Así como después de la tormenta

el guardabosque sale

para saber cuál ácana,

cuál guayacán, cuál ébano

cayó desarraigado por el viento,

así yo me detuve ante su cuerpo,

tronco de ramas frescas, húmedas todavía,

y lloré su caída.

Ahí viene.

Se lo llevan.

Con la fuerte cabeza reclinada

en su guante de pitcher va Dihigo.

El rostro de ceniza (la muerte de los negros)

y los ojos cerrados persiguiendo

una blanca pelota, ya la última.

Silencio.

Callados los amigos. El cortejo

pisa las calles de fieltro.

Ojos enrojecidos miran de las ventanas.

Está hecha de lágrimas la tarde.