Érase un café descafeinado

Laidi Fernández de Juan
10/8/2020

Mi amiga Hilda me cuenta que según su cardiólogo, debía descafeinar su desayuno habitual. Elevadas cifras de tensión arterial, y su constante taquicardia, indican que ya no puede seguir consumiendo café con cafeína, sino su variante deslucida, para lo cual mi amiga debió recorrer varias tiendas, en búsqueda de café instantáneo descafeinado. Tuvo la dicha de hallarlo, aunque a un precio exorbitante, en el Cupet situado en 25 y G, en El Vedado.

Caricatura: Tomada de Cubahora
 

Para acceder a dicha tienda, cada mañana se forma una cola enfrente, con el respectivo organizador, y el correspondiente uniformado que se encarga de hacer cumplir el distanciamiento social y el uso de nasobuco. Según mi amiga, las cosas no son tan rígidas como cabría esperarse, dado el hecho de que casi nunca se encuentran en el lugar ni el organizador de la cola ni la policía, pero tampoco es tan caótico como sucede en los grandes almacenes. A lo que vamos: luego de dos horas y quince minutos bajo el tórrido sol de agosto, al fin Hilda pudo entrar en la tienda por primera vez, agarrar una lata de café descafeinado, hacer la segunda cola (para pagar en la caja contadora), siempre nasobuqueada y manteniendo distancia. Para su asombro, la despachadora le dijo, sin ninguna compasión, que el producto “no pasaba por la caja”.

—¿Qué significa eso?—quiso saber mi amiga.

—Que no puede comprarlo, porque no pasa por caja.

—¿Y eso qué me importa a mí, que he hecho la cola, con nasobuco, acalorada y sin rozar a nadie? Hágame el favor y llámeme al gerente, regente, administrador, económico o como se le diga al jefe de este lugar—añadió, ya con aura de palpitaciones.

—Eso no es posible, compañera. El gerente está reunido —respondió la cajera.

—¿Reunido al mediodía…para qué? —quiso saber Hilda, cuando la presión sistólica, según sus cálculos, ascendía a 150 milímetros de mercurio.

—Precisamente para resolver el problema —dijo la muchacha.

—¿Cuál problema?

—Que el café descafeinado no pasa por caja —añadió quien debía operar la máquina contadora, o sea, la caja.

—Esto no es real…no es posible…es mentira que yo no pueda comprar café descafeinado, compañera, ayúdeme, por favor, que me siento mal.

—¿Y qué usted quiere que yo haga?

—Que me lo venda, por ejemplo.

—¿No entiende que no pasa por caja?

—¿Y el método de anotar en un papelito cualquiera el costo de una mercancía, igual a como hacían los viejos bodegueros, ya no se usa?

—Pues claro que no, para eso existe la caja, señora.

Los integrantes de la cola detenida por el diálogo, empezaron a protestar, me cuenta Hilda, ante lo cual ella optó por retirarse del lugar, e ir directamente al policlínico, donde le midieron su tensión arterial (160/100 mmHg), por lo cual fue necesario medicarla de inmediato. Además, la doctora de guardia le explicó técnicas de relajación para emergencias. Mi amiga refiere que dejó que pasaran dos días, y regresó al lugar de los hechos. Tenía la esperanza, la fe, la convicción de que ya el gerente, regente o administrador económico hubiera resuelto el problema de la caja registradora que no registra. Sin embargo, antes de marcar en la cola de enfrente, atinó a preguntar en la puerta de la tienda si ya era posible vender el descafeinado que nadie compra. “No. No pasa por caja”, informó el guardia de la puerta. Mi amiga inspiró y espiró largamente, siguiendo las orientaciones de relajación, y luego de tomar la decisión de permitir que pasaran dos días más, volvió a irse con las manos vacías.

Caricatura: Tomada de Granma
 

Cinco jornadas más tarde del primer día, previa toma de atenolol junto a medio alprazolam que le quedaba en sus escuálidas reservas, encaminó sus pasos hacia la tienda del mentado Cupet. Sin pedir permiso ni perdón, entró como un bólido, agarró la lata de café desleído indicado por su cardiólogo, y se plantó delante de la muchacha que atendía la caja, una gordita joven cuyo rostro le resultó desconocido.

“Que pase…que pase…que pase”, murmuró mi amiga cerrando los ojos y apretando los puños.

—Lo siento, pero esto no pasa por la caja —dijo la neocajera de turno, despertando a Hilda del leve sopor alcanzado gracias a los químicos que llevaba en sangre.

Ella inspiró largamente, sostuvo el ritmo, espiró, repitió varias veces la operación, y al cabo de cinco o seis minutos, conteniendo un ataque de nervios, dijo:“BÚSQUEME AL GERENTE O A QUIEN MANDA AQUÍ”, con 18 de puntaje de voz. “Un momento, llamaré a la económica”, dijo la cajera, y añadió, “Siéntese afuera, yo le aviso”. Mi amiga Hilda encontró un cartel a la derecha de la tienda que decía Prohibido sentarse, en cursivas, ideal para posar las caderas, cosa que hizo, ya en plan desafiante. Transcurrieron unos 20 minutos, sin que nadie le dijera “No puede sentarse donde está sentada”, ni mucho menos “ya se resolvió el problema”, cuando Hilda se fijó en un caballero que estaba a punto de entrar en la tienda. Notó que iba correctamente vestido, con cara seria, y cierto apuro, todo lo cual le hizo intuir que ese hombre era el gerente. Movilizó su hipertenso y taquicárdico esqueleto, y alcanzó a abordar al hombre correcto, justo antes de que él se adentrara en la tienda.

—Compañero, compañero, un momento, por favor. ¿Puedo hacerle una pregunta, por favor, por favor?

—Sí, dígame usted —respondió el aludido.

—¿Usted manda aquí?

—Bueno…yo no mando, yo controlo, yo soy responsable de que cada mercancía llegue y sea distribuida de acuerdo a…

—Ay, qué felicidad, gracias a todos los santos, ¡Usted es el gerente! Lo mío es sencillo: llevo casi una semana viniendo a este lugar, y siempre me voy con las manos vacías, porque resulta que lo que yo quiero…bueno, no es precisamente que yo lo quiera…es que mi cardiólogo me ha dicho…

—Señora, cálmese, que soy el gerente, pero no psiquiatra.

—Sí, sí, perdón, perdón, son los nervios —dijo Hilda—, es que ya no me queda ningún alprazolam, perdón, compañero gerente. Le decía que el producto que necesito, según mi cardiólogo, lo hay aquí, está en existencia, como dicen ustedes, pero no pasa por caja, y ya van varias veces que me dicen lo mismo, y usted comprenderá que si no pasa por caja, la cajera no me lo vende, y si no me lo vende, no lo compro, y si no lo compro…

—¿Qué usted dice? —bramó el aludido, a lo que añadió ¿Y por qué yo no sé nada de esto? —según Hilda, con letras del tamaño de un cartel.

—Y yo qué sé, dígamelo usted —respondió mi amiga— ¿Cuál fue el resultado de la reunión para analizar por qué el café descafeinado no pasaba ni pasa ni al parecer pasará por la puñetera caja de la tienda que usted controla y supervisa?

Por un instante, cuenta Hilda, ambos se miraron frente a frente, con deseos de abrazarse y llorar juntos, o de compartir medio alprazolam; pero la magia fue interrumpida por la neocajera, quien, habiendo contemplado la escena a través del cristal de la tienda, procedió a salir lo más rápido que su gordura le permitía, para decir alto y claro, con un puntaje que Hilda calculó entre 14 y 16:—YA, YA, NO HAY PROBLEMAS, EL CAFÉ PASA POR CAJA.

Mi amiga entró como un bólido, agarró otra vez la misma lata, y se apresuró en dirigirse a la caja, donde ya la mujer joven, gordita y con rostro súbitamente amable, esperaba sentada. El gerente observó la operación del “pase por caja”, y le deseó buenas tardes a Hilda. Ella, como es natural, agradeció la atención prestada, y se fue lo más rápido que su corazón le permitía, dadas las circunstancias. Vino hasta mi casa, contenta por el éxito de su gestión, y porque hemos llegado al punto en el cual lo normal resulta extraordinario. Luego de contarme su avatar, me invitó a acompañarla al estreno de su tan anhelado café sin cafeína, a pesar de mis advertencias de que era mejor conservarlo solo para ella. Sirvió dos tazas, y nos sentamos en mi portal, a resistir el bochorno de este agosto de 2020. Sinceramente, el café sabe a plagio, pero… “¡qué maravilloso está!”, fue lo que dije. Que los esfuerzos se premian, digo yo. Todo sea por contribuir a la sostenibilidad de nuestros aparatos circulatorios, y a la sustitución de incomprensiones, malos tratos, y el arbitrio que tanto daño nos hace.