Entre la gramática y la vida

Luis Toledo Sande
3/8/2018

Cuando el pasado 16 de julio circuló en El País madrileño una entrevista al director de la Real Academia Española, Darío Villanueva, este artículo estaba escrito, por otras motivaciones: entre ellas, la realidad cotidiana y el disgusto que por correo electrónico le expresó al autor una lectora con respecto al comentario que apareció en La Jiribilla  —se recordará más adelante— en una nota del propio articulista publicada en ese órgano. La vida prima, y un hecho resulta curioso: algunas personas que, en general, acaso ni tengan en cuenta a la mencionada Academia, la defienden con ardor si se trata de acatar la regla que fija al género masculino como neutro. Tal ardor parece crecer con o contra la voluntad crítica —ya personal, o de movimientos y gobiernos progresistas— que desoye la norma aludida y rechaza lo que se puede esconder tras ella.


El director de la Real Academia Española, Darío Villanueva. Foto: Internet

 

En el idioma, se sabe, influye la ley del menor esfuerzo. Es más práctico, y hasta se considera más elegante —va un ejemplo—, decir “los trabajadores” y “los ciudadanos” que repetir una y otra vez “las trabajadoras y los trabajadores”, “los ciudadanos y las ciudadanas”. Es innecesario imaginar giros como “Pedro es español y Eugenia es española”, en vez de “Eugenia y Pedro son españoles”; menos aún “los camarados y las camaradas” o “las poetas y los poetos”, que, mientras no se pruebe lo contrario, son chistes de variada finalidad o distan del sentido común. Pero nada impide emplear formas inclusivas y sintéticas del tipo de “la población trabajadora” y “la ciudadanía”.

Que el género masculino se haya impuesto a la vez como no neutro se asocia a los fueros del patriarcado, que se beneficia con la equivalencia de hombre a varón y a ser humano en general. A la mujer se le ha considerado hasta nacida de la costilla de un hombre, y en no pocos contextos —si no en teoría sí en la práctica— sierva o apéndice de él. De un grupo de mil mujeres y un solo varón se habla en masculino, y sería hasta ofensivo hacerlo en femenino. Para ceñir la explicación al español, apúntese que, salvo excepciones, en la formación de esta lengua desapareció el género neutro latino, y el lugar de este lo ocupó el masculino junto con el suyo propio, antónimo de femenino.

La presencia de mujeres entre quienes defienden, apasionadamente, el predominio del masculino, confirma que el pensamiento dominante lo es porque también lo asumen las víctimas de la dominación, y el lenguaje es el soporte material por excelencia del pensamiento. Contra quienes han creído que la Real Academia Española no solo desaprueba el desacato —mostrado con giros como “los trabajadores y las trabajadoras”— del ninguneo aplicado a las mujeres, sino que incluso un dictamen suyo le había puesto fin a esa práctica, el autor de este artículo publicó no hace mucho en Cubadebate el más reciente de los textos, no el único, en que ha tratado el tema.

No actuó por ignorancia de la norma aludida, sino para recordar que la Academia opina o dictamina, hasta repudia, y debe seguir contribuyendo a cuidar la unidad del español, sin desmedro de sus particularidades regionales; pero carece de poder para erradicar lo que desaprueba. El uso de la lengua lo decide quien la crea, el pueblo, y la Academia ni siquiera le ha puesto fin al rancio Real que lleva ella en su nombre.

Esa Academia, que no admitió en su claustro a Gertrudis Gómez de Avellaneda y a Emilia Pardo Bazán, aunque después ha recibido a otras mujeres —con ello, manifiesta su actual director en la entrevista mencionada al inicio, “está intentando resolver un problema histórico”—, ha merecido muchas rectificaciones. Algunas las aportó María Moliner en su Diccionario de uso del español —el preferido de Gabriel García Márquez, y no solo de él, entre todos los lexicones de este idioma—, y está recordándolas en La Habana la feliz puesta en escena, por la actriz y directora Eva González, de El diccionario, obra de Manuel Calzada, español como ella, y la propia Moliner.

Pero entre quienes más apasionadamente impugnaron al articulista hubo mujeres, y una estimó necesario extenderse sobre la norma que él había explicado en su texto. Cuando a la editora que reprodujo el artículo en el mensuario cubano que desde el título representa a las mujeres, el autor le habló de la desfavorable reacción de algunas de ellas contra el texto, con su acostumbrada sonrisa luminosa ella le respondió: “Hay muchas mujeres machistas”. Defensas a la comentarista se hicieron desde ángulos diversos, como —entre otros— el del encrespado intrigante que colecciona seudónimos para posar de ultraizquierdista, aunque ciertamente se regodea en todo lo que él supone que le sirve para atacar posiciones revolucionarias.

Pensar como prefiera o pueda hacerlo es un derecho no solo de quienes asumen posiciones academicistas, sino también de quienes defiendan otras tesituras. Pero si este articulista ignorase la norma académica comentada, tendría al menos que sentir vergüenza por no haber aprendido ni lo elemental de lo que ha leído, ni de quienes le han enseñado español desde la escuela primaria para acá.

En la universidad, sobre gramática y otras áreas lingüísticas en particular disfrutó clases de Francisco Alvero Francés, Otilia de la Cueva, Ofelia García Cortiñas, Max Figueroa Esteva. Y algo de ellos aprendió, al menos para no ultrajar el título de doctor en Ciencias Filológicas y, sobre todo, para tratar de escribir con la corrección con que tiene la responsabilidad de hacerlo. Pero no intenta aquí autodefenderse. Por el contrario, pide que quien le quiera impugnar sus posiciones ante determinada norma de la Academia, dé por sentado que no es inocente ni desea merecer el atenuante de la ignorancia, aunque se sabe mucho más cerca de ella que de lo que quisiera conocer.

Cada quien es libre de actuar con respecto a la Academia —y no solo en lo que a ella concierne— según desee, incluso obedecerla de rodillas. El articulista carga conscientemente con su modo de asumirla. Respeta las contribuciones de esa institución al cuidado de la unidad del español, y rechaza el arrastre hispanocéntrico que la ha caracterizado hasta nuestros días, por mucho que haya evolucionado y mucho terreno que hayan sabido ganar las que de modo natural se denominan Academias de la Lengua.


"Cada quien es libre de actuar con respecto a la Academia". Foto: Internet

 

Estas últimas representan a las personas que fuera de España hablan el español, y hoy representan alrededor del noventa por ciento de las que lo han fraguado en el medio milenio determinante para que llegara a ser lo que es. Tienen tanto derecho a usarlo como los pobladores de la exmetrópoli, donde nació la Academia que sigue llamándose Real, no por verdadera —también lo son las otras—, sino por su linaje monárquico.

Tener sensibilidad lingüística es una virtud, sobre todo si no se agota en sí misma. Hay otras expresiones de la sensibilidad humana que requieren, merecen y deben tener asegurado su espacio, especialmente si conciernen a la dignidad. José Martí, a quien nadie en su sano juicio y en uso de honradez querrá escatimarle —entre sus inmensas y clarísimas luces— el extraordinario dominio que tuvo del español, recomendaba no quedarse en la cáscara de las palabras, sino llegar a su médula.

Sería absurdo poner en duda que conocía al dedillo la norma que avala las prerrogativas del género masculino, pero no por gusto fue consciente de la necesidad de, llegado el momento, provocar alguna ruptura en la observancia de esa regla. Al inicio de la nota introductoria donde plasmó los fines de La Edad de Oro, publicación con la que se propuso sembrar sabiduría y conciencia,escribió: “Para los niños es este periódico”. Pero, ejemplarmente preciso como era en el uso de la lengua, no se detuvo en ese punto, y escribió: “Para los niños es este periódico, y para las niñas, por supuesto”. Sabía que se dirigía a un público en que la porción femenina solía ser ninguneada.

Si a la voluntad justiciera se opone, aún más que el formalismo, el tiquismiquis lingüístico, algo puede andar mal en el pensamiento, como al repudiar ciegamente los llamados de atención sobre lo excluyente que puede ser algún designio de la Academia. En una nota ya aludida, el autor del presente artículo alabó la actitud solidaria del pueblo cubano ante la tragedia aérea del pasado 18 de mayo, y hubo quien se desentendió del sensible asunto y, con el título “Problema de género”, envió a la revista, donde se publicó, este escueto comentario: “Cubanos y cubanas, niños y niñas. La Real Academia y Las Academias, aclararon el mal uso en torno a estas expresiones. Gracias”. Por respeto al comentarista, el autor de la nota no se permite hacerle correcciones, pero algunas serían básicas, máxime si se intenta defender la pureza lingüística.

Quien opte por someterse a los dictámenes de la Real Academia Española como si fueran órdenes divinas, se privará de no pocos vocablos, como lomerío, que aún ella no ha recogido en su lexicón, pero tan entrañable es al menos para Cuba. O siéntese a esperar a que reconozca otros, como daiquirí, que hasta hace poco tiempo suplantó por daiquiri, aunque esa bebida le deba origen y nombre a un topónimo cubano, Daiquirí.

En descargo de la Academia es justo decir que a menudo es más flexible que quienes le rinden culto de obediencia. Cada cierto tiempo incluye en su Diccionario vocablos —o variantes de estos, como ícono, no solamente icono— que antes desconocía. Pero hay quienes aguardan a que ella —otro ejemplo— acoja prevenible, para dejar de creer no solo que es innecesario, sino que “no existe”, porque basta previsible, con lo cual se ignoran connotaciones que diferencian a esas palabras. No por gusto la Academia los hizo quedar mal con el anuncio de que prevenible estaría en la siguiente edición de su Diccionario. El asunto es sencillo: aquel vocablo existe y existiría aunque ella no lo asentara en su “registro de direcciones” ni le otorgara el “carné de identidad”.

En lo tocante a determinadas ocupaciones o responsabilidades, asunto nada ajeno a la norma que viene discutiéndose, con la creciente aparición de mujeres en profesiones como la Medicina y distintas ingenierías, y en funciones como la presidencia —hasta de países—, prosperan las formas femeninas médica, ingeniera y presidenta, aunque no hayan faltado contra ellas inercia y reacciones incluso airadas. El uso es tan influyente que la propia Academia puede hasta pasar por alto dinámicas propias del idioma. Lo hace, digamos, al aceptar como forma imperativa del verbo ir no solo íos, sino también iros, porque si bien la primera es la conjugación correspondiente, canónica, incluso personas cultas la rehúsan porque seguramente la sienten muy desvalida.

Ni de lejos se intenta ni hay en estas líneas espacio para esbozar un inventario de cambios que —no siempre tal vez como para aplaudirlos— la Academia Española acepta, y que pueden llevarla incluso a posiciones indecisas, en correspondencia con el carácter mutante de la lengua. Pero nadie debe cederle a institución alguna el derecho y la responsabilidad de pensar por sí propio, y menos aún si están en juego relevantes asuntos de contenido. Quienes le concedan demasiado a la Academia se arriesgan a que ella cambie de lugar la escalera, o la quite, y los deje colgados (o colgadas) de la brocha.


No se debe “confundir la gramática con el machismo”. Foto: Internet

 

Quién sabe si tendrán que prepararse para que un día admita que el uso ha convertido en personal al verbo haber, como equivalente de existir. Los habían problemas y los habrán regulaciones se multiplican como para reclamar carta de ciudadanía en el español, aunque no le gusten ni al autor de este artículo. Pero, si se quiere cuidar celosa y productivamente la corrección del idioma, ¿por qué no rechazar también con pasión el mal empleo de humanitario como sinónimo de humano? Tal error viene a validar la dolosa calificación de humanitarias dada por el imperio —y la OTAN, su brazo armado internacional— a sus acciones genocidas. ¡Cuántas acciones militares, intervenciones, masacres calificadas de “humanitarias”, sobre todo de finales del siglo XX para acá!

Entre la gramática y la vida, por importante que sea la primera y él la disfrute, el articulista prefiere guiarse por la segunda, aunque deba apoyar alguna ruptura de sistema para poner en claro ideas que lo requieran. En eso opta por ser responsable o —sometido a juicio— culpable, antes que desprevenido o inocente. Lo confiesa ante lectores, y ante lectoras, porque, si bien en la entrevista citada el director de la Academia dice que no se debe “confundir la gramática con el machismo”, lo cierto es que la primera puede escribirse con tintas patriarcales.