El reguetón a contraluz martiana

José Ángel Téllez Villalón
28/5/2019

Lo busco en no pocas noches, en aciagas derivas y debates. Lo comparto siempre que puedo. Entre los mejores que hallé para describir la cultura de masas, frenética y anonadadora que resistimos hoy y que expresa con el reguetón y el trap sus signos más nítidos.

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“Lo que asombra allí es el tamaño, la cantidad, el resultado súbito de la actividad humana, esa inmensa válvula de placer abierta a un pueblo inmenso (…), ese cambio de forma, esa febril rivalidad de la riqueza (…), esa expansividad anonadadora e incontrastable, firme y frenética (…)”.

Un párrafo iluminador, incluido en la crónica “Coney Island” escrito en 1881, entre tantos otros del imprescindible resplandor martiano. Un zoom conceptual al “fluir urbano y disolución del par”, a “esa vida de cartón y gacetilla”, artificiosa, antinatural que tanto reprobó José Martí. Los teatros, más que divertir, fatigan; el arte se resquebraja ante el creciente mercantilismo, apuntó tiempo después.

Nacía y ya lo percibía el preclaro pensador cubano. ¡Cuánto desconecta, confunde y aniquila la proyección cultural de esa máquina montada por el capitalismo, “más hambrienta que la que puede satisfacer el universo ahíto de productos”!

Una válvula de placer ingenierilmente construida para subordinar a la mayoría. Por persuasores como Joseph S. Nye, uno de los teóricos del softpower, quien lo resume como “la habilidad de obtener lo que quieres a través de la atracción, antes que a través de la coerción o de las recompensas”. El poder radica en la atracción y en la seducción, defiende el asesor de presidentes y empresarios.

“La música —consideraba Martí— es más bella que la poesía, porque las notas son menos limitadas que las rimas” y “el sonido tiene más variantes que el color”. ¿Y no es acaso la reiteración de lo “exitoso” en términos comerciales, una de las características de este género urbano? ¿No devienen camisas de fuerza y arbitrariedades estas fórmulas? ¿No “sofoca y envenena los sentimientos” el mismo tema romántico-eyaculador y el onomatopéyico popopo de Chocolate y sus copiadores? ¿Qué sensaciones nuevas y enriquecedoras puede despertar —como ha señalado el músico y youtuber Aldo Narejo— la repetición de las mismas secuencias de acordes, de la fórmula del DoM, ReM y MIm?

El reguetón como negocio no consigue que el hombre se “reconquiste a sí mismo”, ni derrumba arbitrariedades ni acelera “el despertar de sus sentidos”. Tampoco lo hacen los videoclips que promueve el género. Reproducen un consumidor que gusta de lo light, banal, epidérmico.

Y no es que lo queramos como ladrillos grises y toscos. Para el Maestro, “la naturaleza humana y, sobre todo, las naturalezas americanas necesitan que lo que se presente a su razón tenga algún carácter imaginativo; (…) han menester que cierta forma brillante envuelva lo que es en esencia árido y grave. No es que las naturalezas americanas rechacen la profundidad; es que necesitan ir por un camino brillante hacia ella”.

Ostentar es uno de los subproductos de la “cultura del tener” producida y reproducida por las industrias culturales hegemónicas. Y nada como el oro, macizas cadenas doradas, para conseguir ser adorados por las masas. Para convertir a los músicos en fetiches. El “bling-bling” o “blinblineo” es uno de los signos predominantes en la proyección escénica y comportamental de la gran mayoría de los exponentes del reguetón en Puerto Rico, Panamá o los EE. UU., también el reguetón que se hace en Cuba. Y no es de extrañar, para la mayoría, más que un arte, el género es un negocio, una forma de hacerse famosos y ostentar, en La Habana o en Miami.

Para el Maestro, vivir exclusivamente para el alboreo de la fortuna “puede desembocar en el desnudo y formidable apetito de poseer, envilecedor en los hombres cultos, y tremendo en los ignorantes”. Que “el trabajo sea alimento, y no modo enfermizo y agitado de ganar fortuna” y que la vida vaya encaminada “más a hacer oro para la mente que para las arcas”, eran prédicas de quien colocaba a la música en el altar más alto de las artes.

Tales carreras por dinero y fama eran, en opinión de Martí, perniciosas para las sociedades, en tanto devienen “el cauce abierto y fácil, la gran tentación, la satisfacción de las necesidades sin el esfuerzo original que desata y desenvuelve al hombre, y lo cría, por el respeto a los que padecen y producen como él”. Tales desconexiones con lo esencialmente humano producen músicos y consumidores incompletos, dóciles al establecido orden de desigualdad y exclusión.

“Yo no sé por qué fuerza de mi espíritu me alejo con una invencible repugnancia de las cosas doradas: —viene siempre con ellas a mi memoria la idea de falsedad y de miserias ajenas”. Para Martí, en este mundo, “no hay más que una raza inferior; la de los que consultan, antes que todo, su propio interés, bien sea el de su vanidad o el de su soberbia, o el de su peculio”.

Marx llamó a esta victoria del valor de cambio sobre el valor de uso “fetichismo de las mercancías” y la consideró como un mundo puesto de cabeza, en el cual los productos adquirían “vida” y se transformaban en amos de sus productores.

La música como mercancía y los músicos como marcas, devienen así instrumentos eficaces para generar efervescencias sociales. Para maximizar el capital subjetivo de los poderosos.

La inmensa mayoría de los videoclips de reguetón —incluidos los hechos en casa— reproducen estos patrones; las relaciones con el poder hegemónico y las formas de pensar de los sujetos que lo producen y financian. Sus seductoras imágenes inducen apetencias y orientaciones conductuales, que se constituyen en “ruidos” o lastres para la construcción de una cultura inclusiva, anticapitalista y anticolonial. No por gusto los reguetoneros en Miami tienen como padrino a un antisocialista como Emilio Estefan. Los instrumentalizan para la transición cultural de lo popular a lo vulgar, del barrio a la cueva. 

Porque, como advirtiese Adorno, si bien la cultura “había contribuido a domar los instintos revolucionarios”, la cultura industrializada consigue algo más, “enseña e inculca la condición necesaria para tolerar la vida despiadada”. Se acepta como natural el capitalismo y como proyecto fallido e inviable el socialismo.

Gozar y divertirse se establece como antídoto al pensar y resistir. Es el “nada haremos” de Nemo, el epidérmico “Jacuna Matata” de Pombo o “la vida es un carnaval” de Celia Cruz. Bajo el que se esconde la impotencia, la fuga no de la “realidad mala”, sino la fuga “respecto al último pensamiento de resistencia que la realidad puede haber dejado aún”, como también señalara Adorno.

Estrategia dicha más claramente por Allen Welsh Dulles, director de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) entre 1953 y 1961, en su libro The Craft of Intelligence (El arte de la Inteligencia):

“Deshabituaremos a los artistas, les quitaremos las ganas de dedicarse al arte, a la investigación de los procesos que se desarrollan en el interior de la sociedad. Literatura, cine, teatro, deberán reflejar y enaltecer los más bajos sentimientos humanos. Apoyaremos y encumbraremos por todos los medios a los denominados artistas que comenzarán a sembrar e inculcar en la conciencia humana el culto del sexo, de la violencia, el sadismo, la traición. En una palabra: cualquier tipo de inmoralidad. (…) La honradez y la honestidad serán ridiculizadas [como] innecesarias y convertidas en un vestigio del pasado. (…) Haremos parecer chabacanos los fundamentos de la moralidad, destruyéndolos. Nuestra principal apuesta será la juventud. La corromperemos, desmoralizaremos, pervertiremos (…)”.

De ahí el batallar martiano contra todo lo artificioso y lo que separe a los humanos del ordenamiento natural; contra la fragmentación a que lo expone “esa expansividad anonadadora” que adivinaba en la incipiente cultura de masas. Por una cultura autóctona y mestiza, como condición de la libertad plena y complemento vital de la condición humana. Por una música que “exprese y sienta, no hueca y aparatosa: música en que se vea a un pueblo, o todo un hombre, y hombre nuevo y superior”.