Érase un absurdo acto de fe

Raúl Escalona Abella
24/4/2019

Hubo un primer encuentro. No fue en el salón de conferencias, ni siquiera en la Facultad de Comunicación, sino que hubo un primer encuentro, y un segundo… y un tercero y un infinito etc…. Un encuentro de cada uno con lo que sabía, lo que le interesaba y lo que la sociedad ha construido con el devenir de los años de aquello que en nuestra historia reciente ha quedado acuñado como el “Quinquenio Gris” (y al escribirlo casi puedo oír los acordes iniciales del primer movimiento de la Quinta Sinfonía de Beethoven).

La explosión de ideas solo es característica de la confluencia de la sabiduría de los que allí estuvieron. Fidel Vascós, economista; Víctor Fowler, poeta; Víctor Casaus, ensayista y Rafael Hernández, sociólogo. Todos de prestigio, todos protagonistas de la época, todos dedicados a analizar críticamente en distintas áreas la sociedad cubana del hoy y del ayer.

 De izquierda a derecha, Rafael Hernández, sociólogo; Víctor Casaus, ensayista; Víctor Fowler, poeta;
y Fidel Vascós, economista. Foto: Ernesto Arturovich

 

“…el Atrida echó al mar una velera nave, escogió veinte remeros,

cargó las víctimas de la hecatombe para el dios, y, conduciendo a Criseide,

la de hermosas mejillas, la embarcó también…”.

Ilíada Canto I

¿Cuánto sacrificio se necesita para levantar a los más humildes de su total presidio existencial? Los grandes sacrificios a los dioses eran denominados en la antigüedad clásica como hecatombes, porque según su origen, del griego, la palabra se traduce en cien bueyes, lo que relata un poco una cantidad desorbitada, aunque podrían ser cifras menores.

Cuando digo que la zafra del 70 fue nuestra gran hecatombe, lo digo en el sentido clásico, más raigal. Claro que no me refiero a las características exactas del ritual griego, sino a otra clase de sacrificio: el ser humano que en el altar del tiempo posa la daga afilada del esfuerzo sobre el cuello delicado de la comodidad y la tranquilidad y pasea el lado cortante en un trazo rojo macabro, pero que vivifica y sume a los hombres y las épocas en grandes transformaciones. Algo así me quedó de esta década que no viví, pero que sentí relatada en los huesos y percibí diferente, desde una óptica integrada. No solo como el proceso infeliz de la represión contra artistas, sino como la etapa del desarrollo acelerado, de la premura por crecer, por ser fuertes, desarrollados, cultos, de la ansiedad por hacer en unos años lo que a otras sociedades ha tomado siglos.

Curioso el setenta que allí descubrimos. Prensa que publicaba en inglés, que alababa al director francés Jean-Luc Godard, que homenajeaba a Cocó Chanel e incluso ponía anuncios publicitarios promocionando la novedosa escoba plástica. Redescubrir unos años que se sitúan como el mero período triste nos hace pensar en nuestra enseñanza de la historia. ¿Qué hemos hecho trascender de la Revolución? En un momento Víctor Fowler decía: “Las épocas son lo que se dice de ellas en el momento, lo que se puede en el momento, lo que se recuerda de ellas más tarde y el recuerdo viene filtrado siempre lo mismo por la memoria que se equivoca que por los posicionamientos que corrigen el pasado”. ¿Por qué se ha reducido de manera simplificada a los setenta como el período gris, de pausada y premeditada sovietización, cuando no es absolutamente eso?

“…Y los dioses inclinaban alternativamente en favor de unos

 y de otros la reñida pelea y el indeciso combate; y tendían

sobre ellos una cadena inquebrantable a indisoluble

 que a muchos les quebró las rodillas…”.

Ilíada Canto XIII

La Revolución es un escenario de lucha. Aquí radicó otro pilar importante del panel. La lucha en el seno de un proceso revolucionario no se detiene —aún hoy lo vivimos— y constantemente está redefiniéndose ese campo. Las manifestaciones radicales en determinados períodos históricos no son más que el triunfo de las fuerzas que representan. La idea de la unidad monolítica es un subproducto de la burda prensa devenida mera propaganda del aparato ideológico del Estado. Dejarnos arrastrar por los conceptos reduccionistas, así como pretender que la Revolución fue un coro griego cuyo corifeo era Fidel, es un error. Si bien los años setenta han trascendido como la era de la represión contra intelectuales y artistas a partir del Congreso de Educación y Cultura, es necesario aclarar que esto es expresión del triunfo de determinado sector dentro de la Revolución.

Entonces la Revolución se quiebra como unidad monolítica sedimentada en las ideas de un único hombre y se plantea como entidad compleja de confrontación y constante reconfiguración, donde se deciden los destinos no solo de los pueblos, sino también de los individuos que deciden las políticas de los pueblos.

Indiscutiblemente nuestra visión de la historia queda cerrada cada vez más a simplificaciones extremas. La historia de la Revolución es en nuestras escuelas reducida a dificultades productivas y a confrontaciones con el imperialismo yanqui. Mantener en mascaradas y falsos compromisos la complejidad de un proceso que se enriquece con cada confrontación y escenario de lucha, signa su verdadera debilidad y división.

Ojalá las nuevas generaciones pudiéramos entender los años setenta. Ojalá pudiéramos comprender el sistema de control sobre la prensa, o las restricciones a la creación artística, o incluso revivir la época donde era absolutamente imposible cuestionar o siquiera debatir las políticas del país de manera pública, por suerte esa época ha pasado.

El panel ha sido necesario, nos ha introducido al mundo complejo del redimensionamiento de las épocas históricas. Los años luminosos se nublaron un tanto, y la época de la catástrofe final se redimensionó como la era de la bonanza artificial y de los sueños de una segunda generación de cubanos.

Nunca ha sido fácil la herejía —como casi reza de título un documental— y no debe serlo, porque la herejía enfrentada en franca lucha a la falsa ortodoxia, da las dimensiones complejas de una batalla flameante que hemos querido llamar Revolución, acto cargado de fe, de tensión intelectual y lucidez grandiosa. Queda —en palabras de Víctor Casaus— “utilizar esta experiencia gris, triste, como le quieran llamar, en herejía para cambiar las cosas, eso es lo que hace falta”.

Tomado de Revista Alcance