El nuevo día de la “literatura testimonial”

Rafael Grillo
26/1/2017

“A los 86 años Emiliano Zuleta Baquero conoció el aburrimiento.

Ocurrió en septiembre de 1998, cuando sus problemas cardíacos lo forzaron a marcharse del pueblo de Urumita para la ciudad de Valledupar.

La mudanza fue ordenada por sus cardiólogos, con el argumento de que en Valledupar era más fácil controlarle la salud. Antes de venirse para acá, dice Zuleta, había sentido el dolor y la tristeza, jamás el tedio.

—Uno se aguanta el dolor y tarde o temprano lo supera —advierte—, pero esto de ahora es lo peor. Yo creo que es mejor morirse que estar aburrido”.
 


Alberto Salcedo Ramos. Foto: Internet

Así despierta la pluma embrujada de Alberto Salcedo Ramos a la hora del recuento de la vida de un famoso cantante colombiano de música vallenata, en “El testamento del Viejo Mile”, publicado en la revista El Malpensante y ganador del Premio Nuevo Periodismo CEMEX+FNPI 2004. Nacido en Barranquilla, 1963, además de explorar en la cultura popular de su país, ha narrado la trayectoria de una celebridad deportiva nacional (“La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé”), sucesos de crónica roja (“Cita a ciegas con la muerte”), las vicisitudes que afronta un niño del entorno rural para asistir a la escuela (“La travesía de Wikdi”) y hasta su propia vivencia espeluznante como objeto de un secuestro (“La víctima del paseo”); y ello le ha valido para agenciarse una sólida reputación de periodista con dotes de “cronista” en el contexto latinoamericano y mundial. En cambio, nunca lo tildan de autor de “testimonio”, y Casa de las Américas acaba de invitarlo para ser jurado de su concurso de 2017 en el acápite de Literatura Testimonial.

Esto sucede porque a la clasificación genérica de “literatura testimonial”, debe considerársele solapada bajo otras etiquetas con un uso más extendido, como es el caso de “crónica” (denominación preferida en Latinoamérica), New Journalism (creada por Tom Wolfe para su conocida antología de 1971), Literary Journalism (surgida en EE.UU. durante las últimas décadas del siglo XIX) y “periodismo narrativo” (calificación reciente y bastante apreciada en el entorno académico), convivientes junto a otras de significado afín: “ficciones (o relatos) reales”, literature of reality, faction (neologismo que funde las palabras fact —hecho— y fiction —ficción—) y non fiction novels (o “novelas sin ficción”).

Todas ellas intentan resumir las cualidades que serían la esencia misma de una forma de escritura que reclama la autonomía de un género propio: su carácter híbrido, el interés de “narrar la realidad”, de “hacer la historia del presente” (materia prima del periodismo), con la estructura dramática, técnicas narrativas y voluntad estilística comúnmente asociadas a la literatura de imaginación; aunque no con la intención de adornar la realidad o manipular e inventar hechos, vulnerando así la ética tradicional del oficio periodístico, sino con la de permanecer fieles a la “verdad fáctica”, pero con el añadido de comprometer emocionalmente al lector y de buscar una identificación con los dramas de la sociedad contemporánea acaso más profunda que la que pudiera conseguirse con el frío apego a las cifras y un reflejo cronológico y escueto de los acontecimientos cotidianos.

Un rasgo que tipifica a este género es la “humanización” de ese retrato de la actualidad mediante el otorgamiento del protagonismo a las personas involucradas y, además, la predilección por escuchar “la voz de los sin voz”

Un rasgo que tipifica a este género es la “humanización” de ese retrato de la actualidad mediante el otorgamiento del protagonismo a las personas involucradas y, además, la predilección por escuchar “la voz de los sin voz”, de los desposeídos y marginales, de esos sectores sociales, movimientos políticos y credos ideológicos, etnias y estratos culturales, que son aplastados por el poder político y silenciados por los consorcios mediáticos. También le asiste una pasión por el detalle y el regusto en la indagación concienzuda y exhaustiva, que convierte a sus cultivadores en una suerte de investigadores sociales, si bien más con la vocación del literato, entregado a lo cualitativo, al trasfondo psicológico y filosófico, a la belleza del texto resultante, que a la del científico, empeñado en un resultado cuantitativo, en la presunta neutralidad del método y la asepsia del discurso.

Las características citadas se pueden encontrar en el tipo de libros que han sido premiados bajo la consigna de “Testimonio” en el concurso Casa de las Américas, desde que se adicionó esta categoría en 1970, a instancias —según se ha dicho— del escritor uruguayo Ángel Rama. El primero fue otorgado a María Esther Gilio por La guerrilla tupamara; y en convocatorias posteriores, a autores como Eduardo Galeano, por Días y noches de amor y de guerra (1978), y el cubano Fernando Pérez, con Corresponsales de guerra (1982). Pero cabría aclarar que tanto el nacimiento como la pervivencia hasta la fecha actual de esa peculiar marca llamada “Literatura Testimonial”, se deben al resultado casi exclusivo de una institución y ese premio que otorga, y del proceso político-social en que esta se ha desenvuelto: la Revolución cubana.


Foto: Internet

Tanto el nacimiento como la pervivencia hasta la fecha actual de esa peculiar marca llamada “Literatura Testimonial”, se deben al resultado casi exclusivo de una institución y ese premio que otorga.

Al respecto, un teórico como Van Dijk consigna la interrelación existente entre los contextos particulares y sus instituciones con aquello que se decide llamar y usar como literatura, cuando asegura que: “La identificación de un discurso literario depende en última instancia de las funciones socioculturales de este tipo de discurso”. Luego, el reconocimiento de la existencia de “dispositivos institucionales de construcción de lo literario” permite atribuirle a Casa de las Américas la paternidad e instrumentalización, así como la formalización y legitimación alrededor de su premio, de la “Literatura Testimonial”, a través de la publicación y distribución de esos libros dentro de la configuración total de un circuito de producción, circulación y reconocimiento, gestado en medio del escenario mayor de la Revolución cubana, en cuanto fenómeno político y cultural específico, que ha sido favorecedor de este propósito.

Sin embargo, es preciso insistir en un punto: lo anterior no significa en modo alguno que este tipo de producción literaria “le pertenezca” a Casa de las Américas. En el propio contexto latinoamericano hubo un antes; lo rastrea magistralmente Susana Rotker en Invención de la crónica, desde los tiempos del “descubrimiento” y conquista con los relatos de los llamados “Cronistas de Indias” que dan cuenta del Nuevo Mundo; su continuidad en los escritores del Modernismo (José Martí, Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera, César Vallejo), que fueron los “hombres de letras” destinados a darle forma al periodismo de los países latinoamericanos; hasta llegar al siglo XX y su encadenamiento con los nombres de Pablo de la Torriente Brau, Alejo Carpentier, Miguel Ángel Asturias, Martín Luis Guzmán, Carlos Monsivais; y el esplendor conseguido a partir de los años 50, con la incorporación de Gabriel García Márquez y su Relato de un náufrago, y de Rodolfo Walsh con Operación Masacre. Mientras que, en el presente, ha pasado el batón a manos de los argentinos Martín Caparrós y Leila Guerriero, los mexicanos Juan Villoro y Alejandro Almazán, el salvadoreño Carlos Martínez, el colombiano Alberto Salcedo Ramos, el peruano Julio Villanueva Chang, los chilenos Juan Pablo Meneses y Patricio Fernández, entre otros muchos, amparados por el florecimiento de revistas (El Malpensante, Gatopardo, Etiqueta Negra) y el empeño educativo de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI), creada por iniciativa de García Márquez.
 


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En el caso cubano, durante los años posteriores a la revolución destacó la labor del colectivo de la revista Cuba y la impronta de Miguel Barnet (Biografía de un cimarrón), Enrique Cirules (Conversación con el último norteamericano) y Jaime Saruski (La aventura de los suecos en Cuba); ocurrió un auge en los 80, donde se distinguiría Leonardo Padura; y tras el bajón por la crisis económica de los 90, el despertar paulatino de una nueva generación de “cronistas”, apoyado desde una revista emblemática (El Caimán Barbudo) y la nueva ola de las publicaciones alternativas.

Análoga ha sido la historia en otro escenario proclive a desarrollar esta forma literaria, el estadounidense, que, según Robert S. Boynton en el libro The New New Journalism. Conversations with America's Best Non Fiction Writers on Their Craft, ya contaba con precursores (Stephen Crane, Lincoln Steffens, Mark Twain) hacia finales del XIX y tuvo seguidores en la primera mitad del XX (siendo connotado Ernest Hemingway y sus reportes de la Guerra Civil Española; o John Hershey con Hiroshima); un criterio que va en contra de la supuesta novedad enarbolada por Tom Wolfe y el movimiento del New Journalism, que quiso él mismo encabezar con sus reportajes sobre la contracultura (Ponche de ácido lisérgico) y se rodeó de Truman Capote (A sangre fría), Norman Mailer (Los ejércitos de la noche) y Gay Talese (Honrarás a tu padre). Para Boynton, esa línea genealógica trasciende en autores modernos (John Krakauer, Ted Conover, Susan Orlean, Jonathan Harr) e, incluso, tiende a convertirse en un vector predominante en las letras contemporáneas.

No en balde, Michael Lewis (reconocido por El póker del mentiroso y La gran apuesta, libros con el trasfondo de los “lobos de Wall Street”) afirma: “Considerando que los periodistas una vez se sintieron insignificantes ante la novela, nosotros ahora vivimos en una época en la que el novelista vive en un estado de angustia con respecto a la no ficción”; al tiempo que hay augures profetizando que el nuevo Boom de las letras latinoamericanas ocurrirá en la vertiente del periodismo narrativo.

Parece que hasta la Academia sueca tomó nota de ello, puesto que concedió su Premio Nobel de Literatura 2015 a la autora de Voces de Chernobil y La guerra tiene nombre de mujer, Svetlana Alexievich, cultivadora de lo que ella llama “novelas de voces” (otro modo de nombrar lo mismo). El sagaz Hollywood tampoco pierde oportunidad de hacer películas a las que colgar el membrete Based in true events. De modo que en este minuto cabe, quizá, preguntarse si “Literatura Testimonial” es la etiqueta que Casa de las Américas deberá mantener, o si le tocaría revisarla, pero sí no albergar dudas de que “cuentos de la realidad” habrán para rato.