Ciertamente, Marx es un pensador de la totalidad: analiza al capitalismo como una red universal, y al capital como un movimiento de expansión ilimitada. Y es a la vez un pensador de la singularidad: esa “forma económica”, por definición solo existe en el seno (y a partir) de los Estados-naciones particulares, porque no hay infraestructura sin una superestructura estatal establecida en un territorio definido. Pero el concepto de “modo de producción”, o de “modo de producción capitalista”, ya que no hay un determinante geográfico, no permite pensar la relación entre esos dos términos: entre el elemento singular (el Estado-nación), y la totalidad (el mundo). Es puramente “estructural”; define formalmente una estructura de clase y la forma de Estado que ella implica. Para pensar el sistema (la relación entre el todo global concreto y las partes nacionales, y otras) es necesario un concepto “sistémico”, no en el sentido de una alternativa (el sistema-mundo moderno solo se concibe en su relación con el capitalismo), sino como una configuración de otra naturaleza. El concepto “sistema-mundo”, una vez que se le generaliza, parece un operador capaz de configurar los espacios y los tiempos, y de articular unos con los otros en la trama de un nuevo “gran relato”. Por su universalidad, por la variedad de categorías que declina, es necesario revelar la ineptitud del viejo concepto de “modo de producción” como función histórico-geográfica; revelar su incapacidad para responder a la esperanza que puso Marx en él: para retomar sus términos, debemos procurarnos de un “hilo conductor” para una historia universal. En efecto, el “sistema-mundo” propone a la vez un espacio y un tiempo; una nueva es­pecialidad: centro/periferias, y a partir de esto una serie de nuevos conceptos (ruta, diáspora, hinterland,** etc.) que definen una geografía asociada concretamente a una frontera ecológica.[4] Y una nueva temporalidad: la del ciclo, con su fase ascendente su fase descendente, etc., que define una historia hecha de secuencias de hegemonías, vinculadas entre ellas por “transiciones hegemónicas”. Es decir, un espacio-tiempo legible a lo largo de varios milenios.

Sus planteamientos sobre política, economía e ideología tienen gran vigencia en los momentos actuales. Foto: La Jiribilla

 Si el “sistema-mundo” introduce una historicidad que la conceptualización marxista no llegaba a establecer, es porque entrecruza la historia y la geografía. El paradigma “estructural” marxista permite ciertamente enfocar todo a la vez, la dinámica propia de cada sociedad y la dinámica del conjunto del capitalismo; pero el paradigma “sistémico” introduce la idea de que las entidades particulares (y sus movimientos) deben entenderse a partir del lugar que ocupan en una configuración global. En consecuencia, lo determinante no son solo las tendencias endógenas en torno a las cuales se enfrentan las clases, sino sobre todo el juego, más incierto, de los intercambios y las interferencias, de los contactos (culturales o microbianos), de las guerras, las migraciones, los préstamos y las reinterpretaciones. El sistema (del mundo) induce una nueva política de la humanidad. En efecto, el concepto de modo de producción capitalista introduce la idea de una tendencia histórica que permite pensar, a partir de las contradicciones y las luchas del tiempo presente, en una comunidad universal venidera; aprehende a la humanidad en su unidad posible.

En cuanto al concepto sistema-mundo, este define concretamente, geográficamente, un enfrentamiento humano global entre comunidades a partir de los territorios, a partir de su apropiación económica y cultural por grupos humanos definidos a merced de lo arbitrario de la historia. El tiempo estructural lineal, el de los modos de producción o el de los “estadios” del capitalismo, es sustituido por el tiempo sistémico, el de los “ciclos”. El concepto “modo de producción” sugiere un curso general “progresista” de la historia: antes del “capitalismo” hubo otros modos de producción, y luego del capitalismo habrá, si nos esforzamos, un orden social superior, “socialista” o “comunista”. La teoría de los sistemas-mundos es una teoría de los ciclos: después del ciclo holandés, del inglés, del americano, y de diversos otros, vendrá un nuevo ciclo, un nuevo sistema de hegemonía. Hagamos que sea el mejor posible.

El concepto de hegemonía mundial sugiere así otro tipo de sapiencia, distinta a la del “príncipe moderno” de Gramsci. Este concepto incita a relativizar la “lucha de clases”, que deja de aparecer como el “motor de la historia”. Pone en el centro del cuadro algo distinto a la “lucha”: la “guerra” entre las naciones, el aplastamiento de las poblaciones más débiles por las más poderosas, las epidemias, las invasiones y los exterminios. Pero también las oportunidades del intercambio, de los compromisos y de la paz. Y se divide sobre la cuestión de saber si la trayectoria demuestra la “virtud de los intercambios” [5] o del “intercambio desigual” [6].

De manera la lucha final se entablará entre Smith y Marx. Queda por saber si el enfrentamiento último, en el seno de la especie humana, ocurre en el terreno definido por el sistema-mundo. Para que Marx pudiera librarse de la tutela de Smith, resistirse a su analítica y a su política, me parece que es necesario salir de la evidencia demasiado grande del “sistema”. Esto supone la elaboración de un concepto histórico que sea de naturaleza estructural y no sistémica, es decir un concepto de estructura de clase y no de sistema-mundo, y que sin embargo implique una determinación territorial que le permita articularse a lo sistémico y conducir una historia-geografía de clase justo en este momento de la globalización en curso. Es en este sentido que propongo un “concepto metaestructural de la forma moderna de sociedad” (de una modernidad más antigua que la sociedad capitalista europea), apropiada para integrar la tradición estructural salida de Marx en un enfoque geográfico mundial, y que se proponga el desafío de subvertir los mecanismos soberanos de la historia sistémica global.

Un meta-marxismo para hacer frente a la historia global

Marx, siguiendo en eso a los liberales, definió a la sociedad “burguesa” o “moderna” a partir del mercado. Esto lo llevó, sin embargo, a un doble análisis crítico. Un análisis estructural, mostrando que la generalización del mercado implica que el propio trabajador se convierte en mercancía, y que su explotación es el principio de la formación de una plusvalía. Y un análisis histórico, mostrando que en esas condiciones el capital, en la medida que se acumula y se concentra en grandes empresas, genera en su seno una coordinación racional que no es mercantil, sino organizacional, y de ahí también una clase obrera organizada y racional, potencialmente capaz de tomar la dirección de la organización productiva, y generalizarla en el conjunto de la sociedad bajo una forma democráticamente concertada. De ahí, inspirándome principalmente en los institucionalistas estadounidenses, planteo que no se puede concebir una trayectoria tal, que conduzca así del mercado a la organización. Tales son, en efecto, los dos modos de la coordinación racional a escala social, que solo son efectivamente “racionales” cuando se asocian de alguna manera la una y la otra. Esas dos mediaciones funcionan como conexiones de una coordinación inmediata por vía comunicacional discursiva. Este enfoque, del cual Talcott Parsons*** ofrece una cierta versión, viene en realidad de Marx: cuando la producción se hace social, explica Marx, son necesarias las mediaciones (Vermittlung), y hay dos, escribe él: el mercado y la organización. Marx expone aquí la realización específicamente moderna de un par que, en formas extremamente diversas (cosmos/taxis, capital/oikos, entropía/ organización, sociedad/comunidad), desempeña un papel crucial en las ciencias sociales, principalmente en la historia global. Pero él comete, en mi criterio, su pecado conceptual original, es decir un doble error: el de concebir el curso de la historia como yendo del mercado a la organización; y el correlativo, el de concebir la organización como posible lugar de la inmediación (Unmittelbarkeit) de la concertación discursiva transparente. Por mi parte, propongo tratar la organización como él trata al mercado: como el instrumento de una relación de clase. Avanzo así un esquema más general, el de una definición de la estructura moderna de clase como la “instrumentalización de la razón”. Esas dos mediaciones (mercado entre cada uno, y organización entre todos, que en su relación crítica en el discurso forman en conjunto nuestro entendimiento social común), constituyen en efecto los “factores de clase que, en su combinación, dan lugar a la relación moderna de clase, de la cual representan los dos polos [7]. A esta relación bipolar de entendimiento (Verstand) económico corresponde su “otra faz”, la de una razón (Vernunft) jurídico-política, o sea de una “libertad-legalidad” supuesta, realizada en la co-implicación, bipolar también, del entre-cada uno (que Marx describe en la relación mercantil) y el entre-todos (que él espera de la organización concertada). Esta es la “metaestructura” de la sociedad moderna: la relación entre las dos mediaciones y la inmediatez del discurso, al igual supuestamente compartido entre todos.

Faces polo

Lo racional económico

Lo razonable jurídico-político

Entre cada uno

Mercado

Contractualidad interindividual

Entre todos

Organización

Contractualidad central

La “estructura” moderna de clase debe entenderse a partir de la instrumentalización de esa metaestructura como “instrumentalización de la razón”. La clase dominante tiene entonces dos polos: el de los capitalistas, dueños del mercado, y el de los dirigentes-competentes, dueños de la organización. Ambos comparten los dos privilegios vinculados a las dos mediaciones: para unos, la propiedad (Marx), y para los otros “la competencia” (Bourdieu) o “saber-poder” (Foucault). La otra clase, la clase fundamental, se divide en diversas fracciones, que difieren en lo que ellas se relacionan más con las dos mediaciones factores de clase: independientes (campesinos, artesanos, comerciantes…), y asalariados del sector público o del privado. Esos dos factores determinan la exclusión moderna. La lucha moderna de clases (su dinámica histórica, con la secuencia de hegemonías que la caracteriza) se analiza así a partir de la relación entre las dos clases y entre las dos fuerzas sociales (los capitalistas y los dirigentes-competentes), a la vez convergentes y divergentes, que forman la clase dominante o más privilegiada. La lucha entre las dos clases es por ello un juego con tres actores.

¿Cómo este concepto estructural de “forma moderna de sociedad” interfiere en la perspectiva sistémica de la historia global?

En primer lugar, él sugiere que la modernidad no tiene nada de occidental, ni en su espíritu ni en sus orígenes. Él la define como un proceso multisecular, que surge en diversos lugares del mundo a partir de antiguas experiencias. Vastas organizaciones y grandes redes mercantiles han existido desde hace milenios. Pero la “modernidad” aparece a partir del momento en que esos dos tipos de mediaciones interfieren en la égida de un Estado que asume la tarea de coordinarlas de alguna manera: de articular racionalidad mercantil y racionalidad organizacional. El fenómeno cristaliza alrededor del Año Mil, principalmente en China. Cuando en un proceso de poder estatal, el mercado y la organización se encuentran confrontados así, se produce un desarrollo de la discursividad social (ciencia, cultura, legislación) que transforma la civilidad humana. Esta definición de la modernidad está, me parece, a una buena distancia de cualquier “eurocentrismo”. [8]

En Europa, ese proceso comienza más tarde, en un momento en que no es más que una modesta periferia, y no en el seno de los Estados-naciones preexistentes, sino de micro-territorios: en el seno de las comunas medievales en las que la producción, esencialmente artesanal, se define por la corporación, es decir en la intersección del mercado y la organización, y de sus lógicas de interacción. La experiencia será llevada al extremo en las ciudades-Estados italianas del siglo XIII, prácticamente independientes.

Toda la sociedad (la población) se halla implicada en un cara a cara tal, que se encuentra en situación de buscar apoderarse de la política, articulando las dos mediaciones en una confrontación inmediatamente discursiva, bajo un gobierno que aparentemente tiene en cuenta la participación igual de todos: una modernidad que designo como “socio-política”. En esas condiciones se produce un enfrentamiento general de clases por el reparto de un poder (¡oligarquía!) del Estado, a la vez político y económico, un hecho sin precedentes en Europa. Es en esa coyuntura que esas ciudades-Estado italianas inventan las instituciones republicanas modernas (el trío legislativo/ ejecutivo/judicial). Una vez aplastada esta primera revolución popular moderna, la misma matriz moderna, en su contenido socio-político, apuntando oscuramente a los absolutismos y las tiranías, se abrirá camino lentamente a través de los espacios cada vez más amplios, hasta llegar a los Estados-naciones modernos. El proceso de modernidad prosigue, igualmente, a ritmos desiguales, en todas partes del mundo. [9] Pero es en ese contexto socio-político que va a surgir —en razón de diversas circunstancias (el oro de América, la escla­vitud…) — el sistema-mundo moderno. La problemática marxista clásica del “modo de producción” configura un análisis de la sociedad moderna en el plano de su estructura (clases/Estado), pero como tal no tiene nada que decir sobre el sistema del mundo, incluso aunque los marxistas analizan el capitalismo como imbricado en él. ¿Qué falta entonces?

En mi criterio, lo que falta —y esta es la otra dimensión de su “pecado conceptual original”— es considerar la apropiación de los territorios por una comunidad en los mismos términos que la apropiación de los medios de producción por una clase dominante. Ahí está el corazón de su ageografismo. Tácitamente, la tradición marxista considera esta facticidad de los Estados-naciones modernos como extraña a su programa teórico. Una cierta pereza la lleva hoy día a dejar el tratamiento de esta cuestión “de facto” a la historia global, que la trata en términos de sistema. Pero se dispensa así de reflexionar sobre sus propias carencias, y de descubrir también lo que podría ser su aporte a la culminación del programa de una historia global.

En efecto, aquí Marx, a la vez, muestra la vía y bloquea el paso. Muestra en el fondo, en El capital, que la legalidad capitalista, su Nomos cambista, solo se establece a través de una Nahme, una apropiación. Retomo aquí los términos Nomos-Nahme que emplea Carl Schmitt**** para significar que la legalidad nacional solo existe en virtud de la apropiación de un territorio por una comunidad.[10] Si uno así el “esto es nuestro” territorial y el “esto es mío” capitalista, es porque que ellos se imponen, en efecto, como los dos modos primarios interrelacionados, uno público, el otro privado, de la apropiación moderna. Y es solo a título de la primera, de la apropiación nacional, que hay una apropiación llamada —indebidamente— “social” de los medios de producción en un territorio definido. He ahí donde radica el otro espectro, al cual el marxismo no ha dado nombre porque no se atreve a afrontarlo. Es el que se da en la paradoja enunciada por Hannah Arendt:***** los derechos humanos solo existen como derechos del ciudadano.[11] Entre los cuales, según mi análisis —y esto radicaliza la paradoja— se deben incluir los derechos exclusivos (derechos de exclusión) de los ciudadanos sobre un determinado territorio. De ahí que se establezcan a medida en que la modernidad se afirma como un orden universal en el cual las diversas naciones, en el proceso de la guerra, se reconocen mutuamente como dueñas de sus territorios. Este reconocimiento mutuo entre Estados-naciones responde a forma moderna del “nosotros” nacional, y supone proceder de un reconocimiento ciudadano en el seno de cada Estado-nación. Solo se puede dar cuenta de los vínculos entre esos dos términos (lo nacional y lo privado), de la apropiación moderna, que refundando la teoría de Marx sobre una base más amplia: la de la relación entre el mercado y la organización. Se debe, en efecto reconocer a esta el lugar preeminente que ocupa el entre-todos en relación con el entre-cada uno. En la forma moderna de sociedad, la organización estatal, bajo la supuesta égida de la palabra igualmente compartida (un hombre = una voz), consagra supuestamente ese “hecho de razón” que Kant ha formulado en estos términos: nadie puede decir “esto es mío” sin llegar a un término de acuerdo entre todos sobre las reglas de partición. [12] Y se debe comprender que “supuesta” y “supuestamente” son los términos clave. Ese “hecho de razón” es el presupuesto de la modernidad, no su fundamento. Pero es como la instrumentalización define la estructura moderna de clase. Kant soslaya esta relación al plantear que el “contrato social” nos pone a todos de acuerdo sobre un orden mercantil. Marx define el capitalismo como la instrumentalización de esta relación mercantil, pero le falta llevar a su término el análisis de la otra instrumentalización: la organizacional, y finalmente nacional-estatal, ya que el acuerdo supuesto de “entre todos nosotros” solo puede tener lugar sobre un territorio definido como “nuestro”, en el sentido de propiedad eminente de todos. El Estado moderno, al menos supuestamente, domina cualquier relación mercantil en su seno; culmina en una organización que es, al menos supuestamente, una pura organización de la palabra por la palabra igualmente tenida en cuenta entre todos. Ese “hecho de razón” es solo otra ficción: la ficción que impone la modernidad. Pero esta ficción no es nada: la producimos conjuntamente, en la lucha de clase en torno a su instrumentalización. Se encuentra presupuesta en el contenido político que va a ser progresivamente el de las naciones en los tiempos modernos.

Es en esas condiciones, en efecto, que nace y se desarrolla la sociedad moderna, no como imperio, como universum, sino como un pluriversum. Y esto no solo por esa razón de hecho por la que el capitalismo ha nacido en diversos lugares, sino porque ese “hecho de razón” que expresa la reivindicación mutua de los Estados modernos —hasta los últimos, surgidos de la descolonización— de ser reconocidos como Estados-naciones dueños de ellos mismos. Sin embargo, esta pretensión de razón estructural es indisociable de una arbitraria pretensión sistémica: para un pueblo, ser dueño de sí mismo, libre de organizarse a su manera, es ser reconocido como propietario de su territorio. Si es cierto que la teoría del sistema-mundo nos enseña a considerar el elemento (nacional) a partir del todo (global), el análisis metaestructural, por su parte, invita a considerar el todo sistémico moderno a partir de la naturaleza moderna del elemento estructural nacional-estatal. Seguramente se dirá que todo esto no ha sido nunca así, y en cualquier caso no más: los contornos de los Estados solo balizan, en su mayor número, los lugares abiertos a la omnipotencia de la grandes corporaciones, ajustada a las relaciones de fuerza económicas y militares entre los centros a los cuales se vinculan. Los dispositivos estatales nacionales son, en la medida en que se alejan de los centros sistémicos, solo instrumentos de fuerzas superiores (instrumentalización de segundo grado). Es cierto. Pero queda por saber si eso significa la victoria del sistema-mundo, con la dinámica cíclica que le es propia, sobre la estructura de clase nacida en la Estado-nación, con los presupuestos de razón instrumentalizados que le son propios. Me queda por demostrar que no es falso, y que la relación entre “estructura” y “sistema” termina invirtiéndose: aunque la estructura del Estado-nación aparece históricamente en el seno del sistema-mundo, evoluciona hasta la dimensión de un Estado-mundo que engloba de alguna manera al sistema-mundo. Esta es al menos la tesis que avanzo en El Estado-mundo, presentando los grandes rasgos en la perspectiva de una historia global.

El Estado-mundo: estructura escondida en el sistema-mundo

La tesis a la que conduce el programa de investigación que designo como “metaestructural”, es que surge, desde hace tres décadas (y más), un Estado-mundo en el cual el sistema-mundo se encuentra cada vez más implicado.[13]  La tesis se basa en un enfoque de la historia moderna en términos de una dinámica estructural-sistémica. Marx enfoca la superación del modo de producción capitalista a partir de su dinámica exógena, de su tendencia histórica lineal estructural a la concentración del capital en grandes empresas, [14] etc. Él define esta tendencia a partir de la relación dinámica entre las tecnologías y las relaciones sociales de producción. La historia global integra una dinámica así en un proceso de otra naturaleza: en una tendencia histórica recurrente sistémica, en el seno del conjunto corazón-periferias, según la cual se renuevan periódicamente, a un ritmo cada vez más rápido, la potenciación y el declive de una potencia hege­mónica central. El enfoque metaestructural articula tendencia estructural y tendencia sistémica a partir de otra consideración. Ella centra el análisis en el hecho de que el desarrollo de las fuerzas productivas (la potencia tecnológica) en el seno de las naciones modernas —es decir, aquellas en las que el par mercado-organización se asume por una instancia estatal—, demanda y permite espacios nacionales cada vez más vastos. Es por ello que Europa, donde el fenómeno moderno comienza con la ciudad-Estado, ha pasado progresivamente a nación-Estado, y luego a la perspectiva de un continente-Estado. En otras partes, como en China, Japón y Estados Unidos, el territorio es en principio más vasto, más consistente. Pero así y todo aparece una estaticidad a escala última, la del globo, o resurge una lógica que no es sistémica, sino propiamente estructural en el sentido que se le da aquí a este término: en referencia a la estructura moderna de clase. Y esta dinámica no es solo de “entendimiento”, de racionalidad económica, sino correlativamente de “razón”, de legitimidad jurídico-ideológico-política: ella debe comprenderse en el doble sentido de la instrumentalización de la razón.

Esta mutación epocal solo se ha podido producir en el momento en que las capacidades destructivas y productivas de las sociedades modernas han alcanzado un cierto umbral, y aprovechando ciertas circunstancias. El umbral en términos de destrucción ha aparecido en primer lugar, a finales de la Segunda Guerra Mundial, con las capacidades exterminadoras extremas que ella reveló. Más allá de las intenciones y manipulaciones de los Estados Unidos, es el momento que ha precipitado la creación de la ONU, primer síntoma del surgimiento de un Estado-mundo. El umbral, en términos de producción, se alcanza a la vuelta de los años 1980, principalmente con la facultad que la informática ofrece desde entonces a los grandes grupos para instalar la producción allí donde el costo es muy bajo, conservando siempre en el centro los órganos de investigación y dirección. Los derechos políticos de las mayores potencias han debido entonces retomar la iniciativa tras 30 años de repliegue, pesar sobre sus gobiernos e iniciar los procesos de desregulación, financiarización, etc., apropiados para asegurar la supremacía de los grandes grupos, de los cuales eran los representantes. Así comienza a configurarse un Estado-mundo. Establezcamos algunas objeciones de principio. No decimos que se trata de un Estado social: ese modelo se ha constituido en las relaciones de fuerza que no existen a escala mundial. Ni que posea el monopolio de la violencia legítima: que la reivindique basta para convertir este Estado en un Estado moderno, porque una tal reivindicación es ya en ella misma un hecho (moderno) dotado de ciertos efectos… no necesariamente los que se podrían esperar “legítimamente”. Y no imaginemos que esté desprovisto de ciudadanos: los ciudadanos del mundo, como se verá, intervienen, bajo los hábitos nacionales, como actores de clase en un Estado-mundo de clase. El Estado-mundo existe en sus “aparatos públicos de Estado”: la ONU, el FMI, el BM, la OMC, “organizaciones” llamadas internacionales son en verdad mundiales, porque administran un liberalismo mundial-estatal. Algunas de ellas ejercen, en sus respectivos dominios, poderes en última instancia (este es fundamentalmente el caso de la OMC, mediante el ORD, que decide en último término los diferendos comerciales).

El Estado-mundo existe igualmente, de manera totalmente esencial, en sus “aparatos privados de Estado”. Este concepto, elaborado por Althusser, [15] escapa a la visión común (liberal) que asimila lo público al Estado y lo privado a la “sociedad civil”. Se aparta de la concepción marxista que concibe al Estado como la cima de la relación de clase: sus órganos asumen a ese título tanto lo privado como lo público, y sus interferencias. En tanto que son “instrumentos” de clase (a título de la instrumentalización de la razón), puede designárseles como “aparatos”. Se trata, en este caso, principalmente de las instituciones privadas que hacen la “ley” en cada rama (lex constructionislex informática, etc.), o que aseguran el funcionamiento del capitalismo (bolsas, cortes de arbitraje, agencias de calificación). Ellas organizan un poder de clase que es un poder de Estado, de Estado-mundo.

En ambos casos, las prácticas así enmarcadas se inscriben en el contexto de un derecho —que ellas contribuyen a producir— designado como “interna­cional”, pero propiamente mundial, que permite, entre otras cosas, confrontar ante los tribunales de los Estados a las empresas (multinacionales) privadas, sobre la base de reglas y principios universalmente aceptados.

Una geografía que no es solamente la del sistema-mundo se diseña en la red de “ciudades globales”, unidas no por su entorno geográfico, sino por su semejanza en el mundo. [16] Ellas contienen las instituciones de una economía global y de unas finanzas globales, las de un Estado-mundo de clase.

Ningún Estado-nación moderno ha aparecido sin una lengua común, practicada por todos. [17] Las excepciones (Canadá, Bélgica)… justamente crean problemas. Es por la lengua común que existe un espacio público de intercambios. O más bien un espacio metaestructural, un espacio de pretensión, de declaración y de denegación, de razón al mismo tiempo que de entendimiento, de confrontación y de lucha moderna de clase, el del patriotismo y el nacionalismo, del mito y de la reivindicación nacional, donde reina el “nosotros” de la apropiación territorial nacional. Sin embargo, hemos llegado a una lengua mundial, que consiste, en mi criterio, en la traducibilidad inmediata de todos los mensajes, del teléfono móvil a la internet y a la televisión: ellos proclaman en árabe en la plaza Tahrir, y todos los entendemos sin su lengua. Un umbral tecnológico decisivo (“fuerzas productivas”) ha sido franqueado. El uso del papel, llegado de China a través del Islam, vinculado a la simplicidad de la escritura alfabética, había hecho posible la revolución sociopolítica de las ciudades-Estado italianas, donde fue el vehículo y el garante omnipresente. La industrialización de la imprenta desempeñará, en la Europa del siglo XVI, el mismo papel dinámico: producirá una lengua operatoria a escala de los Estados-naciones emergentes. La informática brinda hoy día al pueblo-mundo su lengua común.

Su palabra, es cierto, se hace entender, en este nuevo tiempo en que la especie humana se ha convertido en una comunidad política, solo en las peores condiciones de alienación, las de un neoliberalismo que puede parecer omnipotente: la organización mundial no se ha hecho sobre la marcha, ni el discurso mundialmente compartido sobre la organización. Ya, sin embargo, la estructura actúa en el sistema.

La entrada en una nueva era de la historia global

El surgimiento del Estado-mundo no significa el debilitamiento del sistema-mundo. Por lo contrario, se observa la exacerbación de los conflictos territoriales: desde los conjuntos excoloniales, disputados entre comunidades locales y las grandes potencias, hasta las inmensidades marítimas, con sus riquezas de futuro, y sobrepobladas de submarinos nucleares. Más que nunca los centros se enfrentan unos con otros por el control de las periferias. La estructura emergente del Estado-mundo instituye, ciertamente, un orden radicalmente diferente, un orden estructural: el del Estado moderno de clase a escala mundial. Pero esto constituye al mismo tiempo un nuevo instrumento del enfrentamiento sistémico. El entrelazamiento multiforme entre el sistema-mundo y el Estado-mundo se muestra en la institución militar mundial. La ONU, desde su fecha de nacimiento, prohíbe la guerra (salvo la defensiva): reivindica así el monopolio de la fuerza armada. Su debilidad estatal se da en el hecho de que solo puede actuar por la fuerza en favor de la paz con la ayuda de los ejércitos del sistema-mundo, ayuda que solo se le brinda en función de objetivos de dominación sistémica. Este sesgo permite a las empresas imperialistas legitimarse como operaciones de policía mundial, como en el caso de la primera guerra de Iraq o la de Libia. Cuando ese sello “legal” se acuerda, el efecto policía permite cero muertes del lado imperial, y masacre humanitaria desde lo alto del cielo bajo el secreto del Estado-mundo. Cuan­do por lo contrario se rechaza (segunda guerra de Iraq, Afganistán), implica un costo económico y político considerable. Esos efectos contrastados reenvían a un determinante común: marcan un umbral de realidad del Estado-mundo.

La legalidad (mercantil-capitalista) mundial, la del Estado-mundo –un hecho de estructura– permite a los fondos financieros más poderosos (sauditas, indios, chinos, franceses) adquirir vastos territorios, africanos u otros, apropiárselos sin haberlos conquistado. Resulta de aquí un efecto en el sistema, porque son entonces Arabia Saudita, India, China, Francia las que incrementan su influencia en la relación global de fuerza. Si el Estado-mundo no aparece, si se le puede considerar como pura “sociedad civil”, reino del “derecho sin Estado” definiendo el “estado de derecho”, es porque es un Estado neoliberal. Solo se le reconoce como Estado descifrándolo como un Estado de clase en el cual el polo capital ha neutralizado (por un tiempo) la organización, reduciéndola a no ser más que la organización interna del capital. Y tiende a realizarse a través de la constitucionalización rampante del liberalismo, particularmente visible en la construcción europea: cuando todos los Estados llegan a darse la misma constitución, que hace de la competencia universal el principio supremo, exclusivo, de su economía, y que ellos abren así sus fronteras a todos los capitales, al margen de cualquier restricción, tendiendo a integrar un solo conjunto estatal bajo la misma constitución universal. De este Estado-mundo liberal, los jefes de Estado y sus cohortes de clase son los ciudadanos más activos. En este proceso, es aún el sistema el que prevalece sobre la estructura que lo envuelve, y sin duda por largo tiempo. Pero la desigualdad sistémica hace que el proceso de dominación estatal mundial afecte desigualmente a los centros y a la periferia, y que enfrente resistencias de naturaleza diversa. Si las luchas locales-nacionales —aquí contra los salarios de miseria, allá por la defensa de los bosques, más allá por la igualdad de los sexos, por el derecho al agua, a la tierra, a la salud— son globalmente las más decisivas, es porque es a ese nivel que se moviliza en el mejor de los casos (a menos que no sea en el peor) una ciudadanía activa. Si su efecto es global, si tienen un efecto sobre el sistema-mundo al mismo tiempo que sobre la estructura-mundo (de clase), es porque se enfrentan a la misma potencia lógica abstracta del capitalismo estatalmente organizado a escala global.

Ellas buscan, naturalmente, apoyo en una comunidad política global. Es aquí que se afianza, poco a poco consciente de ella misma, la ciudadanía mundial concreta.

A decir verdad, solo se descifra la estructura estatal mundial (de clase) a partir de su metaestructura, que se expresa en lo adelante —y se esconde, esconde su instrumentalidad— en un discurso de Estado-mundo. El hegemón imperialista no puede hablar más de “enemigo”: solo puede hablar de “terroristas”, fuera de la ley del Estado-mundo, un título difícil de hacerse valer en un espacio discursivo común. El colonizador y el colonizado no mantienen el mismo discurso: el discurso colonial no es ideológico; es criptográfico, solo está ahí para ocultar; proclama la desigualdad, solo puede ser refutado con otro discurso. En la era del Estado-mundo, el hegemón imperialista, orquestado por sus epígonos, queda reducido a interpretar la partitura de un discurso comúnmente compartido, discurso de libertad-igualdad-racionalidad en una ciudad común: discurso ideológico, es decir anfibológico, en el que se dice desde lo alto lo que supone que es, y en la base lo que debe ser. Pero este discurso se dirige a sujetos estructurales-sistémicos, que cuando uno los busca en las barriadas de las megalópolis, viven en el seno de una economía-política gobernada por una estatalidad mundial liberal: es en esta donde ellos trabajan, se alimentan y visten, habitan, proyectan y sueñan. Cuando se rebelan, no es solo contra una injusticia sistémica. Piden un orden que reconozca sus derechos humanos, políticos y sociales como humanos, y no solamente como nacionales: en la medida en que ese mundo les pertenece. Cuando ellos se dirigen los unos a los otros, condenados del sistema en lucha sistémica, se presentan en un ágora mediática universal, lugar del Estado-mundo de clase, llamando a sus conciudadanos del mundo en nombre de una posible voluntad común. El destino de la humanidad no es entonces sistémico. Y la ecología, que forma la trama antigua del sistema-mundo, designa desde ahora la frontera de la especie humana como comunidad política.Traducido del francés por: Francisco Gómez
 (Texto tomado de Revista Internacional Marx Ahora, La Habana, Cuba, No. 45, 2018)
 * Por Fernand Braudel (1902-1985), historiador francés que revolucionó la historiografía del siglo xx, al considerar los efectos de la economía y la geografía en la historia total; fue también uno de los miembros más destacados de la Escuela de los Annales. (N. del T.).** La palabra hinterland proviene del idioma alemán, y significa literalmente “tierra posterior” (a una ciudad, un puerto, etc.). En un sentido más amplio al anterior, el término se refiere a la esfera de influencia de un asentamiento. Es el área para la cual el asentamiento central es el nexo comercial. Es también conceptualizado como espacio de crecimiento. (N. del T.)***Talcott Parsons (1902-1979) fue un sociólogo estadounidense de la tradición clásica de la sociología, mejor conocido por su teoría de la acción social y su enfoque estructural-funcionalista. (N. del T.)**** Carl Schmitt 1888-1985) fue un jurista, publicista y filósofo jurídico alemán, adscrito a la escuela del llamado realismo político, lo mismo que a la teoría del orden jurídico. (N. del T.).***** Hannah Arendt (1906-1975), filósofa política alemana. (N. del T.).


Notas:
[1] En el presente ensayo vuelvo sobre un tema que recorre mi libro, L’État-monde (El Estado-mundo), Puf, París, 2011, en el que se hallará la bibliografía que no es posible relacionar aquí.
[2] Él introdujo este concepto en The Modern World-System (El sistema-mundo moderno), Academic Press, Nueva York/Londres, 1974, t. I. Tra-ducción francesa: Capitalisme et économie-monde, 1450-1640 (Capitalismo y economía-mundo 1450- 1640), Flammarion, 1980.
[3]  Ver principalmente André Gunder Frank y Barry K. Gills (eds.): The World System: Five hundred years or five thousand? (El sistema-mundo: ¿quinientos años, o cinco mil?), Routledge, Londres, 1993.
[4] Ver Kenneth Pomeranz: Une grande divergence —La Chine, l’Europe et la construction de l’économie mondiale (Una gran divergencia— China, Europa y la construcción de la economía mundial), Albin Michel, París, 2010 [2000].
[5] Ver la última obra de Giovanni Arrigui, Adam Smith à Pékin (Adam Smith en Beijing), Max Millo, París, 2009 [2007].
[6] Ver la última obra de Giovanni Arrigui, Adam Smith à Pékin (Adam Smith en Beijing), Max Millo, París, 2009 [2007].
[7] El cuadrado metaestructural: bipolaridad y bi¬facialidad.
[8] Esto, en respuesta a una pregunta que me hace Étienne Balibar en su crítica de mi libro, en Actuel Marx, no. 52, 2012, pp. 205-206.
[9] Se encontrarán cientos de ejemplos en Beaujard Philippe, Berger Laurent, Norel Philippe (dir.): Histoire Globale, Mondialisation et Capitalisme, La Découverte, París, 2009; o en Boucheron Patrick (dir.): Le Monde en 1500, Fayard, París, 2009.
[10] Ver Le Nomos de la terre, PUF, París, 2001 [1988], principalmente pp. 83 y ss.
[11] Ver L’Imperialisme, Seuil, París, 1982 [1951].
[12] Métaphysique des Moeurs (Metafísica de las costumbres), Primera Parte, Doctrine du droit (Doctrina del Derecho), Flammarion, París, 1979, principalmente los artículos 13 y 15.
[13] Insisto en el hecho de que la argumentación presentada aquí sigue siendo muy fragmentaria, y por ello simplemente sugerente, subrayando algu¬nos puntos destacados. Solo puedo reenviar a El Estado-mundo, ob. cit., nota 1 supra, donde se les desarrolla sistemáticamente.
14] Toni Negri opera de manera semejante a partir de una tendencia a la intelectualización del trabajo (ver, entre otras, Multitude, La Découverte, París, 2004, pp. 174-186).
[15] Sur la reproducción (Sobre la reproducción), PUF, París, 1995, pp. 111-113.
[16] Saskia Sassen: Critique de l’État, Territoire, Autorité et Droits de l’époque médiévale à nos jours (Crítica del Estado, Territorio, Autoridad y Derecho Diplomático desde la era medieval hasta nuestros días), Demopolis, Le Monde Diplomatique, París 2009 [2006].
[17] Benedict Anderson: L’Imaginaire national (El imaginario nacional), La Découverte, París, 1996 [1983] ; Eric Hobsbawm, Nations et nationalisme depuis 1780 (Naciones y nacionalismo desde 1780), París, Gallimard, 1992 [1990].