En días recientes se conmemoró el centenario del hallazgo de las pictografías de la Cueva N. 1 de Punta del Este, llamada también Cueva del Indio, de los Humos y del Templo, en Isla de Pinos (actual Isla de la Juventud). Considerada la obra emblemática del arte de los primeros habitantes que poblaron nuestro archipiélago cientos de años antes de la llegada de Cristóbal Colón, la citada cueva se dio a conocer de manera oficial a partir del informe que don Fernando Ortiz le hiciera llegar a la Academia de la Historia de Cuba, en mayo de 1922 [1].

“El sabio cubano Fernando Ortiz tuvo la iniciativa de realizar la primera expedición de carácter científico a Punta del Este, en abril de 1922”.

Como casi siempre sucede en estos casos, su descubrimiento fue un hecho casual, un naufragio, que hizo al doctor Freeman P. Lane buscar refugio en la cueva, ubicada a doscientos metros de una apacible playa pinera. Su posterior descripción fue recogida por el geógrafo francés Charles Berchon en su libro A través de Cuba, publicado en 1903. A esta obra le siguió en 1917 el folleto de un ingeniero llamado Ageton, quien por razones de índole económica ―el guano de murciélago en el sistema cavernario de Cuba―, hizo el primer plano de la gruta. Sin embargo, interés tan ajeno a propósitos científicos y culturales, derivó en una serie de actos atentatorios contra la preservación de tal santuario del arte aborigen cubano, al remover su suelo y alterar restos humanos en busca del deseado abono.

“¿Querrá en su simbolismo, relacionar gráficamente esta gran figura central con el propio Astro-Dios, cuya imagen quisieron representar en la gran elipse?”

Impuesto de tales antecedentes el sabio cubano Fernando Ortiz tuvo la iniciativa de realizar la primera expedición de carácter científico a Punta del Este, en abril de 1922. A su regreso, un mes después, le haría llegar una notificación a la Academia de la Historia de Cuba, donde da a saber de las pinturas rupestres existentes en la cueva, cuya magnificencia lo llevaría a llamarla “la Capilla Sixtina de los aborígenes de Cuba”.

En su informe manifiesta Ortiz: “Estoy actualmente estudiando, clasificando e interpretando arqueológicamente algunos de los objetos hallados así como las pictografías que se conservan, y estimo que por la novedad de lo descubierto será de interés para la Academia un informe pormenorizado, que a mi modesto juicio hará posible la proposición de algunas interesantes deducciones paletnológicas”.[2] Y a continuación agrega: “Aunque habré de tardar algún tanto en ultimar el trabajo, no tanto por lo breve del tiempo que mis ocupaciones me permiten dedicar a estos agradables estudios, como por la necesidad de un cuidadoso análisis comparativo, se requiere de una muy amplia base de documentación extranjera, aquí no siempre fácil de encontrar”.[3] Tal fue su preocupación en este sentido, que en 1935 tradujo al español el libro Cuba antes de Colón (Cuba before Columbus), del arqueólogo estadounidense Raymond Mark Harrington.

La magnificencia del arte aborigen descubierto en Punta del Este le ganaría el calificativo de “la Capilla Sixtina de los aborígenes de Cuba”.

A fines de 1937 el Museo Arqueológico Montané de la Universidad de La Habana organizó dos expediciones a la Isla, encabezadas por los arqueólogos René Herrera Fritot y Fernando Royo Guardia.[4] El resultado de ambas expediciones será un detallado plano a escala de la ubicación de las pinturas rupestres, así como una rigurosa descripción de las mismas, coincidiendo con observaciones precedentes en cuanto a la incidencia del Sol en el simbolismo parietal presente en el llamado Motivo Central.  Sobre el particular, escribirá en su informe Herrera Fritot: “…el eje común de la flecha y el triángulo, está perfectamente orientado hacia el Este, apuntando a la boca de la cueva como si señalase al sol naciente que penetra por ella. ¿Querrá en su simbolismo, relacionar gráficamente esta gran figura central con el propio Astro-Dios, cuya imagen quisieron representar en la gran elipse?”[5] Observación que vino a complementar lo planteado por Ortiz, en cuanto a que los 28 círculos concéntricos en rojo y los 28 en negro del Motivo Central, pudieran representar conjuntamente el mes lunar, “tal como debieron de concebirlo aquellos hombres primitivos, con 28 días (rojos) y 28 noches (negras)”.[6] En cuanto a la composición de los pigmentos empleados, el rojo provenía del óxido de hierro y el negro del óxido de manganeso o el carbón vegetal, teniendo por aglutinantes la grasa animal y vegetal.

Pero aquí no termina este polémico dibujo parietal. Otras figuras con círculos concéntricos aparecen dentro de la elipse del Motivo Central. La segunda en importancia por sus trece círculos concéntricos negros, según Ortiz, la relaciona con los trece meses lunares del año. Mientras que otras dos de cuatro círculos cada una, significarían, la de líneas rojas, los cuatro períodos de la órbita solar con sus equinoccios y solsticios, la de líneas negras, su equivalente por las fases de la órbita lunar.[7] Y concluye nuestro tercer descubridor: “Entre los egipcios, el tiempo fue una línea que volvía sobre sí misma. La eternidad es el círculo.”[8]

“Esperemos que el citado centenario propicie una mayor conciencia pública y estatal en cuanto a la conservación y divulgación de nuestro patrimonio artístico aborigen”.

Esperemos que el citado centenario propicie una mayor conciencia pública y estatal en cuanto a la conservación y divulgación de nuestro patrimonio artístico aborigen; al menos, el que aún no ha sido del todo alterado o destruido por la acción de personas irresponsables e inescrupulosas desde tiempos atrás. Situación a cuya mejoría contribuiría una mayor presencia de estas culturas en nuestros medios de comunicación, por lo general, casi nunca incluidas o citadas en su programación, para no ser absolutos, cuando no omitidas. Téngase presente que la Prehistoria no es ausencia de Historia, sino de memoria escrita. Y la escritura de nuestros aborígenes, entre otras manifestaciones de su cultura presentes en mayor o menor medida en nuestra vida diaria, fueron tales pictografías. Sin pasar por alto que su supuesta extinción no fue un hecho generalizado ni consumado, dándose más por un proceso de mestizaje con españoles y africanos, que por la espada del conquistador o el suicidio colectivo.  Un último comentario: en dos ocasiones se quiso eliminar el nombre de origen arahuaco de nuestro archipiélago (Juana y Fernandina), tal y como sucedió en las dos islas hermanas de las Antillas Mayores (Santo Domingo y Puerto Rico); sin embargo, para gloria de los que pintaron en las paredes de la Cueva N. 1 de Punta del Este y en muchas otras de nuestro gran sistema cavernario, seguimos —y seguiremos siempre— llamándonos cubanos. 


[1] Los contenidos expuestos en el presente artículo pertenecen al libro, aún inédito, Presente aborigen del arte cubano.

[2] Fernando Ortiz.  La Cueva del Templo. Fundación Fernando Ortiz, La Habana, 2008, p. 91.

[3] Ibídem.

[4] Luis Montané Dardé (1849-1936) profesor de la Universidad de La Habana y fundador del Museo que lleva su nombre. En 1891 realizó excavaciones en Maisí.

[5] Véase: “Informe sobre una exploración arqueológica a Punta del Este, Isla de Pinos…” Revista Universidad de La Habana, La Habana, no. 20-21, sept-dic., 1938.

[6] Fernando Ortiz. Las cuatro culturas indias de Cuba. Biblioteca de Estudios Cubanos, La Habana, 1943, p. 123.

[7] Ídem, p. 126.

[8] Ídem, p. 128.

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