Hace poco más de tres meses que, sesenta años atrás, me topé con Enrique Saínz de la Torriente; nombre hermoso, sonoro, que no parecía corresponderse con el porte de aquel jovencito reservado y un tanto frágil del primer día de clases de la Escuela de Letras, que también había matriculado, como yo, Clásicas. Pero aclaro de inmediato, nombre hermoso, sonoro que, por su gravitación, por su peso, siempre resultara totalmente consustancial con la entereza, la voluntad, la firmeza de sus convicciones, y con el rigor de sus ideas y sus saberes; ideas y saberes que desde entonces apuntaron a lo esencial, asentados en sólidas lecturas, en laboriosos escrutinios, y manifestados en lento, mesurado, bien elaborado y muy propio pensamiento.

“Aunque creía conocerlo, con los años fui descubriendo inesperadas facetas de la vida de aquel austero y piadoso Enriquito de nuestra adolescencia”. Foto: Tomada de Internet

Yo compartía con el joven Enriquito, además del interés por los clásicos, la tristeza de haber perdido, muy pequeños, él a su madre, yo a mi padre. Y habíamos tenido, teníamos la suerte de vivir en casas con libros, muchos libros, de los que a veces hablábamos y por años y años siempre volvíamos a hablar, a intercambiar. Su tía, Loló de la Torriente, era una crítica de arte y estudiosa muy reconocida, una conocedora del ámbito intelectual y político no solo cubano, sino latinoamericano; algo, esto último, no muy frecuente entonces. Y yo, que trabajaba en aquel primer Consejo Nacional de Cultura lleno de escritores y artistas, estaba inmersa en un ambiente que acicateaba aún más mi curiosidad. Creo que pese a la diferencia de nuestros caracteres y al enfrentamiento de muchos de nuestros puntos de vista, nos hicimos amigos muy pronto, por todo lo anterior y porque también compartíamos y seguimos compartiendo, pese a su religiosidad y discreción y a mi alborotada franqueza y descreimiento, una facilidad para la risa, para el asombro, para la jovialidad, para relacionarnos y amistarnos con otros condiscípulos y colegas, que a lo largo de los años nos fue permitiendo entrar en ciertas complicidades, entendernos con solo mirarnos y querernos en el cariño con que queríamos a otros. Pienso de inmediato en nuestro Raúl Hernández Novás.

Aunque creía conocerlo, con los años fui descubriendo inesperadas facetas de la vida de aquel austero y piadoso Enriquito de nuestra adolescencia, unas mencionables —su casi letal onda pantagruélica, que en ocasiones lo llevó al límite— y otras que la prudencia más de una vez me habría obligado a callar —por ejemplo, su afición a lo que alguno de los poetas cubanos del XVIII habría llamado “la canela”—. Pero lo que más me conmovió y me ayudó a saber mejor quién era y por qué era como era, fue conocer su origen. Entendí entonces esa raigalidad de su cubanía, esa manera vieja, antigua, casi arcaica de ser afablemente cubano, que estaba tanto en su conversación, en esa su perfecta e intensa dicción, en la que lo vernáculo sonaba tan suyo y al mismo tiempo tan de siempre, como en su fidelidad a modos de vida y de pensar que no se improvisan ni se aprenden. Leyendo entonces una nueva versión de las memorias de Loló, supe que su abuelo había sido un alto oficial de la tropa de Bartolomé Masó, que las Cansino, esas increíbles mujeres que había encontrado antes en El diario perdido de Carlos Manuel de Céspedes —hay un desgarrador poema de Manuela Cansino que rescaté hace años en Unión y que deberíamos recordar más a menudo—, eran tías de su madre. Le hablé entonces a Enriquito de su abuelo y simplemente, sin ninguna ostentación, pero bien plantado en su respuesta, me dijo que sí, que ese jefe mambí había sido su abuelo.

Paso pues a mi tema, que es el de los libros de Enrique sobre los primeros textos y siglos de la literatura cubana, y de las ediciones, prólogos y artículos dedicados a ellos, de los que me he servido en varias ocasiones, pero cuya importancia, génesis y contenido no había tenido la ocasión de valorar en su conjunto.

“Compartíamos (…) una facilidad para la risa, para el asombro, para la jovialidad, para relacionarnos y amistarnos con otros condiscípulos y colegas, que a lo largo de los años nos fue permitiendo entrar en ciertas complicidades”.

Comencé, como era de esperar, por revisar su extensa bibliografía para de ella extraer los textos que iba a abordar. Y de pronto me di cuenta de que el cursus, la carrera de Enrique tenía una extraordinaria coherencia, expresada por una suerte de ordenamiento cronológico, por un iter cuyas etapas iban siendo desarrolladas y posteriormente dejadas a un lado —aunque nunca del todo— para tomar nuevos caminos, siempre transitados por la poesía, caminos que se iban acercando poco a poco, con rigor, prudencia y sensibilidad racional, meditada, a nuestros días, donde llegó a ser, ya definitivamente, uno de los más agudos, serios y convincentes críticos de la poesía cubana en su totalidad.

Lo primero que nuestro amigo publicara, espoleado por la gestión editorial —¡oh, manes del séptimo arte!— de Enrique Colina, que entonces trabajaba en el Consejo Nacional de Cultura, fueron varios de aquellos folletones dedicados a autores de todos los tiempos que merecían ser conocidos ampliamente: Virgilio (1967), Lucrecio (1968), Introducción a la literatura griega (1968), son los títulos inaugurales del joven egresado de la Escuela de Letras que justo en ese entonces José Antonio Portuondo había llevado a trabajar con él al recién creado Instituto de Literatura y Lingüística.

En la década siguiente, los pavorosos/pavonosos setenta, Enrique prepara sendos prólogos, de diverso carácter, para dos ediciones de la Ilíada, la primera, del Instituto Cubano del Libro, más para entendidos, de 1972; y la segunda, de 1976, ya de Arte y Literatura, más asequible a un público general, y por eso reimpresa en varias ocasiones por Pueblo y Educación. Los artículos “Notas sobre pensamiento y poesía en la Grecia clásica” y “Horacio: una lectura”, recogidos treinta años después en Ensayos en el tiempo (2008), se originaron casi seguramente en aquella década, cuando publica en revistas académicas como Santiago y Universidad de La Habana, parecidas o menos cautas versiones: “Notas en torno a la interpretación del Hombre en la Grecia arcaica” (1974), en la primera, y “Horacio: una nueva lectura”, (1978), en la última.

Ya en la segunda mitad de los setenta, con su excelente prólogo a la edición del Instituto Cubano del Libro, de Poesía y Los sueños de Francisco de Quevedo (1976), se inicia su cruce hacia la literatura española. Así, en los ochenta prepara prólogos, más bien estudios introductorios, y en ocasiones, selección de textos para Arte y Literatura, de Coplas por la muerte de su padre y otros poemas (1983), de Jorge Manrique; de Poesía (1985), de Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz; de Poesía (1981), de Fray Luis de León; de la Diana de Jorge de Montemayor y su continuación por Gaspar Gil Polo, reunidas en el volumen La novela pastoril española (1987). De algún modo son resultado de estos acercamientos, versiones o fragmentos de esos prólogos, algunos de los artículos también recogidos en Ensayos en el tiempo (2008), como “La obra de Jorge Manrique”, “Dos novelas pastoriles”, “Humanismo y poesía en fray Luis de León”, “La lírica de san Juan de la Cruz”, “Quevedo como poeta”; e igualmente en esta recopilación encontramos otros textos, al parecer independientes, que testimonian ese interés por la literatura española, en este caso del renacimiento y el barroco: “La poesía de Garcilaso” y “Calderón poeta: algunas consideraciones”.

Y llego finalmente a mi tema, tal y como llegara Enrique, pues el camino que he trazado es el camino que le permitió abordar los textos fundacionales de nuestras letras con un profundo conocimiento de sus relaciones con las literaturas de las que se nutren.

Vuelvo a los libros y artículos de Enrique, ahora de tema cubano, para exponer con mayor vigor mi certeza de que en gran medida su viaje a la épica primera, a la Ilíada, su conocimiento de Virgilio, y su insistente indagación en la literatura clásica española, se relacionan con el trabajo que ya había comenzado a desarrollar en el Instituto de Literatura y Lingüística y que dio lugar a sus primeros libros de tema cubano. Si tenemos en cuenta la cronología, podemos llegar a pensar que en el caso de sus estudios de literatura española hay un efecto boomerang, pues estos también podrían ser en parte el resultado de sus búsquedas en aquel corpus nutricio de nuestras letras al que lo había conducido su trabajo. Enuncio el título de sus primeros libros cubanos, en su evidente secuencia cronológica, en lo que parece presentarse como un continuum, para luego dedicarme a comentar algunos de ellos.

Presentación en 2017 de la antología Sitio, de Fina García Marruz, en la que Enrique Saínz realizó un análisis valorativo sobre la poesía de esta autora. Foto: Tomada de Habana Radio

En 1982, Enrique publica en Letras Cubanas Silvestre de Balboa y la literatura cubana; al año siguiente, La literatura cubana de 1700 a 1790 (1983); y doce meses después, su “Introducción” a las Poesías (1983) de Manuel de Zequeira y de Manuel Justo Rubalcava, reunidas por él. Por otra parte, en sus Ensayos críticos (1989), recoge los artículos “José Agustín Caballero: algunas observaciones”, “Acercamiento a la poesía de Manuel de Zequeira”, y “En torno a la poesía de Rubalcava”, que provienen de los libros que acabo de enumerar.

Sobre estos temas Enrique volvería años después en el primer tomo de la Historia de la literatura cubana,del Instituto de Literatura y Lingüística, que saliera finalmente en 2002, de una manera en parte ampliada —de acuerdo con los criterios de ese proyecto— y en parte resumida. Pues allí no solo aprovechó muy parcialmente lo que ya había estudiado y descrito, sino que al mismo tiempo reconocía otros aportes recientes e incorporaba nuevas perspectivas suyas. Lo mismo hizo posteriormente con la edición conmemorativa del cuarto centenario de Espejo de paciencia (2008), por la Colección Raíces, de Boloña, en cuya “Nota al lector” especificaba las características de esta edición y de su intervención en ella. Cito: “las notas no son de carácter filológico ni muy eruditas”, o “En lugar de un prólogo extenso en el que se aborden las diferentes cuestiones relacionadas con Espejo de Paciencia, ya tratadas por mí en el libro de mi autoría, me decidí por el que encontrarán a continuación, donde me detengo […]”. Si esta segunda afirmación se corresponde con la verdad, la primera, la relativa a las notas, no es para nada cierta, pues a sabiendas de que en materia de filología y erudición reinan dos figuras retóricas: la hipérbole y la acumulación, la realidad es que las anotaciones a esta edición son excelentes, abundantes, muy bien documentadas, y, lo que es más, como se lee al final de la Nota que he venido citando y ahora voy a recordar, están tanto ellas como el prólogo muy actualizados, con bibliografía rica y reciente: “En los últimos años, decía Enrique, se ha visto un creciente interés por el más antiguo texto de la literatura cubana”, y en efecto, a lo largo de su renovada exégesis de Espejo de paciencia se citaban nombres y se aducían razones, documentos y criterios recientes de los más disímiles estudiosos. Mas dadas la importancia de la mitología clásica en Espejo de paciencia y la orientación parcializada y, digamos, fraternalmente arqueológica de mi lectura, no puedo dejar de señalar la notable cantidad, el rigor y la amplitud con que son presentados los mitos y otras referencias clásicas en las notas. Siguiendo con nuestro primer poema, quisiera concluir subrayando la amplitud de miras, desprejuiciada, con que Enrique enfrentó antes y de nuevo en esta ocasión, el tema de su autenticidad, y de qué manera logró encauzar la discusión hacia terrenos más abonados por la documentación y la lógica; al tiempo que aportó y/o reforzó al abordaje de la literatura y las ideas del círculo delmontino, la atinada hipótesis de que si algo se debió a los copistas de la Historia perdida de Morell de Santa Cruz, son las estrofas enaltecedoras del negro, de Salvador Golomón.

“Celebro la fortuna con que Enrique encontró que tanto su obra épica y su obra de tema, por llamarlo así, vernáculo, parten de experiencias personales”.

Llegado el momento del adiós, reservo para el final la ya añeja pero deliciosa lectura —los filólogos tenemos rebuscado paladar— que hizo Enrique de la poesía de Zequeira, en su especial contexto histórico, en su esquizofrenia presombrero “con visos de nublado”, es decir, en su doble condición de alto oficial español, de activo combatiente en los ejércitos coloniales allende los mares, y de criollo que disfruta plenamente del descubrimiento de su entorno, de sus sabores, de su diferencia. Celebro la fortuna con que Enrique encontró que tanto su obra épica y su obra de tema, por llamarlo así, vernáculo, parten de experiencias personales. Y también, disfruto de su amplio análisis de cómo influye en ella su formación escolar en lecturas de los clásicos latinos y españoles; y cómo exhibe una perfecta adecuación a métrica, formas estróficas, géneros, registros de la poesía española: épica, bucólica, de la meditación, pero también satírica, festiva, paródica. Y como estas últimas fueron, hace más de cuarenta años, intenso objeto de mi trabajo, recuerdo cómo nos divertíamos más que citando, reclamando, en habituales momentos de escasez gastronómica, tanto el “jamón y berenjenas con queso” de Baltasar de Alcázar, como los más socorridos huevos en todo tipo de formato que celebrara Manuel de Zequeira en sus “Octavas joco-serias”.

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