Extinguir al cheo. ¿Reto o necesidad?

Dariana Valdés
21/12/2017
 
 
 

No soy periodista. Si bien el sabor de nuestra exquisita lengua me hace sentir cosquillitas en el estómago, puedo reconocer en acto de solemne resignación que me hubiese gustado tener el privilegio de serlo. No sé si fue mi temprana iniciación en el mágico mundo de las palabras lo que me impulsó a escribir aquellos primeros versos que, sin saberlo, me teletransportaron a una butaca del teatro de la Casa de la Cultura de Plaza de la Revolución aquel 26 de julio de 1981, cuando con solo ocho años recibía el primer Premio de Literatura en el Concurso “Herminio Almendros”. Ni tan siquiera tenía conciencia de lo que sucedería segundos luego de escuchar mi nombre, pues mi inocencia de infante me hizo congelarme totalmente en aquel asiento, y fue mi orgulloso abuelo quien con ojos empañados por la emoción subió al estrado a recoger aquella pequeña tortuguita de barro, hecha por concursantes de la plástica, junto con un ejemplar del divino Oros Viejos, obsequios que aún atesoro con fervor. No, no soy periodista. Sin embargo, hoy se me ha solicitado asumir un reto que acepté, en acto de total osadía —y quizás de también algo de irresponsabilidad— pues no creo que mi amor por las letras sea suficiente material como para permitirme realizar una crítica periodística. Se requieren años de estudio para ello. Por tanto, me disculpo de antemano con los lectores si cometo alguna falta técnica. Sucede que el tema que se me ha pedido abordar bien vale agachar la cabeza en señal de disculpa y hasta aceptar un par de porrazos por tal atrevimiento, siempre que se me permita abrir una hendija por donde pueda dejar escapar esta tormenta de ideas que hoy me quita el sueño y resta días a mi almanaque. Me refiero a la pérdida de valores en mi sociedad.

Sí, suena triste. Muchos le echan la culpa a los crudos y difíciles años de Período Especial. Yo soy una de esos “muchos”. Quizás el pueblo se vio tan abruptamente envuelto en una infortuna de escasez de toda índole que le hizo olvidar de a poco ciertos preceptos ineludibles. Lamentablemente, la lista es larga. Pero, mejor simplemente comenzar.

Desde hace algún tiempo se ha desatado una furia “hiperdecibélica”, por llamarle de algún modo, a todo lo largo y ancho de nuestra isla. Personas de todas las edades, principalmente jóvenes, hacen uso de las llamadas “bocinas de mano” y se pasean por toda la ciudad con música violenta y agresiva, obligando tanto a transeúntes como a viajeros en ómnibus a escuchar esa amalgama de vulgarismos y obscenidades. He estado leyendo con relativa frecuencia en los diarios nacionales muchísimos artículos relacionados con el tema, muy interesantes, por cierto. He sostenido comunicación electrónica con los periodistas José (Pepe) Alejandro Rodríguez y Osviel Castro Medel, ambos del diario Juventud Rebelde, los cuales muy amablemente han respondido a mis inquietudes y se han hecho eco de mis opiniones y sugerencias. Particularmente le comentaba al compañero Medel que, sin intenciones para nada aduladoras, lo consideraba un periodista muy directo y transparente, de esos que escriben —como llamamos en buen cubano— “sin paños tibios”.

Me tomé el atrevimiento de escribir estas letras pues temo por el futuro inmediato de nuestro país. Desde hace ya algunos años, por desgracia, nuestra hermosa isla ha ido envolviéndose lenta y destructivamente en una letal lava decibélica, lo leemos y escuchamos casi a diario en las noticias. Es un mal que parece no tener fin, porque a medida que pasan los años empeora drásticamente. Soy nacida en el año 1972, pero aún recuerdo las costumbres y normas de mi abuelita, que en aquellos tiempos quizás nos parecían tontas o demasiado estrictas, pero que hoy me hacen percatar de que abuela nunca estuvo errada. Si fallecía un vecino, fuese lejano o no, en casa se mantenían las más estrictas medidas de solemnidad, y nuestra solidaridad la transmitíamos hasta en el modo de escuchar la TV. “Se llama respeto”, decía ella cuando le pedía a modo de súplica subir un poquito la TV pues apenas podía escuchar los dibujos animados. Quizás en aquel momento no comprendía a abuela, pero sé que, si hoy regresara a esta tierra de mortales, fallecería de un ataque cardíaco en su primer día de resurrección.
 

 

La música a decibeles impermisibles nos ataca constantemente, es un engendro diabólico que nos roba el sueño, la paz mental-espiritual, el derecho al descanso, a la tranquilidad ciudadana. La música alta nos llega tanto desde una entidad estatal como del vecino de al lado, no importa si estás descansando de una merecida siesta, si tienes fiebre o si simplemente quieres disfrutar de la TV en casa. Lo más triste es que las respuestas siempre son las mismas: “Estoy en mi casa y en ella hago lo que me dé la gana”, “échame a la policía y vamo´a ver a cómo tocamos”, etc… No hay que ser un letrado para darnos cuenta del desafío y la amenaza siempre presentes en estas respuestas, lo que hace que la mayoría de las familias se limiten en acudir a las entidades pertinentes a realizar la denuncia por temor a lo que pueda suceder. Me refiero a que los “ruidosos” por lo regular la emprenden con el demandante, ya sea aumentando el nivel decibélico en señal de “Sí, yo hago lo que me dé la gana”, o desgraciadamente y ya bastante usual, por medio de la fuerza bruta.

Las autoridades campean por su respeto. He hablado por teléfono en innumerables ocasiones con los funcionarios de la oficina de inspección de la provincia y de mi localidad, y me han instruido adecuadamente sobre los pasos a seguir en caso de realizar este tipo de denuncia. Para mi total asombro… ¡¡¡existen leyes que deben proteger al ciudadano!!! Sí, porque recuerdo (y una vez más regresamos a los 80) que para realizar una fiesta en aquel entonces había que solicitar un permiso de la PNR y ellos determinaban si la aprobaban o no, y hasta qué hora. ¡¡¡Y sí… se cumplía!!! Lo que más me ha asombrado es que según el departamento de inspección, estas leyes continúan vigentes. Hablamos del Decreto – Ley 81 del CITMA, aprobado en el 1997, y el Decreto – Ley 200 de las Contravenciones del Medio Ambiente, aprobado en 1999. Para nadie es un secreto que estas leyes pasaron al olvido desde hace muchos años. No sé qué ha convertido a mi bello país en la jungla que actualmente es. Pero no hay que ser buen matemático para percatarnos de que harán falta unas cuantas generaciones para ver el cambio, pues el mal es casi irreversible.

Mi hija es egresada de la graduación 42 del IPVCE V. I. Lenin (yo lo fui de la 16, ¡puedo decirlo con orgullo!) y actualmente estudia en la Facultad de Farmacia y Alimentos de la Universidad de La Habana. Hice el intento de educarla como lo hiciera mi abuelita conmigo. Créanme, ¡lo intenté lo mejor que pude! Pero la influencia del medio externo es mucho más agresiva e influyente que el hogar.

Hace poco me deleité con un artículo dedicado a los antiguos llamados “cheos”, si mal no recuerdo fue un artículo de JAPE, en el que describía a aquella figura burda y desagradable de los años 70-80 que siempre vestía con ropas extravagantes y portaba una reproductora de cassettes de dimensiones incalculables, por supuesto que encendida a todo volumen. Nuestro JAPE hablaba de la resurrección de los “cheos”, esta vez en la piel de individuos portando la más avanzada tecnología, pues lo mismo llega a tu casa un agente del MINSAP para fumigar, y no se sabe qué ruido es más estridente, si el de la “bocinita” que guarda en su bolsillo o la bazuca con la que fumiga, o bien se sube a un taxi rutero un “estudiante” de preuniversitario con un artefacto explosivo decibélico a las 7 a.m., cuando pretendes hacer un viaje en paz hacia tu trabajo y que es tronchado con el chasquido de los dedos. Así mismo puedes verlos pulular en manadas por cada calle de la ciudad. Hace unas semanas en mi vecindario tuvimos una interrupción eléctrica nocturna debido a una avería, y la “tranquilidad” de la madrugada se vio de repente invadida por un grupo de ¿jóvenes? que decidieron instalarse en la parada más cercana y poner su artefacto musical “de rueditas” (¡última moda!) a decibeles insostenibles. Saquemos conclusiones de que las sucesivas horas fueron una verdadera pesadilla entre el sostenido calor del verano y el escándalo.

Uno de los aspectos más alarmantes es el boom de escuchar música de “producción independiente”, el llamado género “trap”, que se caracteriza por sus letras obscenas, vulgares, totalmente agresivas a los oídos sangrantes de los que nos vemos obligados a escucharlas. Estas canciones muy de “moda” la cantan… ¡¡niños y niñas de todas las edades!! He visto a niñas de 5 años cantar de memoria una de estas, y al mismo tiempo bailar con movimientos eróticos y lascivos, cual bailarina profesional.

Pero al referirme a esta “invasión decibélica”, no solo quiero hacer alusión al estridente y agresivo reguetón que emana cualquiera de estos artefactos ambulantes o estáticos. Me refiero también al vecino que te da el “de pie” obligatorio a las 7 a.m. con un par de martillazos, pues esa fue la hora en que él decidió debería arreglar la puerta del patio que llevaba quizás meses desahuciada. Me refiero también a los pregones ensordecedores, a los claxons de los autos, a cualquier hora del día, incluido el simpático sonido instalado en el sistema de frenos del que muchos camioneros-guagüeros hacen galas en los últimos años, y ante el cual las autoridades del tránsito también han hecho mutis absoluto. La lista es interminable. Y los afectados, la mayoría del pueblo trabajador.

Las preguntas son múltiples: ¿hasta cuándo? ¿Qué hay que hacer? ¿Qué hicimos mal? ¿Cómo corregirlo? Ah… claro, también ¿será posible corregirlo? A mis 45 años recién cumplidos me pregunto si algún día volveremos a disfrutar de la paz que una vez existió en mi país, esa paz por la que siempre clamaron mis celestes abuelos. Creo que no bastan esos spots televisivos “educativos”, porque eso literalmente “les entra por un oído y les sale por el otro”. Pienso que si las autoridades no salen a jugar su papel como es debido, en diez años más viviremos en una sociedad de hipoacúsicos y llena de esquizofrénicos-paranoides, porque yo misma me he visto al borde de la esquizofrenia en estos momentos, en que la impotencia y la frustración me arrancan las fuerzas y deseos de vivir. Por tanto, sugiero: Si cada irresponsable fuese multado como es debido, si alguna brigada de la PNR o del departamento de inspectores saliera a la calle a multar a los “ruidosos”, pienso que sería un paso de avance. Si se comienza ahora a tomar medidas ejemplarizantes, ya sea el decomiso de esos artefactos o sanciones severas, anunciadas previamente por la TV a través de un spot informativo, se comenzarían a ver los resultados de modo paulatino, pero al menos es un inicio. Es la luz al final del túnel. Y no creo haya que esperar a que se haga una denuncia para ejecutar. Basta con pasearse por la ciudad a cualquier hora y por cualquier barriada y verán a qué me refiero. Comentaba hace pocos días con mis colegas de trabajo que ya no existen barrios tranquilos. Tres de cada diez casas por cuadra hacen galas de estos males sociales, es una estadística que he sacado “a ojo de buen cubero”. Y creo que estas medidas deben ser efectivas y radicales, lo mismo al ruidoso que al que arroja la lata de refresco o el nylon de galletas a la calle teniendo un cesto de basura a metro y medio de distancia. Me pregunto, ¿acaso no contamos con suficientes agentes de la PNR? ¿O es que no tienen tiempo suficiente para asumir su papel contra “banalidades” como estas?

Algo que por igual debe alarmarnos sobremanera es el estado de opinión sobre el ciudadano cubano a nivel internacional. Muchos visitantes foráneos nos describen —¡vergüenza!— como un ser sucio, sin valores, sin escrúpulos y lo más triste, sin cultura. Lo más lamentable es que todos sin excepción estamos incluidos en esa misma bolsa, porque al emplear “cubano” como un término genérico, nos agrupa a todos los habitantes de nuestro archipiélago por igual. Nos hemos llenado los pulmones para gritar con orgullo que Cuba es el país más culto de Latinoamérica. Lamentablemente y con todo respeto, permítanme el honor de discrepar, pero eso ya no es cierto. La mayoría de los jóvenes de hoy no conocen quién fue Gabriel García Márquez, o Nelson Mandela… o John Lennon!!! Porque hasta el hábito de lectura se ha extraviado. Y siempre consideré que la lectura es el ejercicio más completo para la mente humana, pues nos aporta (entre muchas otras) tres cosas muy importantes: vocabulario, ortografía y Cultura. Pero esos mismos jóvenes se saben al dedillo la última canción de Chocolate MC, y la diseminan a través de celulares o redes sociales, como lava volcánica arrasadora y mortal.

No soy periodista. Solo quisiera vivir lo que me resta de juventud en un país donde impere la tranquilidad ciudadana. Y morir en él. Pero creo —y disculpen si soy muy negativa— que no seré capaz de ver el cambio. Hay mucho por hacer y por ocuparse. Periodistas como Osviel, Pepe Alejandro y muchos otros cumplen con su parte. Pero un solo palo no hace monte, como reza el popular refrán. Porque considero que la posible solución está en manos de las instancias superiores del país. Es mi sentir, como ciudadana doliente. Pienso que las medidas deben comenzar a tomarse ya. O mañana será demasiado tarde. Solo confío en que mis nonatos tataranietos puedan vivir en una sociedad donde el “cheo” sea una especie extinta. Y solo entonces, mi pequeña tortuguita de barro, ya desgastada por el paso del tiempo, los pueda observar con satisfacción y gozo, y hasta quizás les haga un guiño de complicidad desde la vitrina.