El origen de la poesía

Noel Alejandro Nápoles González
11/4/2019

…las palabras fueron mágicas en un principio
y son devueltas a la magia por la poesía…

Jorge Luis Borges

 

I

Se suele pensar que la poesía es sobreabundancia de la palabra, cuando en realidad sucede lo contrario: la poesía surge allí donde la palabra se revela impotente ante la realidad portentosa. Cuando no se tiene a la mano el vocablo “mariposa”, ¿cómo llamarla sino “flor que vuela”? Cuando queremos expresar la experiencia de “meditar”, ¿por qué no decir que “nos sentamos a volar”? El lenguaje crea, por sí mismo, la poesía. En chino, si combinamos los signos “paja de cereal” con “fuego”, creamos el concepto de “otoño” y, si combinamos éste con el signo de “corazón”, tenemos el de “tristeza. La tristeza es otoño en el corazón: ¿se quiere una metáfora más hermosa? El lenguaje es poesía.

En su origen, la poesía es basta pero sincera, ingenua pero auténtica.
Foto: Internet

 

En su origen, la poesía es basta pero sincera, ingenua pero auténtica. Luego, poco a poco, se va enredando, complejizando, como la propia existencia humana. El hombre es su poesía, y lo es a tal punto que se puede afirmar que la poesía es un producto humano tanto como el hombre es una consecuencia poética.

¿Qué voz tenían mis ancestros? ¿Qué lengua hablaban? ¿Qué poesía cantaban, recitaban, escribían? Da vértigo saber que, tras cada uno de nosotros, hay unas cuarenta mil generaciones. La evolución completa sobrevive en cada uno de nosotros. En mí, están todas las pieles, todas las lenguas, todos los hombres. Soy un fractal de la humanidad, una Babel que olvidó sus lenguas, una piel que oculta un arcoiris. De un modo que la genética delata, toda la humanidad me habita, sólo que mi pequeñez no es capaz de su grandeza.

II

Basta encontrar la Antología de la literatura oral (Biblioteca Básica Universal, Buenos Aires, 1971) para revivir en uno estos fantasmas. En la nota introductoria a este librito, Estela dos Santos advierte que esta recopilación descansa en dos traiciones inevitables: la de convertir en texto la tradición oral, cosa que implica trocar el sonido en signo; la de traducir una lengua ancestral al castellano moderno, hecho que significa modificar el sentido, el ritmo, la rima. Pero aun así vale el intento, sobre todo si contribuye a devolverle al poema su forma cantada. Porque, dice dos Santos, que “o la poesía vuelve a ser canto, o, quizás, la poesía muere”.

En este volumen, a pesar de su modesta hechura, se reúnen poemas y cuentos de Sudáfrica, de los bataks de Sumatra, de los mangaias de la Polinesia, de los maoríes de Nueva Zelandia, de los canacos de Nueva Guinea, de los ewes del África occidental, de los ashantis de Ghana, de los abaluyias de Kenia, de los winebagos y de los ojibwas de la América del Norte, de los antiguos yugoslavos, islandeses, estonios y españoles. El amor, la muerte, los dioses, el mar, todos los grandes temas de la humanidad aparecen aquí, a la manera de interrogantes sin respuesta, de angustias sin alivio.

Lo primero que encontramos es la leyenda de la anciana que buscaba a Dios. Es del Norte de la antigua Rhodesia y en ella a Dios se le llama Leza El Acosador. Resulta que cierta mujer, a lo largo de su vida, sufrió la dura experiencia de perder, uno a uno, a todos sus seres queridos, padres y hermanos, esposo e hijos. Su existencia parecía un castigo porque todos morían menos ella. Un día decidió ir a ver a El Acosador Leza y pedirle una explicación por tanto sufrimiento. Pensó hallarlo en el cielo pero no lo alcanzó; creyó encontrarlo en los confines del mundo pero no llegó. Dios siempre parecía estar un tanto más allá. Fatigada, llegó un día a cierto sitio donde alguien le preguntó el motivo de su búsqueda insaciable. Luego de escuchar su queja, ese alguien le respondió:

—Nada te ha sucedido que no le haya sucedido a otros. Traemos a Dios sentado en las espaldas, y no hay manera de que podamos sacudirlo.

Un cuento winebago, que es una tribu de la América del Norte, narra la siguiente historia. Un padre sentó a su único hijo y le dijo:

—Debes saber que estás solo en el mundo. Sólo los espíritus pueden protegerte.

El joven, preocupado, decidió ayunar para ganarse el favor de los espíritus protectores. Ayunó, y recibió el don de matar al enemigo. Ayunó, y recibió el don de la longevidad. Ayunó, y recibió el don de resucitar a los muertos. Llegado a este punto, los espíritus le aconsejaron dejar de ayunar. Pero el joven, temeroso de la muerte, siguió esforzándose para ser inmortal. Ayunó y ayunó, hasta que murió. Pasó el tiempo y, al cabo de los años, el padre no hallaba consuelo. Por eso un día, ante la sepultura de su hijo, increpó a los espíritus. Entonces éstos le señalaron el árbol que había crecido al pie de la tumba. El anciano suspiró y se retiró aliviado. Había comprendido la metamorfosis: ahora su hijo era un árbol, y sólo los árboles viven por siempre.

Un canto polinesio que habla sobre el atrevimiento de afrontar la aventura dice así:

Al horizonte que siempre se aleja,
al horizonte que siempre se acerca,
al horizonte que inspira dudas,
al horizonte que infunde temor,
al horizonte de poder desconocido,
al horizonte hasta ahora no traspasado.
El cielo sombrío arriba,
el mar enfurecido abajo,
se oponen a la senda nunca hollada
que nuestro barco debe seguir.

Alcanzo lo que está en el horizonte pero no al horizonte, porque éste siempre salta más allá y se mantiene equidistante. No es un límite del paisaje sino la frontera de mis ojos. Sin embargo, me consuelo pensando que tampoco él  puede alcanzarme, porque yo también soy su horizonte.

Dios detrás, el horizonte delante, entre ambos andamos, sin escapar de uno, sin alcanzar al otro, cual si fuésemos un quizás entre dos jamases.

III

El hombre antiguo reverenciaba a la Naturaleza; el medieval temía a Dios. El hombre moderno, en cambio, ha sustituido ambos sentimientos por una arrogancia ridícula, que lo coloca, en cuanto a respeto, por debajo de sus predecesores. Con total desparpajo e ignorancia ha separado a la naturaleza del hombre, al propio hombre de su prójimo y al espíritu de la materia. Y ¿qué es la materia sino un concepto?, ¿dónde se encuentra uno sino en el otro?, ¿qué es el hombre sino naturaleza? La modernidad desvanece todo lo sólido en el aire porque convierte la cópula en disyuntiva. Así ha terminado separando al hombre de la naturaleza, de sus semejantes y de su propia espiritualidad. ¿Por qué? Porque el auge de la tecnología moderna crea la ilusión de una realidad otra, de un mundo fundado por el ser humano, capaz de dominar a la Madre Naturaleza. Olvidamos que el único modo de reinar sobre las leyes naturales es ser su esclavo. Para colmo, el lenguaje bendice esta separación metafísica pues, por ejemplo, dice mente o cuerpo cuando en realidad debiera decir cuerpo y mente. ¿Acaso no hay un pueblo que habla de “sentipensamiento”? ¿Acaso no nos ha enseñado la teoría cuántica que la luz es onda y partícula al mismo tiempo? ¿Acaso la medicina no define hoy la salud como un equilibrio biosicosocial? Cuando la modernidad recupere el sentido esencialmente relacional de la realidad, se habrá superado a sí misma.

A tal punto llega la alienación del hombre moderno, que muchos niegan que la poesía pueda cambiar el mundo. Mientras la cabeza sea parte del cuerpo y el cuerpo sea parte del mundo, la poesía que cambia las ideas cambiará el mundo. El hombre tiene la estatura de sus preguntas y el valor de sus respuestas. 

Venga la poesía del origen a revivir los nexos. Venga la voz profunda de los tiempos a hacer que el hombre vuelva a ser uno consigo mismo, con el otro, con el todo. Para que nazca una flor, siempre hará falta el universo.