El príncipe se despide. Así podríamos decir, parafraseando uno de sus títulos más significativos. Todos los que lo conocimos lo tendremos siempre presente, aunque él, sabio como fue, hace unos años se fuera despidiendo lentamente. Mi hija lo evoca como alguien “con muchísima personalidad, historia y al que siempre recuerdo por su natural dulzura”, con su aura de una realeza criolla, que le venía desde la cuna, con una familia numerosa y unida, integrada en uno de los centrales emblemáticos del país, Delicias, donde la presencia de los técnicos norteamericanos con sus familias fomentó esa educación bilingüe que siempre le acompañó —incluyendo su formación decisiva en Nueva York—, regresando siempre en sus sueños y razones, no importa la parte del mundo en que estuviera y fueron muchas, a ese batey que marcó su vida, imaginario que le acompañó más allá de un acta de nacimiento. En una entrevista confesó sobre sus inicios allí, en la más temprana infancia, de la vocación literaria: “Me hice escritor cuando tenía como diez años y escuché por la radio el primer capítulo de la novela de Emily Bronte Cumbres borrascosas. A partir de entonces sería otra persona y me preparé para ser un inglés pobre, abandonado, triste y solo”. [1] Esa deuda la plasmó con escritura ejemplar en un texto antológico, que más adelante comento.

Hace unos años escribí esta pequeña bitácora sobre mi vínculo con Pablo, y que en parte da fe del afecto que me motivó, y la relación antigua que mantuvo con mi familia.

Sirva ahora como sentido homenaje a su memoria.

“Todos los que lo conocimos lo tendremos siempre presente, aunque él, sabio como fue, hace unos años se fuera despidiendo lentamente”.

Este llamado con la impronta de calles viboreñas está relacionado con dos referentes seminales en mi relación con Pablo Armando Fernández. El primero, concerniente a sus natales, tiene que ver con que desde nuestros primeros encuentros en los hoy lejanos setenta le confesé que su texto de mi preferencia era el prólogo que escribiera para Cumbres borrascosas, en la edición de la canónica colección Biblioteca del Pueblo, donde registra de manera entrañable el batey de su infancia. Esta novela era además de la preferencia de mi madre, a la que él conoció y visitó en su apartamento de Queens, Nueva York. Autor de reconocidos títulos de poesía y narrativa siempre entendió y agradeció esa lectura, que en apariencia soslayaba el resto de su obra.

El otro tiene que ver igual de manera íntima con mi familia. Emilio Ballagas era visitante asiduo del pequeño pueblo holguinero de Buenaventura donde vivían mis primos y mis tíos Alicia Ballagas —única hermana del poeta— y su esposo Eugenio Codina Boheras —hermano de mi madre—. De tío Eugenio pudiera decirse sucintamente que fue un respetado médico, cirujano y dentista, con una trayectoria de compromiso cívico primero desde su época de estudiante como luchador antimachadista y años después, ya como figura pública, como combativo antibatistiano. En su casa pasaban largas estancias los padres de Emilio, del que siempre fue muy cercano, por lo que es natural fuera citado de manera afectuosa por el escritor en diferentes pasajes de su correspondencia.

“El príncipe se despide. Así podríamos decir, parafraseando uno de sus títulos más significativos”.

Como es conocido Pablo Armando fue amigo y discípulo muy cercano a Ballagas. Esa amistad lo hizo frecuentar la relación con mis tíos, de los cuales Pablo me ha hablado —siempre con calidez— en varias ocasiones. Alguna vez se vio con Emilio en la casa de Buenaventura, y otra se atendió en la clínica que tenía mi tío colindante con su hogar. Tal vez el testimonio que mejor ilustre tanto la confianza y el cariño que le profesaba el intelectual camagüeyano, como ese vínculo con mi familia, y sobre todo el significativo papel de tío Eugenio en la vida y entorno de su cuñado, es este recordado artículo de Pablo Armando, “Ballagas, amigo y poeta” (La Gaceta de Cuba,no. 2 del 2008, pp. 44-45).[2] Allí el autor cuenta de la visita a Emilio —al final de sus días—, en su casa de Santo Suárez, por puro azar próxima a la calle Buenaventura:

Lo vería en su casa de Juan Delgado 319, desde donde vendrían sus últimas cartas. Allí vivían Antonia, Manolito y Emilio con pocos muebles y muchos libros. Un retrato del poeta joven y un Mijares adornaban las paredes. Los libros de Emilio, en un gigantesco librero, separaban la sala del comedor; y los de Tonita, casi todos de autores de habla inglesa, adornaban un rincón de la sala. […]

Sus últimas cartas me sorprendieron. Solo en tres de ellas habla de su muerte; las otras de marzo a julio no mencionan su enfermedad, ni su dolor, ni su esperanza, en ellas habla de la poesía, del poeta, de la vida y los hombres. […]

Esta carta corresponde al 8 de febrero de 1954, el 19 de febrero escribe: “[…] Comprenderás que no tengo miedo a la muerte y que aquel que ha sufrido y se reconcilia con Dios, nada tiene que temer y sí mucho que esperar. Antonio Machado dijo: ‘Quien habla solo espera hablar a Dios un día’. Y yo he pasado mi vida casi monologando. No, no temo a la muerte sino todo lo contrario, aunque como es natural siento el vago temor de lo desconocido y el instinto de conservación hace que me atienda. Las cuentas de botica se alargan y el dinero con que soñaba viajar se reduce”.

[…] El 22 de agosto de 1954, veinte días antes de su muerte, dice: “[…] Acaso puedas ir un día a hacer un retiro al monasterio de Gethsemani en Kentucky. Es un lugar donde se trabaja duro y se ora mucho. Los padres de allí pueden darle a un joven la mejor orientación para vivir en un mundo como el de hoy.

Antonita está bien. Luchando conmigo hasta que yo me recupere o me despida de este mundo tan querido a pesar de tan ingrato. Si ves a mi cuñado dale mis saludos; dile lo mal que ando pero que mi madre no se entere”.

Termina débilmente, unos rasgos que yo no acertaría a definir. Algunas letras manchadas, húmedas“Mañana ingresaré de nuevo en una Clínica. He mejorado y espero acabar de curarme Dios mediante. Que mi madre no sepa nada. Ni mi hermana. Solamente mi cuñado. Tú recibe un abrazo de Emilio”.

Como reitera en sus palabras, que Pablo me ha recordado más de una vez al comentar sobre esa complicidad que sostuvo con Ballagas y trianguló con tío Eugenio —en su condición de médico, afecto, y puntal de su familia—, para Emilio (consciente de su presumible fin) solo su cuñado y el poeta amigo pueden ser partícipes discretos del silencio doloroso con que quiere proteger a los suyos en esos días agónicos, en esa angustia por espejos de muerte presidida.

Junto a esa memoria familiar ya mencionada, guardo del autor de Salterio y lamentación, acompañando a anécdotas diversas, algunas palabras que con su proverbial generosidad concibió, como cuando en 1994 de visita a mi apartamento de entonces en Línea no. 10, me regaló un poema en la página de la dedicatoria de su entonces recién publicado libro de relatos El Talismán y otras evocaciones,[3] para mí uno de sus mejores títulos y que fuera merecedor del Premio de la Crítica en 1995. De la lectura de ese volumen ha dicho con razón Marilyn Bobes que allí descubrió “al más raro y atractivo cuentista que yo hubiera podido sospechar entre nosotros”. Pablo escribió estas líneas con su caligrafía clara y amable:

Para Norberto y las cosas lejanas

La memoria hace su casa,

crea su espacio

y en él: tiempo para seguir

haciéndose recuerdos.

Son las casas

custodios de la poesía

parece que alzan vuelo

y van de Sur a Norte

pero siempre permanecen

allí, donde habita

la memoria tenaz

implacable: la poesía

              y todo mi amor

            Pablo A

O igual en la dedicatoria “A Maruja. A mis hijos”, de su antología El sueño, la razón,[4] agrega estas dadivosas palabras —fechadas hace ya más de treinta años, el 4 de enero del 88—, siempre en el estilo de ese regalo versificado y tan personal cuando te dedicaba un libro, y con el familiar Pablo A al final de su escritura:

Norberto, hay siempre un día,

una razón, un hecho

que hermana.

Ya pasaron el pitirre

y el sinsonte

y dejaron su estela:

canto o briza (sic) crepuscular.

Hijo mío, hermano, amigo

vuelve tus ojos a ese día,

a ese hecho, a esa razón

y con él, en ellos

nos reencontramos.

    Con un fuerte abrazo

      y mi cariño

          tuyo

       Pablo A

Por todo esto, y más, quiero celebrar y compartir en estas torpes, egoístas palabras, el tesoro de mi “egoteca” que es el haberlo conocido.


Notas:
[1] Aracelys Bedevia. “Luz y retorno del poeta Pablo Armando Fernández” (periódico Juventud Rebelde,4 de noviembre de 2021).
[2] La versión original apareció en Lunes de Revolución, año 1, no. 26, 14 de septiembre de 1959, pp.13-16.
[3] Pablo Armando Fernández. El talismán y otras evocaciones (Editorial Letras Cubanas, 1994).
[4] Pablo Armando Fernández. El sueño, la razón (Ediciones Unión, 1988).

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