Entre la épica y la historia: “El Teniente Crespo”, de José Martí

Marlene Vázquez Pérez
23/2/2021

Este 24 de febrero estaremos conmemorando un aniversario más del inicio de la Guerra de Independencia. En el imaginario popular este levantamiento es recordado como El Grito de Baire, si bien es cierto que hubo levantamientos en varios lugares de la Isla.

Entre los muchos aportes de José Martí a la causa de la libertad está, sin duda alguna, el haber sido el organizador principal de la última contienda entre Cuba y España. Ello significó no solo preparativos de orden logístico, militar o conspirativo, sino que la guerra fue precedida por una preparación ideológica rigurosa, ejercida por todos los medios a su alcance, entre los cuales sobresale la fundación del periódico Patria, el 14 de marzo de 1892.

Desde las páginas de este rotativo, y también desde otros órganos de prensa, o desde la tribuna en sus abundantes discursos, Martí se dedicó a levantar el ánimo de los cubanos en pro de la independencia y, por ende, de la nueva guerra. Para ello no desdeñó el analizar los errores cometidos en el 68, pero sobre todo, se dedicó a resaltar las memorias épicas de aquella dura década de combate y sacrificio. Con ello conmovía a los lectores, los implicaba afectivamente en el proceso organizativo, movilizaba a los indecisos y temerosos pero, sobre todo, hacía justicia a los héroes, muchas veces anónimos, que merecían ser venerados y recordados con admiración y gratitud.

La Guerra de los Diez Años mereció la atención de Martí desde todas las perspectivas de análisis posibles: militar, histórica, política, pero también fue un tema muy frecuente de su creación literaria. Desde muy temprano se propuso recopilar información para un libro sobre la historia de la Revolución Cubana, que hasta donde sabemos no pasó de ser un proyecto. De ello han quedado numerosos apuntes, en los que se nota la minuciosidad de datos, tales como nombres de los jefes, cifras de soldados, fechas, combates significativos, como si hubiese sido un historiador de oficio.[1]

Hay un texto breve, precioso por lo acabado de la factura narrativa, que me parece una de sus más emotivas y mejores contribuciones a la labor de difusión de la historia de la contienda. Se trata de “El teniente Crespo”, publicado en Patria, el 19 de marzo de 1892, en el segundo número del periódico.

Es una narración escrita que parte de la oralidad, como bien revela Martí en los mismos inicios: hilvana su texto a partir de los recuerdos del general Francisco Carrillo, quien tiene el don de la palabra y subyuga al auditorio al contar de viva voz el anecdotario de la Guerra. En esos encuentros de emigrados, ansiosos de ver libre a la Isla lejana, cada uno comparte con los demás sus vivencias, mientras esperan impacientes por el momento en que se den cita otra vez en la manigua. Un paratexto significativo, “cuento de la guerra”, alude al lado legendario, novelesco, de lo que se leerá a continuación, aunque tenga un comprobado basamento real.

Este escrito se distingue por una hibridez genérica poco común. Primero, se publica en un órgano de prensa, con objetivos ideológicos muy precisos y específicos, en un momento en que no había tenido lugar el posterior deslinde entre periodismo y literatura, y ambos discursos marchaban intrínsecamente ligados. Por ello funciona como un retrato o semblanza biográfica, que presenta al personaje real inserto en su momento histórico y en la dinámica de su nación. Segundo, la confluencia de los discursos oral y escrito refuerza la heteroglosia del texto, que dialoga, como podrá verse a seguidas, con el resto de la propia obra martiana y con otros referentes culturales y literarios, amén de la diversidad de voces que se entrecruzan en su interior. Propicia, además, un hecho curioso, pues Martí, que fuera inicialmente destinatario del relato del narrador oral Francisco Carrillo, se convierte, a su vez, en un personaje secundario dentro de la trama, que es quien cuenta la historia. Fabula con lo que escucha, le suma tangencialmente sus propias experiencias de vida, y se le desatan la imaginación y el estro, para producir un texto simbólico, visionario y conmovedor al mismo tiempo:

Cuando se oyen las cosas de la guerra grande, se cierran los ojos, como cuando reluce mucho el sol, y al volverlos a abrir están llenos de lágrimas. Y si el que cuenta las cosas de la guerra es Francisco Carrillo, no se puede oír de pie, no se puede: la barba tiembla de la vergüenza de no estar donde se debía; se ven sabanas, lomas, cabalgatas de triunfo, agonizantes inmortales, fuertes encendidos; la vida cuelga de la garganta, con el ansia de la pelea; se sale el cuerpo de la silla, como si fuera silla de montar, como si nos tendiéramos sobre el cuello del caballo, picando espuela, besándole la crin, hablándole al oído, para alcanzar al general bueno, que se echa a morir por salvar a los demás, para correrle al lado al general de barba de oro, que va, de sombrero de yarey, tejido por sus manos, y de polainas negras, para que lo vean bien los españoles, bebiéndole los secretos al camino, rasando, como el viento, la sabana.[2]

¡Eso es contar, y aquello fue pelear! Cuanto hay aquí que conmueva y resplandezca, es de Francisco Carrillo, es de él; cuanto hay aquí impotente, es mío.[3]

El propósito de este texto es claro: movilizar las conciencias en pro de la guerra que se avecina, a partir de las memorias afectivas del pasado. No se trata solo de contar la historia tal y como ocurrió, hay que ponerle alma, emoción, revelar el lado heroico, insistir en la capacidad de sacrificio, en la humildad con que jefes y soldados convivían en la manigua. Tan urgente es la necesidad de transmitir esas experiencias, de estimular la vocación heroica de los escuchantes, que el texto aparece en el segundo número de un periódico que no tuvo vida efímera. Con “El teniente Crespo” sienta Martí una pauta de la publicación: rendir culto a las vidas ejemplares de los que lo han dado todo por el bien de la patria.

El breve relato comienza por una introducción, donde se refieren las generalidades de la vida en campaña que evoca Carrillo: habla acerca del modo de alimentarse, de cómo se las ingeniaban para vestirse, o para hacer los cartuchos con las hojas de un diccionario, un pedazo de clavo o de balaustre, y la resina del jagüey para pegarlo. Esta inventiva y creatividad para vencer las dificultades es un motivo recurrente en sus páginas: baste recordar, entre otras, Vindicación de Cuba, “Lectura en Steck Hall” y el propio Diario de campaña. También están las sentidas evocaciones de Ignacio Agramonte y Máximo Gómez, en breves anécdotas paralelas, insertas en el relato mayor.

Dentro de ese entramado veremos cómo va emergiendo un personaje legendario, el campesino analfabeto Jesús Crespo, protagonista de esta historia, cuyo nombre es constante en los labios de Carrillo:

Y apenas sabe Crespo leer y escribir, pero sabe cien veces más, y es grande en literaturas, porque no es de los que escriben poemas, sino de los que los hacen. Carrillo le enseñó las primeras letras que supo; porque aquellos hombres, el capitán y el cabo, el general y el asistente, se enseñaban a leer unos a otros, sentados en un tronco, con el dedo en el libro y el machete al lado.[4]

Indudablemente, esa extrema coherencia, distintiva de toda la obra martiana, se hace evidente una vez más al contrastar este breve relato con otro escrito de Martí de la misma época. Me refiero a su “Prólogo al libro Los poetas de la Guerra,” publicado en 1893. Diría allí: “Su literatura no estaba en lo que escribían, sino en lo que hacían. Rimaban mal a veces pero sólo pedantes y bribones se lo echarán en cara: porque morían bien. Las rimas eran allí hombres: dos que caían juntos, eran sublime dístico: el acento, cauto o arrebatado, estaba en los cascos de la caballería”.[5]

Y es que Crespo es un héroe diferente, de otro tipo, que nada tiene en común con otras nociones al uso en el siglo XIX: hombre humildísimo, es el parigual de la mayoría de los bardos que cantaban a la gesta del 68 y sus paladines, y de los miles de emigrados cubanos, que reconocerían de inmediato en él a uno de los suyos. Es un hombre temerario hasta lo increíble. Su fuerza y destreza son descomunales, sobre todo cuando empuña un machete o una macana. Aprecia más la vida de los demás que la suya propia, pues es de esos seres generosos, nacidos para ayudar y servir a sus semejantes, de ahí su desprecio por el peligro. Así se cuentan algunas de las hazañas más notables:

Un día, oye, en el estruendo de la fusilería, que adentro del cuartel, en un ataque al pueblo, se quedó un cubano. ¿Quién es el que se queja, con ayes muy hondos, como si estuviese herido? Tomeguín es, el negrito de once años. Entra por medio de balazos; se pierde en la humareda; retumba adentro el tiroteo, y sale Crespo, rodeado de humo, con Tomeguín, como un fardo, colgando del brazo.[6]

Martí despliega aquí dotes de narrador y recursos de todo tipo. Uno de los más eficaces por la sensación de dinamismo, de inmediatez, por las asociaciones visuales que produce, es la narración en presente histórico. Cuenta así la toma de un fuerte en Camagüey, en poder de los bomberos de Remedios, que peleaban del lado enemigo:

Allá, al pie de uno de los torreones de la esquina, Crespo, de pie en un poyo, escala la torre, con ayuda de Carrillo. Ase el borde abierto, y por la boca les dispara adentro a los remedianos el fusil; todos los rifles le apuntan, y él se echa entre ellos, “solo contra toda España”. A filo de machete se abre paso; taja la masa viva; con el puño aturde a uno, y con la hoja corta a otro; y cercado de sus enemigos, con una mano al cerrojo y otra al arma, abre la puerta.[7]

Y ese valor extraordinario no le hace perder a Crespo la bondad y nobleza que lo distinguen. Como no le duraban los machetes, debido a la fuerza que desplegaba en la pelea cuerpo a cuerpo, se alegró mucho al hallar un sable español, pero pronto la decepción reemplaza al entusiasmo:

Un día vino muy satisfecho, con un sable de Toledo que se halló, de esos que se doblan hasta la mano sin quebrarse; y “estaba loco por probar el pájaro”. Pero el toledano le falló en el ataque de Santa Cruz, y le pareció mal “porque hace padecer mucho al infeliz”, por lo que se decidió a buscar “una cosa suya, porque la de otros no le daba resultado”. Al amanecer colgaba de una rama un palo de manajú, que era la invención de Crespo, que lo quería orear al sol, para que se le pusiera invencible. Y andaba así, por aquellas llanuras ardientes, grandazo, ido de lado, huesudo y socarrón, con la macana a la muñeca, derribando árboles.[8]

Es de notar en el párrafo citado la presencia de frases entrecomilladas, que indican la cita textual del testimonio oral, y dotan al texto escrito de dinamismo y fuerza expresiva. También debe destacarse su nobleza de alma, pues no se siente cómodo con el acero importado, no porque sea ineficaz, sino porque hace más cruel la agonía del enemigo. En esta referencia anecdótica aparentemente simple, hay todo un principio programático respecto a la guerra que se estaba preparando, que expondría Martí en otros documentos de alcance político:[9] debía ser amorosa y breve, y no era contra el español como ser humano, sino contra el gobierno colonial que desangraba la Isla. Es significativa, además, la lucidez y capacidad creativa del campesino analfabeto, que quiere inventar lo propio, porque lo ajeno no le satisface. Es el mismo principio martiano expuesto en diferentes textos a lo largo de toda su vida, pero sintetizado de manera sin igual en el ensayo “Nuestra América”: “[…] la salvación está en crear. Crear es la palabra de pase de esta generación. El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!”[10]

Otra de las cuestiones de interés que atiende Martí desde las páginas de este breve relato es el problema racial, que tanto explotaron los enemigos de la independencia, al enarbolar el fantasma del miedo al negro para dividir a los cubanos. Cuenta la relación fraterna y solidaria entre Crespo, gravemente herido, y el sargento mulato Pablo Martínez, quien salva la vida al campesino blanco al huir de los españoles llevándolo a horcajadas sobre sus espaldas. Tan abnegada y loable le parece la actitud del sargento que termina diciendo: “Es justo que haya aún palmas en Cuba, porque cuando la tiniebla se acabe, y seamos dignos de poner la mano en ellas, al mulato Pablo, ¡de la palma más alta le hemos de tejer una corona!”.[11]

Debe señalarse, además, que este hecho lo refiere Martí reiteradamente, como un ejemplo de la hermandad entre todos los cubanos, sin distinción del color de la piel. Una hermandad que peligra por las difamaciones que apuestan por alentar odios y divergencias, con lo cual solo gana el amo extranjero. Pensemos, si no, en otro texto de Patria, de 1894, “Los cubanos de Jamaica y los revolucionarios de Haití”.[12]

Y esa nobleza y dedicación al bien del prójimo, y esa increíble consideración hacia los mismos enemigos, llevan a Martí a adjudicarle a su protagonista un epíteto que sintetiza, mejor que ningún otro, los rasgos distintivos de su personalidad. Cuenta que el mulato Pablo decide huir con el inválido a cuestas arriesgando su vida, porque era su deber salvar “[…] a su teniente, al amigo del general, a Jesús Crespo el bueno!”.[13]

¿Cómo no pensar, entonces, en otro personaje de la historia de la literatura que ha sido caracterizado con el mismo epíteto? ¿Cómo no advertir la analogía con el desgarbado, maltrecho y bondadoso Don Quijote de la Mancha? Ambos han concebido como misión primordial de su vida el “desfacer entuertos,” sin recibir a cambio ningún beneficio material, salvo la satisfacción de haber cumplido con el deber consagrándose a un ideal de libertad y justicia.

El cierre del relato remite a la extrema humildad de este hombre natural, en el sentido martiano del término, y a su capacidad de generar, con su vida sencilla y actos de bondad, páginas conmovedoras. No solo fue bravo en la guerra, también en tiempos de paz, cuando no abundan los héroes, tuvo la entereza necesaria para enfrentar en calma el infortunio y seguir siendo generoso:

¿Y cómo vive ahora, dónde vive ahora el teniente Crespo? ¿Dónde, a más de nuestros corazones? Hace unos meses venía de Cuba un amigo de él y de Francisco Carrillo, que le fue a pedir el recado que quisiese para el General. Pensó el pobre enfermo; miró a su alrededor, en las paredes desnudas; miró, en vano, en las gavetas vacías; mandó descolgar una cartuchera y la llenó de huesos: “Ahí te mando, Carrillo, lo único que te puedo mandar, la cartuchera que le quité al oficial de las Nuevas de Jobosí, y los huesos que me han sacado”. ¡Le mandaba su gloria y su existencia! Carrillo al contarlo, una vez, al fin, palideció. El teniente Crespo vive en Cuba, enfermo de un mal terrible, en una casita muy pobre, cayéndose a pedazos.[14]

Es un ejemplo de altruismo que Martí pone ante los ojos de los lectores de Patria, llamados ahora a imitar, con su participación en la guerra futura, esa vida ejemplar. El hombre humilde, que desdeña los bienes materiales, se desprende de lo único que posee, el trofeo de guerra arrancado cuerpo a cuerpo al adversario, y la poca vida que le resta, para enviarlo como prueba de fidelidad a su jefe y amigo.

Ese texto, breve por su extensión e inmenso por el alcance, reúne en sí, como ya se ha visto, grandes méritos literarios, acordes con la originalidad poética de Martí. Al mismo tiempo, muestra su extraordinaria capacidad de fundador, de unificador de la nación en aras de la guerra que estaba organizando amorosamente. En ella intervendrían, hermanados en bien de Cuba, por encima de desavenencias pasadas, hombres ya fogueados, como Carrillo, Collazo y muchísimos más, y los “pinos nuevos”, agradecidos e inspirados en el ejemplo de aquellos, como el propio autor del relato. 


Notas:
[1] Véase Fragmentos para el libro sobre la Historia de la Revolución Cubana, OC, Ed. Crítica, CEM, La Habana, 2001, t.5, p. 322-328.
[2] OC, t. 4, p. 365.
[3] Ídem. Cursivas mías, (MVP).
[4] OC, t. 4, p. 366. Esta práctica de alfabetización mambisa fue frecuente durante la Guerra de los Diez Años. Martí refiere otro ejemplo similar, el de Ignacio Agramonte enseñando a leer a su amigo y subordinado Ramón Agüero, con la ayuda del cuchillo para grabar las letras en las hojas de los árboles. Véase “Céspedes y Agramonte.” OC, t. 4, p. 362.
[5] OC, t 5, p. 230.
[6] OC, t. 4, p.367.
[7] Ibídem, p 368.
[8] OC, t. 4, p. 367.
[9] Véase, entre otros textos, su discurso en el Liceo cubano, de Tampa, el 26 de noviembre de 1891, conocido como “Con todos y para el bien de todos”, OC, t. 4, p. 267-279.
[10] OC, t. 6, p. 20.
[11] OC, t. 4, p. 370.
[12] OC, t. 3, p. 103.
[13] OC, t. 4, p. 369-370.
[14] OC, t. 4, p. 370.
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