El silencio respetuoso me acompañó varios días, aunque el pensamiento no dejó un segundo de mostrarse vivo, inquieto, llameante, portador de un recuerdo que no podrá ser jamás lo que suelen ser los recuerdos, eso, recuerdos. No será cosa del pasado, no estará en la memoria susceptible de perderse, no se anidará en lo que fue, en el ayer. Hablar de un hombre que, por el tiempo, vivió mucho menos de lo que debía, ello atendiendo a su capacidad creadora, nos exige; más que traer al recuerdo, ¡vaya recuerdo!, lo que hizo en su continuo quehacer, en su cotidiana presencia quijotesca, en su estela apasionada y huella imborrable; hablar de lo que nos propone en su sobrevida, de su código ético (que es el de Martí), de su palabra imprescindible en el litigio desatado o en la paz sobrevenida. Hablar de Jorge Lozano es sentir el presente, es estar a la altura del tiempo en que vivimos, es ser coherentes y abanderados de la lucidez.

Cuando él daba uso a su mejor arma, sí, esa que no lo dejó solo nunca, ni aquel 19 de mayo, en su última comparecencia física en la Mesa Redonda, parecía escucharse hablar la tierra, algo que emanaba desde muy adentro, desde el corazón. Foto: Tomada de Radio Rebelde

Lozano es un hombre original, no tiene parecido, siempre creí que no era de este tiempo, o de aquel en el que lo conocí, o de ese en que me he visto crecer y él me vio crecer, y yo, sin embargo, solo podía ver a un hombre que, sin saber su edad, me parecía tan joven como su propio apellido lo presenta. Dicen que tenía 62 años; sin embargo, su imagen, pese a la diabetes que lo golpeó duramente, no se conformaba con esa edad, mucho menos su espíritu. Era un hombre de tal lozanía que, a riesgo de parecer exagerado, muchas veces lo vimos con tal plenitud como si tuviera 26. El alma joven de Lozano nos absorbía y nos llevaba de la mano por senderos que solo él podía transitar con holgura, venciendo obstáculos, guiado por un profundo sentimiento de amor. Y lo vi, sí, llorar un día, un día en que quizás no pudo controlar su emoción, esa que fue fiel escudero para él, sobre todo cuando defendía una postura, un criterio, su criterio que era, para bien de todos, el de la sensatez, el equilibrio, la paz.

Ese día sentí el regaño del padre, del padre espiritual; igual condición me dio como hijo. Era Lozano quien más me criticaba, tuvimos varias polémicas, aunque no lo parezca. Pero al mismo tiempo fue el hombre que más me defendió, parecía un vigía tras mis pasos, me tomó de la mano aquel día en que, por vez primera, me habló del Ángel Rebelde, de los treinta manicatos, de la FEU. Era marzo de 2007, allí, en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana, cumpliría Julio Antonio Mella 104 años. Fue por recomendación de una mujer excepcional que llegué a Lozano. Agradezco infinitamente a la Dra. Ana Cairo que me haya facilitado su número de teléfono porque, según ella, nadie como Lozano podía hablar con más pasión sobre el fundador del primer Partido Comunista de Cuba. Y casi al irnos, allí, en el patio de la Sociedad Cultural José Martí, uno de sus hogares, me dijo con lágrimas en los ojos:

―Hijo, no te preocupes, ya estoy envejeciendo.

―No, profe Lozano, usted no envejece, usted trasmite la fuerza de la juventud. Y hoy se la vuelve a trasmitir a un hijo.

Entonces recordé un concepto (como él solía decir), ese del que tanto habló y explicó; el concepto teórico de Martí Patria es Humanidad. Aquel fragmento, del cual nos propuso un día apropiarnos, en la vida nuestra y en el nombre que comenzaría a tener la máxima distinción del Movimiento Juvenil Martiano: Joven Patria. Fue en enero de 1895, el día 26, periódico Patria. Allí nos dice Martí: “Esto es luz y del sol no se sale. Patria es eso. –Quien lo olvida, vive flojo, y muere mal, sin apoyo ni estima de sí, y sin que los demás lo estimen: quien cumple, goza, y en sus años viejos siente y trasmite la fuerza de la juventud…[1] Pero, ¡qué paradójico el tiempo!; la intensidad con que Lozano vivió, en lo que llamamos su vida física, fue de tal magnitud que los años se acumulaban como si él supiera que no tenía casi tiempo para todo lo que quería y debía hacer, para seguir trasmitiendo la fuerza de la juventud.

El tema de su vida, del que tanto habló, clama por él todo el tiempo. La dignidad humana a la manera martiana era un motivo de satisfacción para Lozano. Lo sentía, lo llevaba en sus entrañas, lo apretaba con tanta fuerza que era imposible romper ese ligamen.

Es Lozano hijo de la hermandad de Ariel, heredero de seres paradigmáticos que nos señalan el camino sin permitirnos ser conducidos. Hace parte Lozano de una pléyade de revolucionarios cuya obra emancipadora es esencial. Era un revolucionario, de los de verdad, de los que vencía siempre los límites de lo posible. Se corrió hacia el rojo, pero su corrimiento no fue extremista sino radical (que no es lo mismo ni se escribe igual). Su condición revolucionaria estuvo en su continua propuesta de cambiar, como nos enseñó Fidel, lo que debía ser cambiado; de criticar lo mal hecho, de ser autocrítico y corregir los desvaríos, de no ser complacientes, de no ser conformistas. Su lealtad reflexiva al Partido es incuestionable, así debía ser un hijo de guiterista, del cual sentía especial orgullo. Era su padre su ejemplo y referente ético fundamental. En Lozano jamás hubo confusión, no podía haberla en un verdadero hijo de la Patria.

Profesor cuyo carácter entero, como Martí, lo hizo asumir una filosofía de vida llamada al sacrificio, al deber, a consagrarse para ver siempre a Cuba hermosa y llena de luz. Lozano también hizo una elección; su gran amigo Martí, en diálogo permanente, lo convidó a creer cuando decía futuro; y él comprendió entonces (con el influjo de Mella) que todo tiempo futuro tenía que ser mejor, y que todo tiempo era corto para hacer. Decir Jorge Lozano es vivir un día sísmico, es encontrarnos en la hora de los hornos y no ver más que la luz. Los años de Lozano son como años llenos de luz; la misma que nos lo presenta inquieto, agudo, noble, ardiente profeta, niño enamorado de los más insospechados detalles. Su memoria prodigiosa nos traslada en el tiempo, nos regresa con alternativas o soluciones (no salomónicas sino lozanianas) a situaciones problémicas o incómodos quebraderos de cabeza.

Cuando él daba uso a su mejor arma, sí, esa que no lo dejó solo nunca, ni aquel 19 de mayo, en su última comparecencia física en la Mesa Redonda, parecía escucharse hablar la tierra, algo que emanaba desde muy adentro, desde el corazón. La palabra de Lozano no era superficial ni epidérmica, era de tal hondura que hoy podemos decir que es uno de los más grandes oradores que ha parido Cuba. El tema de su vida, del que tanto habló, clama por él todo el tiempo. La dignidad humana a la manera martiana era un motivo de satisfacción para Lozano. Lo sentía, lo llevaba en sus entrañas, lo apretaba con tanta fuerza que era imposible romper ese ligamen. De la dignidad habló en la Mesa el pasado 19 de mayo, un día antes de su partida. No nos dimos cuenta, pero ese día se estaba despidiendo como todo un caballero. De quien primero se despidió fue de José Martí en la Fragua, en su Fragua Martiana, frente al preso 113, frente al joven Martí. Y en la preparación de la Mesa pidió a Randy su colaboración para el Centenario de la revista Alma Mater, para el centenario de la FEU.

Ahora, ya han pasado varios meses de aquel fatídico 20 de mayo, siempre Lozano siguiendo a Martí; lo mismo en su natalicio que en su partida física. El silencio, que sigue y seguirá siendo respetuoso, el pensamiento negado al luto, me han dejado escribir. La Mesa fue el reencuentro, también de padre e hijo, pues hacía once años Lozano había pedido a Hart que yo estuviera junto a él en la Mesa dedicada a los aniversarios de los discursos martianos Con todos, y para el bien de todos, y Los Pinos Nuevos. El tiempo nos jugó una mala pasada, al tiempo reclamemos no haberle dado más a un hombre que lo necesitó en esta vida, pero de seguro lo tendrá (y no de sobra) en su sobrevida. Gracias Lozano.


Notas:

[1] José Martí, “En Casa”, Patria, edición 146, Nueva York, enero 26 de 1895, Obras Completas, tomo 5, pp.468-469.

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