El poeta querría ser

Ricardo Riverón Rojas
22/7/2019

Si la poesía conversa con más de una generación, más que poesía es aliento, luz para la ruta con que intentamos llevar la vida al sitio que le corresponde. Formado en los claroscuros de los días previos al triunfo de la Revolución, hijo de una generación que nos habla —casi sin voz física ya— desde la terquedad de la poesía y el rigor de la fértil academia, Roberto Fernández Retamar transitó, como el más común de los vivientes, ese derrotero donde murmullos y estruendos definen, con palabras y otras magias, la grandeza de este país que se llama Cuba y se llama también Humanidad.

 
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Acaba de morir un hombre que escribió para sus contemporáneos, seres humanos de todos los tiempos. Su poesía es su mejor autorretrato, aunque tantas veces hablara de terceros, de realizaciones, de sueños, para todos vueltos a inventar mil veces. Esa poesía que es coloquio, consejo, lección, pero también grito para reparar injusticias brotaba de su espíritu como mismo brota la mañana por el este.

Aquel que fue uno de los más lúcidos y reconocidos pensadores de esta época: poeta, ensayista, revolucionario, hombre de su circunstancia, americano cabal, nunca se ungió con su condición de elegido; por el contrario, hombre fundido al destino de todos los hombres, confesó: Este poeta delicado /Querría ser aquel comandante /Que querría ser aquel filósofo /Que querría ser aquel dirigente /Que guarda en una gaveta con llave /Los versos que escribe de noche.

Su poesía, leída con atención, describe un itinerario de vida, que es también un expediente de luchas. Elegía como un himno, Con las mismas manos, Que veremos arder, Circunstancia de poesía, Juana y otros poemas personales, Aquí, y todos los otros libros que no menciono, configuran, como todo itinerario auténtico, el testimonio de una sensibilidad que supo mirar al mundo “con los mismos ojos” de todo un pueblo que tiene conciencia de sí mismo.

Pocos, solo los dueños de un alma coherente e integradora, lograron sumarle a su proyecto poético, que era también político, la grandeza ontológica de los anhelos humanos, más allá de credos y diferendos: Que mientras quede un hombre muerto, nadie/Se quede vivo. /Pongámonos todos a morir, /Aunque sea despacito, /Hasta que se repare esa injusticia.

Consciente de lo efímero, al amor por la vida sumó la certeza de la muerte, denunció su crueldad, le reconoció su condición de estrado para justificar la existencia:

¡Qué extrañamente pierde un hombre la carne que decíanle sus espejos,

cómo sus ojos, los amantes de la luz, son clausurados,

Y la ambiciosa cara en que volaban, como pájaros, besos,

Y la boca sonora donde quería perecer el agua,

Y el cuerpo a que la noche se abrazaba, turbulenta y feliz!

Esa piel que fue un hombre es cierto que ha gustado

De fecundar la tierra, de pronunciar a toda voz palabras como sueño

O hermano o quiero ser feliz u hogar o porvenir.

Es cierto que ha manchado el inocente cristal

Con violentas canciones y con flores que huyeron de la manos,

Y también con una voz agolpada y militante.

Pero mirad: no había otro amor en el deshabitado pecho

Que dar un sitio al sol, un lugar fresco a las espigas,

Una casa a su vida, un pan, un limpio vaso.

Tuve el privilegio de estrechar su mano, de que conversáramos, de editarle un libro, de leerlo siempre, desde mi lejana juventud hasta hoy mismo. Me distinguió con su aprecio y su cortesía de siempre. Pude hasta visitarlo en su casa, en estos difíciles últimos tiempos en que su mente no perdió un ápice de lucidez.

Sin Roberto Fernández Retamar estaremos más solos y desamparados en el afán por hallarle a la poesía su vínculo con la vida y la justicia: nosotros, los normales, esos seres extraños. Ojalá pudiera respondernos cuando le preguntemos a Calíope ¿Y Fernández? Que descanse el amigo, el poeta nunca parará.