Amar (…) es algo más allá de nosotros mismos y algo en nosotros mismos.
Émile Durkheim

En una de las piezas de mi último libro publicado —Todas las patas en el aire, Premio Casa de las Américas de Cuento (2018)— sostuve que los cubanos, poco dados a tener el lagrimal fácil, podemos, sin embargo, tornarnos prolíficos en lágrimas más allá de nuestras costas. Un amigo ha leído por estos días el libro y me ha comentado: “Me emocionó la idea. Coincido, una gran verdad”. Y citó algunas de sus propias experiencias. Los escritores, no obstante, suelen generalizar. Y toda generalización supone cierto grado —mayor o menor— de error, de desvío. Ciertos seres, no importa la nacionalidad, resultan poco sensibles; otros, en cambio, lo son en demasía. En mi caso, lo saben los amigos más cercanos, soy emotivo. Quizá demasiado. “Intenso”, así me han llamado no pocas veces. A la luz del comentario de mi amigo me empeñé en definir, según mis propios hechos y experiencias, aquellas situaciones y acontecimientos en que estando lejos de nuestras costas se me han encimado —impostergables y rotundas— las emociones. Privilegiar las más excelsas. Excelsas para mí. Acorde a lo que me hicieron sentir, a lo que aún siento cuando las recuerdo. Lo hice. Quizá sea catártico escribirlas. Este será, pues, el relato de dos de ellas.

“Ciertos seres, no importa la nacionalidad, resultan poco sensibles; otros, en cambio, lo son en demasía”.

En el verano de 2001 asistí a un Seminario Internacional en Santo Domingo, República Dominicana. Se suele establecer ciertas afinidades en tales cónclaves —afinidades que alguna vez Goethe hubo de llamar electivas. En esa ocasión la afinidad llegó de la mano del más puro azar. Entre el staff de conferenciantes estuvo un experto en Ética, le correspondía extenderse en esa materia, y dispuso la casualidad que fuera también sensei de karate y jiu-jitsu, o sea, dim mak. Se organizó —vaya a saber la causa— una demostración de aquellas artes. Él solicitó un partenaire, en realidad, una víctima para sus peligrosas maniobras, y yo me ofrecí. Eso, supongo, nos hizo afines. Era un hombre de aspecto nórdico —raro en un dominicano—, rostro adusto, de hablar y movimientos pausados, y voz gutural. Desde el día de la demostración lo llamé sensei (maestro), y él, en graciosa retribución, sempai (alumno). Una noche nos fuimos de juerga: a degustar cervezas en un muy clásico colmao. Nos sentamos a la intemperie con el objetivo de huir de la algarabía de la música merengue del local. “Sempai —me dijo—, tengo una casa en la montaña, tiene piscina. Mañana sábado la lleno de chicas desnúas. Te invito”. He de explicar con absoluta sinceridad que no empleó la palabra “chicas”. No. Empleó otra palabra. Peyorativa. Quedé mirándolo. Un sorbo a la cerveza —la maravillosa Presidente dominicana—, un paneo de la mirada y mi respuesta: “Tengo otra propuesta”, repliqué. “¿Otra?”, preguntó. “Sí, una… mejor”. Enarcó las cejas: “¿Mejor que una piscina repleta de ‘chicas’ desnúas?Tampoco ahora “chica” fue la palabra elegida. “Pues sí”, insistí. Sin mirarme siquiera dijo: “Sempai, lo escucho, sorpréndame”. Otra vez un sorbo a la cerveza. Dentro del local Johnny Ventura enloquecía a todos con su ritmo. “Llévame a la casa natal del Generalísimo Máximo Gómez”. Me miró y al menos en aquella ocasión el asombro logró vencer a su cotidiana impasibilidad: “Ustedes los cubanos me dejan muerto —admitió. ¿Prefieres ir a casade Máximo Gómez que pasar el día en una piscina llena de ‘chicas’ desnúas?”. Sonreí, procuré mi expresión más sincera y pura, y asentí. Plegó los labios antes de exclamar: “Me vas a salir más caro, cubano”. Después suspiró y dijo: “Okey, sempai, es tu elección, tú mandas. Mañana salimos para Baní bien temprano”.

Baní, lugar de nacimiento del Generalísimo el 18 de noviembre de 1836, es en nuestros días una ciudad de algo menos de 200 000 habitantes, ubicada a 65 kilómetros de Santo Domingo. La yipeta del sensei, una potente y muy refrigerada Land Rover Freelander, cubrió la distancia en menos de una hora. Para mi sorpresa, las autoridades de la casa museo me esperaban. “Los llamé, sempai. Les dije que un cubano desdeñó una piscina lleniiiita de ‘chicas’ desnúas para venir aquí”. Se me explicó que un fuego había barrido la vieja morada. República Dominicana, por demás, está como lo está Cuba, en el camino de terribles ciclones. Solo se conservaba un horcón de la vivienda original. Me detuve frente a ese horcón, llegaron múltiples los detalles —la vivienda original fue una suerte de bohío, techo de palma cana, tablas también de palma, de tres crujías, ventanas y puertas de dos hojas—; se hacían esfuerzos por lograr presupuesto y colaboración en función de construir una réplica de la vivienda, “exacta, como lo era antes”, se me aseguró. Caminamos por el sitio, se me llevó junto a una tarja, deposité allí una ofrenda floral que tenían lista, después llegamos a un extremo: “Acá —se me dijo—, a la sombra de un árbol como este, se echaba de niño a leer quien un día llegaría a ser el jefe del Ejército Libertador de tu país”. Quise tocar con mis manos aquella tierra, la áspera y rugosa corteza de aquel árbol, el de hoy. Al hacerlo una sección se quedó entre mis dedos. “Disculpe —dije al funcionario—, no fue mi intención. Y él contestó: “No se preocupe, puede que el árbol supiera que lo rozaba la mano de un cubano y quiso regalarle ese pedazo a usted, para que lo llevara de regreso a la Isla e hiciera el mismo camino de nuestro compatriota”.

Réplica de la casa natal del Generalísimo Máximo Gómez en Baní. Fotos: Tomadas de Cubadebate

Por supuesto, traje a Cuba aquel trozo de corteza: hasta hoy —sepia, ajado y rugoso— dormita sobre mi mesa de noche. Finalmente fue el apretón de manos de las autoridades de la casa museo; una última mirada desde la calle a aquel sitio sagrado; agitar las manos a modo de despedida, y otra vez ocupar sitio en el refrigerado ambiente del Land Rover Freelander. Pronto advertí, sin embargo, que no tomábamos el camino de regreso a la capital. “¿Hay otra vía para regresar a Santo Domingo?”,quise saber.El sensei sonrió: “No estamos regresando a Santo Domingo, sempai”. Traté de mantenerme impasible, pero difícilmente logré disimular inquietud y desagrado. No era posible que aquel hombre alcanzara a tener también por aquellos sitios otra piscina llena de “chicas” desnúas. No podía disponer de “chicas” y piscinas por todo el país. No era racional. “Y… ¿a dónde vamos?”,indagué.Vamos a otro sitio, sempai, un sitio en el que te están esperando”. Imaginé una piscina repleta de jóvenes dominicanas desnudas, y no. No podía ser. No iba a aceptar aquello. Yo había querido rendir tributo al Generalísimo, no ser personaje de una porno party. Salimos de la ciudad. Aunque Goethe sostuviera que las afinidades pudieran ser electivas, aquel hombre era un total desconocido; me hallaba en el extranjero y era yo el enviado oficial de una muy respetable institución cubana en un serio seminario internacional. En mi bolsillo portaba, por demás, un pasaporte oficial. En modo alguno era como para aparecer en una porno party en calidad de playboy o sugar daddy. No, señor. Aquello en modo alguno era electivo, al menos no podía ser mi elección, dijera Goethe lo que dijera. Me negaría rotundamente a ello. La yipeta se desplazaba por una zona rural, un campo muy similar a nuestros campos. Yo creía vislumbrar en cualquier instante una casa lujosa y su piscina repleta de cuerpos de piel color canela, y preparaba mi respuesta. De pronto, a la izquierda, asomó una construcción. El sensei señaló con la cabeza: “Ahí te están esperando”. No parecía una casa lujosa. Delante había dos mástiles y dos banderas. Una cubana, otra dominicana. Un grupo de muchachas y muchachos se agolpaban afuera. Uniformados. Bulliciosos. “¿Qué es este lugar?”, pregunté desconcertado. “Esto, sempai, esto lo hicieron ustedes para nosotros, una escuela. Nos la regalaron, para nuestros niños, y aquí te traigo, cubano. Aquí, al Politécnico Máximo Gómez. Carajo, aquí te están esperando”. No indagué entonces acerca de las responsabilidades o cargos oficiales de aquel a quien yo simplemente llamaba sensei, las infiero hoy de cierta importancia para haberse permitido organizar todo aquello. El Politécnico Máximo Gómez había sido inaugurado el 14 de febrero del año 2000, hacía —por aquel entonces— poco más de un año. Sucede que el Generalísimo había expresado alguna vez su deseo de que se construyera en su tierra natal una escuela técnica con el objetivo de formar niños pobres. Y ahí estaba. Hecha por nosotros. Por los cubanos. Amor con amor se paga, me dije, aunque no pocos olviden esa máxima. Pensé en Panchito Gómez Toro, muerto en combate defendiendo el cadáver del general Antonio, y se me enfriaron las manos. Miré al sensei: “Te pido disculpas, pensé me llevabas… a otra piscina llena de putas”. Él contestó: “No, hoy no es día de putas, hoy es día de héroes, de héroes y de patrias, de la tuya y de la mía”. Aquel dominicano, a su manera, su manera llena de hechos y pocas palabras, me agradecía.

“Amor con amor se paga, me dije, aunque no pocos olviden esa máxima”.

En la escuela aguardaban sus directivos y un nutrido grupo de alumnos. Se cantaron los himnos. En las palabras de bienvenida se explicó la promesa hecha al gobierno cubano acerca de la absoluta gratuidad de la enseñanza en aquel plantel: “Hemos cumplido la promesa —aseguró el Director— con Cuba y con el General Gómez: la enseñanza en esta institución es absolutamente gratuita”. Se organizó un recorrido, todos querían darme la mano, se me hizo firmar el libro de visitantes. Junto a un busto de Máximo Gómez y las dos banderas hablé a los muchachos acerca de la vida, frases y anécdotas del Generalísimo. Se dieron vivas a Cuba y a República Dominicana. La despedida fue conmovedora: un nutrido grupo de muchachos y muchachas gritaban sonrientes: “¡Cuba! ¡Cuba!”. Era otro tipo de piscina. Una llena de agradecimiento, de hermandad, de emociones, de humanismo. No pocos de los que me extendieron las manos profirieron un muy sentido y sincero “¡gracias, cubano!”. Apenas alcanzaba a balbucear que solo habíamos retribuido el amor un día recibido: “Gracias a ustedes, sobre todo gracias a ustedes”. Y apretaba duro la mandíbula, la emoción —suerte de invisible tornillo de banco— me apretaba duro las sienes. Y los ojos, por supuesto, los ojos estuvieron todo el tiempo brillantes y acuosos. De vuelta al ambiente refrigerado de la yipeta ahí estaba el sensei, sentado al volante, y otra vez corría debajo de nosotros la cinta gris de la carretera. “Okey, sempai, dime ahora, ¿esto fue mejor que tener una piscina llena de ‘chicas’ desnúas? Lo miré y le agradecí, conmovido. “Ah, carajo —exclamó—, pero si estás emocionao. No, sempai, lo digo y lo repito, ustedes los cubanos… Ustedes están hechos de otra sustancia”. Y el flamante Land Rover Freelander, veloz y refrigerado, puso finalmente rumbo a Santo Domingo.                                   

En el año 2019 armé, junto a mi gran amigo Ahmel Echevarría, un panel acerca de las características de la literatura cubana actual. El objetivo era presentarlo en la reunión anual del Congreso LASA (Latin American Studies Association), a desarrollarse ese año en Boston, Estados Unidos. El panel, muy equilibrado, representativo de todas las tendencias, fue aceptado por los organizadores y quedó conformado por otras tres colegas —todas féminas: dos cubanas y una holandesa— residentes en el extranjero. A Ahmel y a un servidor nos correspondería aportar la mirada desde el interior de la Isla. La visa estadounidense me fue otorgada —infortunadamente— posterior a la culminación del evento. Decidí, no obstante, no perder la oportunidad de viajar al país en el que estudiara y viviera alguna vez mi padre. Así pues, arribé a Miami en los primeros días de agosto de 2019. En septiembre fui invitado a viajar a la mítica Nueva York. Fueron días de interminable ir de un sitio a otro. Deseaba verlo todo. Estar en todos los espacios visitados por mi padre —llevé conmigo las fotos de su presencia en todos ellos—; visitar aquellos otros sitios, los que personalmente se me hacían imprescindibles. Una tarde, conmovido, visité el Memorial del 11 de Septiembre: The National September 11 Memorial & Museum at the World Trade Center. Me molestaron sobremanera los turistas que entre risas y algarabías se tomaban fotos.

“Martí habló del pudor de los afectos grandes”. Foto: Tomada de El País

Aquel es sitio luctuoso, de recogimiento, de luto, de pavor. No es en modo alguno sitio para risas. El muro —de negro y reluciente mármol—, con la inscripción de los nombres de cada una de las víctimas, sobrecogía. En algunos casos una rosa se adosaba al nombre, y quedaba allí, entre sus ranuras. Podía ser roja o blanca. No importaba el color. Pronto supe que familiares y amigos colocaban a modo de homenaje una rosa en la inscripción del nombre del desaparecido ser amado al cumplirse precisamente el día de su cumpleaños. La tristeza lo trasudaba e inundaba todo. Para colmo faltaban muy pocos días para el 11 de septiembre. Me coloqué frente al muro y sin ser religioso —muy a mi atea manera— oré. Al abrir los ojos una anciana me miraba. Ataviada de negro, pequeña, afroamericana, delgada, la cabeza inclinada hacia delante por algún padecimiento cervical, estaba tocada por un sombrero de alas negras y redecilla también de ese color, aditamento que para la ocasión se había echado hacia atrás, por encima del sombrero. La mirada era cansada, dura, pero también limpia y bondadosa. Me miró, asintió con varios movimientos de cabeza, y lentamente se volvió hacia el muro, abrió una cartera que colgaba de uno de sus brazos, sacó una rosa, se inclinó y no sin temblor intentó colocarla en la ranura de uno de los nombres. La rosa no se sostuvo y se fue al suelo. Ceremonioso, me acerqué, tomé la rosa y con gran respeto se la ofrecí a la anciana. “Gracias, hijo —dijo, en inglés—, que Dios te bendiga”. En tono bajo reciproqué bendiciones para ella. “Ayúdame a colocarla en el nombre, por favor”, pidió. No toda la frase la traduje a derechas, pero indudablemente ese fue el sentido. Ambos colocamos en las ranuras del nombre la rosa. No voy a olvidar jamás aquel nombre. No tengo derecho alguno a citarlo aquí, y no lo haré. Si la viejecita me hubiera autorizado lo haría, a modo de sagrado homenaje. Martí habló del pudor de los afectos grandes. “Es mi hijo —dijo la anciana—, hoy cumpliría 52 años”. Apreté muy duro los dientes. Los apreté tanto que crujieron. Dije que Jesús bendecía a su hijo. Dije que realmente lo sentía mucho. Con toda el alma. Quizá dije otras cosas que no recuerdo. “¿De dónde vienes, hijo mío?”, quiso saber. El acento, indudablemente, me había delatado. “Soy cubano, abuela, vivo en Cuba, estoy de visita”, contesté. Carraspeó antes de decir: “Mi hijo tenía amigos cubanos, un matrimonio. Los cubanos son muy buenas personas”. Y me invitó a unirme a ella en oración. Acepté. Me coloqué a su lado, ella se me colgó del brazo, cerramos los ojos e inclinamos las cabezas. La anciana sollozó un rato, la escuché balbucear palabras que no alcancé a traducir. Mis dientes crujían de tanto apretar unos contra otros. El aire, ya algo frío de septiembre, no me llegaba. Varias veces pronunció el nombre del hijo. Temblaba. Finalmente suspiró, se recompuso y me miró: “Gracias, hijo mío, tu compañía me ha hecho mucho bien. Dios te bendiga y bendiga a tu maravilloso país”. Respondí con un “Dios la bendiga a usted, abuela, a usted y a su hijo”. Para no hacer menos, fui recíproco al citar el muy norteamericano God bless America. Me miró, otra vez asintió, lo hizo varias veces con continuos movimientos de cabeza y se despidió. La seguí con los ojos hasta que su figura —sepia y triste— se perdió entre la multitud. El viento de septiembre se arremolinó sobre el muro y la rosa se fue otra vez al suelo. La tomé y con devoción infinita la coloqué una vez más entre las ranuras de aquel nombre. Quise una foto de esa sección del muro, para perpetuar el hecho. No tengo derecho a publicarla.

“Esas son, creo poder asegurar, mis dos más excelsas experiencias fuera de nuestras costas”.

En ese instante me llegó la imagen de mi madre, fallecida en La Habana en el mes de noviembre de 1996. No supe cuánto tiempo quedé allí, con la tristeza hundiéndome los hombros; la tristeza como un fardo muy pesado; la tristeza llevándome abajo y yo mirando aquel muro, aquel nombre, aquella flor que una viejecita afroamericana había colocado allí, entre el temblor y los sollozos, el día del cumpleaños de su amado hijo. Y sí. Lo confieso. No tengo por qué ocultarlo. Lloré. Por supuesto que lloré.

Esas son, creo poder asegurar, mis dos más excelsas experiencias fuera de nuestras costas. Excelsas para mí. Por lo que me hicieron sentir. Por lo que aún siento cuando las recuerdo. Rememorarlas, escribirlas, me ha emocionado. Otra vez he sentido acuosos los ojos. Quizá haya sido catártico. Escribir es oficio y deber del escritor. Y rememorar y recordar, el inveterado y muy amoroso oficio que nos hace ser lo que somos. Que nos hace humanos.  

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