En la zona no muy caliente de la ambigüedad

Pedro de la Hoz
9/12/2016

De pronto Bob Dylan da la impresión de no parecerse a nadie. Es solo eso, una impresión. Tantos son los caminos que se entrecruzan en su imagen que termina por ser lo que ha cultivado: la ambigüedad en persona.


Foto: Internet

Los trasuntos del Nobel de Literatura lo retratan de cuerpo entero. Demoró casi dos semanas en dar señales de vida para la aceptación del premio –adjudicó la dilación a haberse quedado “sin palabras”-; luego anunció que no viajaría a Estocolmo, pero que enviaría un discurso de agradecimiento, mientras encomendó a su amiga Patti Smith que cantara en el concierto de los laureados.

A fin de cuentas, todo eso es anecdótico. La controversia se halla en la mismísima proclamación del premio, por primera vez se le concedía a un autor que, más que publicar sus textos en libros, los cuales, aunque escasos, existen, los canta. Es un poeta que se expresa mediante la música, y esto revuelve el alma de no pocos puristas que pretenden restringir la literatura a la letra impresa.

Altura intelectual, ansiedad lírica y ardientes metáforas no faltan en una obra sin lugar a dudas influyente, sobre todo aquella de los años 60 en que se situó en  la vanguardia de la canción norteamericana y se le inscribió legítimamente como un continuador de la estética de los poetas de la generación beatnik.

Después no todo ha sido feliz, aunque sí eficaz desde la óptica de la industria del espectáculo. Dylan ha estado siempre por encima de la media, aún en sus más recientes realizaciones discográficas y en sus interminables y prolongadas giras.

Alguien me ofrece, con aires de perdonavidas, la que quizá sea su cosecha más actualizada (20 de mayo de este año), Fallen angels, en la que el compositor cede lugar al intérprete, al retomar éxitos de otros autores reverenciados por Frank Sinatra. Acumuló suficientes puntos en reseñas y ventas como para figurar –mire usted qué cosa, después del Nobel-  en las nominaciones al Grammy 2017 entre los álbumes de pop tradicional en pugna con Barbra Streisand, Andrea Bocelli, Josh Groban y Willie Nelson.

El mejor argumento para el Nobel de Dylan está en unas cuantas canciones memorables, que no solo hicieron época sino la trascendieron. Basta con revisitar Las máscaras de la guerra, Como una piedra rodante o Dura lluvia va a caer o la menos popularizada George Jackson  para saber su verdadero calado.


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Aunque lo que haya dicho en esas canciones no sea coherente con el Dylan post-60, el que sin rubor ha prestado –mejor dicho, vendido– imagen y música para anuncios publicitarios de autos, lencería, computadoras  y bancos.

El diario español El Periódico, dos años antes del Nobel, comentó a raíz del estreno de un comercial de Dylan para el banco ING: “El de Dylan es tan solo el último de una larga retahíla de controvertidos casos en los que son los propios músicos quienes ponen a prueba la coherencia y la consideración ética o moral con los que sus fans catalogan esta clase de concesiones, siempre sujetas al escrutinio público. Que suele ser tanto más severo cuanto más cerca se ha pronunciado el músico en cuestión de presupuestos contraculturales, independientes, ácratas o directamente anticapitalistas, casi siempre en el pasado”.

No se debe pedir más. Dylan es así. Con él no vale la disyuntiva: ¿lo tomas o lo dejas?, sino más bien otra perspectiva: toma lo que vale y desecha lo que no vale.

Yo me quedo con el primer Dylan. A pesar de él, no renuncio a sus aportes.

Más cercano e interesante fue para mí la pregunta que tras el Nobel a Dylan me hizo el amigo que me hizo llegar Fallen angels: “¿Cuándo le daremos el Premio Nacional de Literatura a Silvio Rodríguez?”