I

Cuando yo vine a este mundo el son ya estaba ahí. Era la música de mis mayores e incluso formaba parte de mi familia. Sí. Así como lo cuento. En mi familia hubo y había soneros. Algunos con un fuerte vínculo genético, otros emparentados —“enconsortados” diría cierto poeta— por la vida, y no olvidemos los colaterales.

Hubo otras maneras en que el son llegó a mi vida. Los discos, la radio y la imagen de mi madre cantando alguno de ellos teniendo como micrófono bien el palo de la escoba o el trapeador. Debo confesar que ella no aprendió nunca a bailarlo como sus hermanos, hermanas y primos, pero cuando cantaba lo hacía con alma y sentimiento.

La radio, lo mismo que para muchos de mi generación, fue mi primera ventana a la música, y la fuente de nuestras primeras payasadas. Todos querían que el nene bailara al compás de una música que no entendía, pero cómo protestar desde la comodidad de una cuna.

Después se crece. Entonces, aunque no entiendes aún la connotación cultural de esa música —el son en este caso—, ella te sigue acompañando. Esta vez se suman los discos que atesora la familia y que cada domingo en la mañana —ritual que el tiempo apagó— tus padres practican. Acto de fe musical. Primera expresión de un sacerdocio musical que te acompañará el resto de tu vida.

Benny Moré

Repites involuntariamente los primeros nombres. Llegas a pensar que Abelardo Barroso es un tío al que se le reserva un lugar en la mesa cada domingo, que el Matamoros es un amigo de la familia que vive en otra ciudad y que el Benny es esa persona que la familia lamenta su ausencia —en su caso la idea de la muerte te llega de modo temprano y no entiendes cómo alguien no puede estar físicamente, pero le escuchas—. Las portadas de los discos tienen en uno el mismo efecto que un álbum de foto familiar. Nadie te las explica.

Otros nombres que están escritos en las portadas de los discos y que la curiosidad te motiva a querer conocerlos; puede que en algún momento del día toquen a la puerta. Eso nunca llega a ocurrir; pero forman parte de tu iniciación a la vida.

Existe una caja mágica en tu casa a la que llaman televisor —o televisión, según lo considere la familia— y en ella ves a muchos de los que están en los discos, les escuchas y hasta oyes hablar de sus aventuras; y desde tu corta o larga edad descubres que no son parte de la familia pero le acompañan. Son más de los que imaginas. Se pueden llamar Pacho Alonso (el “otro novio” de mi madre) o gastarse un sombrero llamado “pachanga”, igual al que usa el tío Diego, y llamarse Miguelito Cuní. Está el caso de aquellos viejitos, vestidos muy doctos para una época en que el blue jeans comienza a imponerse como la moda a seguir, que cantan una música cadenciosa que comienzas a repetir y se resume en una frase que te recuerda a tu abuela: “…suavecito… suavecito es…”; o la que te recuerda el sabor de una comida familiar de domingo que el paso del tiempo te ha de estafar cuando todos a una en la mesa llegan a decir: “…échale salsita…”.

Descubres que hay otros genios además del de la lámpara de Aladino.

II

Ocurre que todo el mundo habla del asunto. Algunos lo hacen desde una posición doctoral, otros apelan a sus vivencias y a las que escucharon de aquellos que han conocido o con quienes compartieron una historia de vida; una (gran) mayoría suele concentrarse en lo que constituye su objetivo fundamental cuando del tema se trata: el goce. Así ha transcurrido hasta el día del hoy la ruta histórica del son cubano.

Sin embargo; vale la pena preguntarse o intentar entender qué ha pasado con el son cubano en los últimos 60 años. Entender cómo ciertos hechos o acontecimientos han impactado, o no, en su evolución, difusión y arraigo más allá de nuestras fronteras.

Si en algo todas las fuentes coinciden es en que el periodo de tiempo que abarca la década de los años 60 el son, como género, mantuvo casi los mismos patrones y elementos estructurales que le habían definido en los años anteriores. Los conjuntos, las charangas, los septetos, sextetos y tríos serán su principal expresión. Tanto en lo conceptual como en lo formal.

“(…) vale la pena preguntarse o intentar entender qué ha pasado con el son cubano en los últimos 60 años”.

A nadie sorprende que las novedades tecnológicas —la fuerza de los instrumentos eléctricos, sobre todo— y la explosión de otras músicas —en especial aquellas que son hijas de la contracultura, como el twist, el gogó, el beat y el rock—, influyeran en que el gusto por el son y otras músicas autóctonas y populares disminuyera.

De alguna manera una parte importante de los jóvenes del momento no se identificó plenamente con ella. Le sonaba vieja y no estaba a la altura de sus intereses culturales y sociales. Era entendible.

Ante aquella realidad, como otras tantas veces, el espíritu innovador y la necesidad de ganar seguidores, impulsó la búsqueda de variantes que acercaran a ese público a la música de sus padres, aunque sus padres no entendieran la música de sus hijos.

En el caso cubano, el primero que logró conectar con aquella generación fue Juan Formell, que en un acto de alquimia y malabares basados en su intuición (olfato le han llamado algunos) encontró la primera piedra filosofal de estos tiempos en materia de música. Y como suele ocurrir en el caso cubano unió a padres e hijos alrededor de su luz.

Juan Formell. Foto: Iván Soca/ Tomada de La Jiribilla

A diferencia de las décadas anteriores no hubo una masificación de su propuesta como ocurrió con el cha cha chá, para citar el movimiento musical que le antecedió. Formell fue el corredor solitario de su propuesta en casi todos los sentidos y carriles.

Las orquestas tipo charangas —formato del que había partido— asumieron aquellos elementos que propuso desde el punto de vista instrumental; pero el Changüí de los años 67, 68 y 69 solo tuvo a la orquesta de Elio Revé como su principal y único cultor. Aquello no fue suficiente para generar un movimiento trascendental para la música en esos años. Se había desatado una carrera por lograr un ritmo —un único ritmo— lo suficientemente novedoso para alcanzar la cima.

De otra parte, el formato del conjunto —alma y semilla del son desde los tiempos de Arsenio Rodríguez— caminaba en su propia dirección en asuntos soneros. No es que se hubiera estancado; por el contrario, ya anunciaba novedades en el mismo momento en que el gran Picallo decidió incorporar un trombón en el Conjunto Roberto Faz para ejecutar aquella cosa maravillosa llamada “Mosaicos”; mientras Rumbavana comenzaba a imponer el talento de un pianista como Joseíto González.

Sin embargo; el tema de que a los jóvenes no les interesara “la música de sus padres” no era exclusivamente un asunto cubano y de su música. Era un fenómeno universal (globalización le llamamos en estos tiempos). Era simplemente que todas las músicas que conocían, a excepción del jazz, estaban diseñadas para convivir en un círculo vicioso; eran presas de sus propias ataduras, de sus límites que, la mar de las veces, no eran compatibles con la filosofía de su tiempo.

Así lo vieron en New York algunos músicos. Y uno de ellos le echó mano a una charanga y se acercó a una parte de los suyos, los de esa comunidad latina que se avergonzaba de algo que no sabía qué era pero que bien podía ser esa música de sus padres. Eddy Palmieri fue, lo mismo que Formell en Cuba, un visionario. Mas no fue el único.

Pero regresemos a Cuba, a esta isla que se debatía entre tradición y una desconocida vanguardia que estaba por emerger.

En ese ir y venir de la música cubana el son no ha sido un extraño. Para unos el Septeto Nacional era cosa de viejos y escuchar a Rumbavana, a un conjunto llamado Los latinos y a otra charanga llamada Ritmo Oriental era estar a tono con estos tiempos. Era insertarse en las dinámicas de los años 70 en este país que se abría desde el Oriente a una música que, desde el son, se extendía por todo el Caribe urbano, que reinventaba el gueto latino en New York y que se alimentaba, además, de otros ritmos de esta zona geográfica.

Elio Reve. Foto: Tomada de Radio Guantánamo

Será la salsa ese modo de hacer que devolverá el orgullo al barrio. Ese microcosmos social al que pertenecen los hombres que aman y viven el son, los que lo hacen y lo maldicen. Para cada barrio existe un son.  

A la salsa la negaremos tres veces; y la comenzaremos a entender en el mismo momento en que Joseíto González nos la comenzó a dosificar en los temas que escribía para ese entonces Adalberto Álvarez, que, lo mismo que Formell en sus comienzos, fue un desconocido.

El son había cambiado y sus seguidores también.

Necesitábamos tradición para poder seguir adelante, para mantener el cordón umbilical que definía musicalmente una zona de la nación, para entender que lo popular en música está más allá de los cánones de la academia y las buenas intenciones de los que se erigen en sus exégetas.

La generación de los incomprendidos, los que negaron a sus padres y su música, comenzaba a entender la importancia de aquello de lo que pretendieron abjurar. Así de sencillo.

Todos vuelven, sentenciaría el poeta, y así ocurrirá con el son para fines del siglo XX. El mercado no podía seguir soportando el arrabal de la salsa, esa presencia constante del barrio, de sus historias, de sus negros, mulatos y blancos, todos mezclados. Tampoco necesitaba el son que desde otra latitud se le proponía. No importa que estuviera mezclado, equilibradamente, con bomba, funk, rumba, jazz y rock. Ese son era una herejía.

Se necesitaba regresar a la tradición. Al mundo ortodoxo con el que se había educado el gusto de muchas multitudes. Se necesitaba un regreso a las raíces, aunque fuera a golpe de leyendas (reales o inventadas).

Y el son salió victorioso. Ofreció, contra la voluntad de García Márquez, una segunda oportunidad en esta tierra a muchos de los que años antes habían sido parte de esa historia y quienes le sucedieron después. Se trataba de reinventar el mito de la música cubana, de una música cubana que se anunciaba en algunas marquesinas como “auténtica”, ignorando —exprofeso— a quienes habían tomado la tradición y la habían adaptado a su tiempo, a sus necesidades espirituales y la proyectaban a los ojos del mundo.

Siempre que se trate de hacer un buen son habrá hombres listos para ello y su sombra proyectará los fantasmas que le alimentan.

III

Dos cosas definen la personalidad de un hombre: las canas o su total ausencia y la música que carga en su memoria. Ellas son el reflejo del tiempo que ha vivido y de sus logros y fracasos. El son es como el fiel de la balanza de nuestras vidas.

Uno escucha los sones de su tiempo y abre la gaveta de los recuerdos y regresa mientras cierra los ojos y se ve en la otra acera de la vida (la del pasado que no perdona) y se sorprende tarareando uno de ellos, el que más le ha impresionado o el primero que le viene a la mente, y en un acto reflejo continúa cantando muchos más hasta que evita que le llamen loco por murmurar esa música, aunque quisiera contagiar a los demás y escuchar el gran coro de la vida.

“Siempre que se trate de hacer un buen son habrá hombres listos para ello y su sombra proyectará los fantasmas que le alimentan”.

Atesora discos, fotos y forja su leyenda, y tras esa leyenda está esa música que le definió y que trata de que sus hijos y sus amigos entiendan. Y menciona nombres que se han perdido en el tiempo y lugares que solo conocen quienes le son contemporáneos.

El homo son vive hoy en las redes sociales y se reinventa su leyenda sonera. Encuentra amigos, conocidos, enemigos, amores y aquellos que se niegan a verle; también ve como se reinventa y reescribe la historia y él no es parte de ella, o su punto de vista se pierde en el mismo momento que se agota el algoritmo. Luego regresa a su soledad; solo que el son y el sonero no son animales solitarios; al contrario, se expresan en multitudes que corean una y otra vez la misma frase y hay una melodía que soporta el juicio del tiempo, de la historia y será escuchada en un tiempo futuro por otro hombre, que está por llegar.

Los discos siguen ahí. Almacenados y cultivando polvo. Las comidas de domingo pertenecen al pasado, lo mismo que aquellos parientes cercanos que formaron parte de la historia del son; a los miembros actuales de la familia los ven como algo que no les pertenece, aunque uno se aferre a ellos, a sus nombres.

Sin embargo, el son se sigue escuchando, escribiendo y bailando. Hay sones que van y vienen sin importar el paso del tiempo, las modas o los adelantos de la ciencia, que sobreviven a las guerras, los desastres naturales y el cambio climático. Son esos sones a los que nos aferramos.

Cuando yo vine a este mundo, alguien escribió un son que no he escuchado aún. Sé que está ahí, esperando su momento y la voz adecuada. Así ha sido por más de un siglo y parece que será por muchos más que el son estará ahí.